Elogio de la fragmentación política

Las coaliciones tienen mala fama. Periodistas y analistas temen el “escenario de fragmentación” que se abrirá en un sinfín de Administraciones locales y autonómicas tras estas elecciones. De una liga de dos pasaremos a una liga muy abierta. En ayuntamientos, autonomías y, muy pronto en sus pantallas (quizás antes que la última entrega de La Guerra de las Galaxias), también en el Gobierno central. Perderemos gobernabilidad, ganaremos inestabilidad. Los Gobiernos harán menos cosas, pues habrá que poner de acuerdo a caprichosos compañeros de variopintos gustos. Lo cual parece una maldición cuando los problemas sociales se amontonan.

Pero es un terror injustificado. El cambio tectónico de una política fundamentalmente bipartidista a otra multipartidista es en general una bendición. Sobre todo en tiempos de crisis, los Gobiernos débiles producen resultados más robustos. Son más reformistas, menos corruptos y más progresistas.

La desconfianza contra los Gobiernos de coalición no es sólo una superstición española. Desde que coaliciones multipartidistas colapsaron en la Europa de los años 30, abriendo el camino a los autoritarismos, algunos de los politólogos más prestigiosos han denunciado la inefectividad inherente a los Gobiernos de coalición.

Elogio de la fragmentación políticaSin embargo, nuevos estudios, como los de Johannes Lindvall, muestran cómo los Gobiernos de coalición tienen una capacidad asombrosa para acometer reformas ambiciosas. Por ejemplo, las reformas de flexiguridad, que urgentemente necesitan países que, como España, tienen economías rígidas en algunos aspectos y sociedades inseguras en muchos más. Holanda o los países escandinavos se flexigurizaron gracias a, y no a pesar de, sus Gobiernos de coalición. Como los socialdemócratas tenían que ponerse de acuerdo con los liberales, se vieron obligados a aceptar la obsesión liberal (desregular los mercados) a cambio de llevar a cabo la suya (protección social).

Sin ganadores ni perdedores absolutos, las reformas se solidifican y sobreviven a sucesivos cambios de color político. A la inversa, las reformas de Gobiernos fuertes como los de Thatcher, Rajoy o Cameron ahora, presentan una bella factura ideológica, pero son frágiles como el cristal. El inevitable péndulo de la alternancia política tarde o temprano las romperá.

Pero los Gobiernos multipartidistas no sólo hacen más de lo bueno, sino también menos de lo malo. Manteniendo todo constante, los partidos en el gobierno que necesitan el apoyo de otros partidos son menos corruptos que los Gobiernos con mayorías absolutas. Las coaliciones no son cambalaches, sino controles de unos sobre otros. Una auditoría en streaming del Gobierno.

Además, los Gobiernos de coalición también son más progresistas. Cuando la política en un país es bipartidista, las derechas tienen más opciones de ganar las elecciones. Pensemos en un votante de centro, dispuesto a pagar una fracción importante de su renta en impuestos para sostener un Estado de bienestar para todos. Si, por los motivos que sean, el sistema sólo le ofrece dos posibilidades de que su voto sustantivamente cuente, un partido asociado a la clase trabajadora (laboristas en Reino Unido o PSOE aquí) y otro a los empresarios (tories o PP), ¿a quién votará?

El votante de centro evitará el peor escenario. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir si vota al partido de derechas? Pues, que, una vez en el poder, se descubran como radicales neoliberales, con lo que el votante deberá conformarse con un paquete de Estado de bienestar/impuestos más pequeño de lo deseado. Una opción mala. Pero mejor que votar a un partido de izquierdas que, en el peor de los casos, dispare el gasto y los impuestos. Por ello, cuando el voto es una decisión entre dos, las derechas suelen ganar. Si, por el contrario, el mismo votante medio tiene una opción viable en el centro (el papel tradicional de los liberales en Europa y potencial de Ciudadanos en España), aumentan las probabilidades de coaliciones progresistas de centro-izquierda. Si la izquierda se pasa, el partido de centro puede retirar su apoyo, lo que frena hipotéticas derivas radicales.

Así, los investigadores Torben Iversen y David Soskice han encontrado que los países con sistemas electorales mayoritarios están gobernados por la derecha tres cuartas partes del tiempo (!). Mientras que, en los países con sistemas proporcionales, la derecha sólo gobierna una cuarta parte del tiempo. En otras palabras, la propuesta de PP y PSOE de convertir las elecciones locales (y quizás autonómicas) en una pugna mayoritaria, introduciendo una segunda vuelta, demuestra que el PP es más listo que el PSOE.

De momento, España tiene un sistema proporcional, pero en la práctica se transforma con frecuencia, tanto en elecciones generales como en autonómicas y locales, en mayoritario. Y no sólo porque el sistema electoral penalice a los partidos pequeños, sino porque el contexto político ha sido muy bipartidista. Los espacios de debate público han estado virtualmente oligopolizados por los dos grandes partidos. Grupos de interés, asociaciones profesionales o medios de comunicación han tenido también una orientación bipartidista. La política era una cosa de dos.

Ahora, por mor de la crisis, la política es una cosa de cuatro. O de más. El entorno político bipartidista se ha resquebrajado y los partidos pequeños gozan de un acceso al debate impensable hace unos años. Los votantes perciben hoy que tienen más de dos alternativas políticas con perspectivas de influir decisivamente en el gobierno. Además, alguna de estas alternativas puede erigirse en ese partido de centro liberal, cuya presencia moderadora ha sido clave para sostener los Estados de bienestar más avanzados del mundo.

En definitiva, la fragmentación política es beneficiosa porque puede conducir a reformas más eficientes, a menor corrupción, y a un Estado de bienestar más robusto. Sin duda, implica riesgos, ya que los Gobiernos de coalición son criaturas delicadas. Requieren mimos. Demandan un comportamiento respetuoso entre los partidos. Pero el tránsito a esta nueva forma más plural de hacer política exige también un cambio de chip en cómo la sociedad ve la política: ¿es confrontación o es consenso?

Y los analistas políticos podemos facilitar ese tránsito o impedirlo. Podemos subrayar hasta la extenuación el “daño electoral” que coaligarse le supondrá a tal partido o podemos alabar su sentido de responsabilidad. Podemos denunciar las incoherencias entre los miembros de una coalición, su “cacofonía de voces” o podemos celebrar la diversidad que hace más ricos a los Gobiernos. Y, por ende, a todos los ciudadanos.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *