Elogio de la frontera

No deja de sorprender la profusión con que se usa el concepto frontera en el debate soberanista. La frontera como amenaza, como un mal que está por venir en el caso de que triunfen las tesis independentistas. La idea es que en caso de secesión política los ciudadanos se verán separados por una barrera física, con guardias civiles a un lado de la barrera y mossos en la otra, que a partir de entonces nuestros amigos y familiares se verían obligados a residir en ese sitio ominoso: el extranjero.

Lo primero que hay que decir es que la frontera, tal como la concebimos (es decir: un espacio de transición, controlado por el Estado y supervisado por agentes públicos), es un invento mucho más reciente de lo que se acostumbra a creer. A mediados del siglo XVIII un actor inglés tenía que desplazarse a París para representar una obra, con la mala fortuna de que poco antes del estreno estalló la guerra de los Siete Años (1756-1763) entre Francia e Inglaterra. Bien, pues pese al estado de guerra el actor describió su viaje como “placidísimo” y la acogida del público parisino como “apoteósica”. En ningún momento del trayecto fue molestado o interceptado por agentes de un bando u otro.

No es hasta la Revolución Francesa que se empieza a concebir el suelo nacional como algo sagrado, que debe ser impermeabilizado, puesto bajo control. De hecho, el surgimiento de las fronteras entre estados europeos puede seguirse a través de la creación de los cuerpos de aduaneros. La Gendarmería francesa aparece en 1791, mientras que Napoleón crea el cuerpo de aduaneros franceses en 1801, otorgándoles el derecho a abrir equipajes y registrar personas y vehículos. En España la Guardia Civil no se constituye hasta 1844, y el cuerpo de aduaneros en 1887. En 1885 es el turno de la Guardia Fiscal portuguesa, encargada de la vigilancia de las fronteras. La famosísima Policía Montada del Canadá no fue creada hasta 1873 y por cuestiones estrictamente fronterizas: la necesidad de vigilar el alud de comerciantes de whisky estadounidenses que entraban en territorio canadiense sin pagar impuestos. Pero como vemos estos cuerpos y fuerzas de seguridad tenían como misión principal el control del tráfico de mercancías más que el de personas. Stefan Zweig recordaba en sus memorias, con nostalgia, que antes de la Gran Guerra era posible desplazarse por casi todo el continente europeo sin necesidad de documento alguno. Es decir, que la Europa compartimentada por garitas, policías y pasaportes, en realidad sólo duró tres, cuatro generaciones como máximo. La Unión Europea acabó con todo eso en un proceso que ha venido a llamarse “desfronterización” ( de-borderization) o “sin fronterismo” ( sans frontièrisme).

Se acusa al catalanismo de buscar un marco de antiguas fronteras como el que hemos descrito. Lo que no se entiende es por qué Catalunya tendría que generar una situación periclitada como esa si nadie, absolutamente nadie, la desea. Cualquiera que atraviese la frontera con Francia puede ver las viejas garitas de los gendarmes abandonadas y llenas de grafitis. ¿Por qué tendría que ser distinto en el caso de una Catalunya independiente? ¿Por qué tendrían que crearse controles en el Ebro? Podría darse el caso, es cierto, de un boicot de Madrid al nuevo Estado. Pero entonces topamos con una paradoja: que las únicas fuerzas que podrían establecer una frontera clásica entre Catalunya y España son exactamente las mismas que acusan al soberanismo de intentar crear fronteras. ¡Y todo ello justo cuando el Gobierno español está exigiendo a Europa que aporte más hormigón, más alambradas, para reforzar la valla de Ceuta!

“La frontera no está en el desierto, el desierto es la frontera”. Con esa frase los beduinos explican una realidad antropológica elemental: que las fronteras no existen, las crean los seres humanos. En la Europa del siglo XXI las fronteras nacionales son algo mucho más vaporoso y abstracto que un poste levadizo de color rojo y blanco. Y en ese mismo siglo XXI las reivindicaciones de más soberanía, más autogobierno no tienen relación alguna con el aislacionismo o con una visión provinciana del mundo. Nadie pretende levantar una frontera que nos impida visitar a nuestros familiares de Almería.

Queda la cuestión de Europa. Y lo que sorprende es que hasta ahora el debate se ha centrado en la pregunta: “¿Sería legal la permanencia de Catalunya en Europa?”. La única explicación que encuentro a tal planteamiento es la sobreabundancia de leguleyos, abogaduchos y notarietes que colonizan las tertulias, y que razonan como si los grandes procesos históricos tuvieran que enmarcarse en el código civil. Armados de leyes, serían capaces de declarar que los amaneceres son ilegales, o que es ilegal que los peces naden. Quizás la pregunta pertinente sea otra: “En caso de secesión, ¿le interesaría a Europa prescindir de una Catalunya próspera, democrática y europeísta?”.

Cada vez que oigo a un experto en leyes sentenciar, ufano y rotundo, que las revoluciones son ilegales, pienso en aquella frase del gran antropólogo Claude LéviStrauss: “Los juristas son una parte curiosísima de la especie humana: solucionan los problemas sobre el papel… y creen que ya están resueltos”.

Albert Sánchez Piñol

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