Elogio de la fragmentación

Los mercados emergentes son otra vez el centro de la atención mundial. De pronto, los inversores y los bancos ya no quieren financiar déficits de cuenta corriente con deuda a corto plazo. Sudáfrica, que está con problemas de crecimiento, tuvo que aumentar los tipos de interés para atraer el dinero que necesita. Y en el caso de Turquía, el aumento fue drástico. Parece que para estos y otros países emergentes, 2014 será un año turbulento.

Si la volatilidad llega a niveles extremos, algunos países tal vez considerarán aplicar restricciones a la salida de capitales, algo que ahora el Fondo Monetario Internacional reconoce como una herramienta útil en algunas circunstancias. Pero en realidad, la pregunta fundamental es otra: cómo gestionar el impacto de la entrada de capitales a corto plazo.

Hasta hace poco, la ortodoxia económica desestimaba por completo esta pregunta y elogiaba la liberalización financiera, que permitía al capital ir allí donde fuera más productivo y fomentar de tal modo el crecimiento nacional e internacional.

Pero la tesis de que liberalizar la cuenta de capital es favorable al crecimiento cuenta con poco respaldo empírico. Los ejemplos de desarrollo más exitosos de la historia económica (Japón y Corea del Sur) nos muestran varias décadas de crecimiento acelerado en un contexto de alta represión financiera interna y control de capitales.

Asimismo, en la mayoría de los estudios comparativos entre países no se hallaron pruebas de que la liberalización de la cuenta de capital ayude al crecimiento. Como señaló hace 16 años el economista Jagdish Bhagwati en su artículo “The Capital Myth” (El mito del capital), comerciar con mercancías es una cosa y comerciar con dólares es otra muy distinta. Aunque la idea de liberalizar el comercio de bienes y servicios cuenta con buenos argumentos, no ocurre lo mismo con la liberalización total de la cuenta de capital.

Entre otras razones, porque muchos de los flujos financieros modernos no cumplen la función útil de asignación de capital que les atribuye la teoría económica. Antes de la Primera Guerra Mundial, el capital fluía en una dirección: de los países ricos con excedente de ahorro (como el Reino Unido) a países como Australia o Argentina, cuyas necesidades de inversión eran superiores al ahorro nacional.

Pero ahora, los flujos netos de capital suelen ir de países relativamente pobres a países ricos. Cambios de humor transitorios pueden provocar enormes flujos brutos de capital en cualquier dirección; la inversión de capital a largo plazo retrocede ante el carry trade (endeudarse a tasas bajas en una divisa para financiar préstamos a tasas altas en otra divisa). Además, los ingresos de capitales muchas veces vienen a financiar el consumo o el crecimiento de burbujas inmobiliarias.

Y sin embargo, a pesar de la abundancia creciente de pruebas en su contra, la teoría de que todos los flujos de capitales son beneficiosos no da brazo a torcer. Lo cual no sólo es muestra del poder de los intereses creados, sino también del poder de las ideas establecidas. Hay algo perturbador en aceptar la falsación empírica de la ortodoxia prevaleciente; muchos economistas que en sus estudios no encuentran pruebas de que la liberalización de la cuenta de capital contribuya al crecimiento se sienten obligados a añadir de todos modos que tal vez un “análisis más profundo” revele esos beneficios que la teoría del libre mercado predice.

Es tiempo de dejar de buscar beneficios que no existen; los flujos de capitales no son todos iguales. Algunos son valiosos, pero otros pueden ser perjudiciales.

Por ejemplo, la inversión extranjera directa (IED) puede colaborar con el crecimiento, porque es un tipo de inversión a largo plazo en la economía real que suele venir acompañada de transferencias de tecnología o capacidades. Las inversiones en cartera pueden provocar volatilidad de precios conforme cambian las posiciones de titularidad, pero al menos implican compromisos permanentes de capital en las empresas. Y el endeudamiento a largo plazo para financiar la inversión en capital real también puede ser útil.

En cambio, los flujos de capital a corto plazo, particularmente cuando son provistos por bancos que a su vez también dependen de financiación a corto plazo, entrañan riesgo de inestabilidad a cambio de pocos beneficios.

Lo que no está tan claro es qué clase de medidas conviene aplicar. Todo esquema de control de capitales es invariablemente poroso; además, cualquier política que pretenda aprovechar los beneficios del libre comercio y la IED dejará también algo de margen para la creación de posiciones de inversión a corto plazo. Aunque China no liberalizó la cuenta de capital, el ingreso de capital volátil está ejerciendo sobre el renminbi una presión al alza (compensada por el Banco Popular de China con más acumulación de reservas) que es mayor a la atribuible al superávit de cuenta corriente y a los flujos de IED. De modo que los partidarios de la liberalización de la cuenta de capital tienen allí un argumento, no en sus presuntos beneficios, sino en la imposibilidad de lograr controles efectivos.

Pero aunque una política perfecta sea imposible de diseñar, incluso un control parcial puede ser útil si apunta a la interacción entre el ingreso de capital a corto plazo y el ciclo crediticio interno. Después de todo, el mayor daño que puede hacer la entrada de capitales es impulsar la aceleración del consumo a crédito o la especulación inmobiliaria.

La respuesta política debería combinar regulación financiera interna con gestión de la cuenta de capital. Se necesitan instrumentos impositivos y requisitos de coeficiente de caja que pongan trabas al flujo de capitales a corto plazo, combinados con fuertes medidas anticíclicas, por ejemplo aumentar los requisitos de capitalización, para frenar la creación de crédito interno.

Estas medidas no serán tan eficaces en el caso de bancos multinacionales con sucursales en países emergentes a través de las cuales ofrecen crédito interno financiado mediante fondos globales. Pero este riesgo se puede contrarrestar exigiendo a esos bancos operar como subsidiarias legalmente constituidas, sujetos a las normas locales de reservas de liquidez y capitalización, y con estricta regulación de los plazos de los instrumentos de los que dependan para su financiación.

Estos requisitos no impedirán los flujos de capitales útiles: los grupos bancarios internacionales todavía podrán invertir capital en mercados emergentes y financiar los balances de sus subsidiarias con deuda a largo plazo. En el sector bancario, lo mismo que en los otros, las inversiones que combinan compromiso a largo plazo con transferencia de capacidades pueden ser muy beneficiosas, de modo que los bancos extranjeros deberían ser libres de competir de igual a igual con los bancos locales.

Aunque la subsidiarización obligatoria o el control de capitales por vía impositiva o regulatoria no son la panacea, ambas medidas sumadas pueden suprimir la volatilidad derivada de los flujos de capital a corto plazo y ayudar a suavizar los ciclos crediticios locales.

Pero esta idea encuentra mucha oposición en la industria financiera, lo mismo que en muchos economistas que siguen casados con la vieja ortodoxia y afirman que volver a los controles de capitales “fragmentaría” el mercado financiero internacional y disminuiría su capacidad de asignar el capital en forma eficiente.

Hasta antes de hoy, los políticos siempre tenían que dejar bien sentada su oposición a permitir esa fragmentación. Pero ahora es tiempo de hablar claro: el flujo irrestricto de deuda a corto plazo puede llevar a una asignación ineficiente del capital y provocar inestabilidades perjudiciales. En el contexto de los mercados internacionales de capital, la fragmentación puede ser deseable.

Adair Turner, former Chairman of the United Kingdom’s Financial Services Authority, is a member of the UK’s Financial Policy Committee and the House of Lords. Traducción: Esteban Flamini.

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