Elogio de la palabra libre

La crisis económica española --profunda y larga-- fue reconocida pronto por los ciudadanos y al fin lo ha sido por sus dirigentes. También es ya aceptado que nuestra crisis se debe a causas específicas --el desplome de nuestro modelo productivo financiado por deuda externa-- y que es anterior en el tiempo --último trimestre del 2006-- a la crisis financiera mundial, aunque esta ha contribuido a agravarla. Y está extendida la convicción de que, no disponiendo el Gobierno de los resortes de la política monetaria, es imposible aumentar nuestras exportaciones --único remedio contra la crisis-- mediante la devaluación de la peseta --con la consecuente bajada real de los salarios--, razón por la que no queda otro camino que acometer unas reformas estructurales que aumenten nuestra productividad y, en consecuencia, nuestras exportaciones.

Un lector atento habrá leído, en los últimos tiempos, muchos artículos, comunicados y tomas de posición en este sentido. Cargos institucionales, empresarios, profesores y periodistas reivindican reformas cuyo alcance fijan a grandes rasgos. Pero también habrá advertido el mismo lector que esta voluntad de reforma está ausente del discurso de buena parte de los políticos o, si está presente, se diluye con llamadas a la prudencia, así como con apelaciones al consenso con los sectores afectados por dichas reformas, lo que constituye un recurso infalible para matarlas antes de nacer o dilatarlas. Y esto es así por dos razones. En primer lugar, porque hace tiempo que la política se ha convertido en España en una simple lucha por la conquista o la preservación del poder, reduciendo su alcance a las contiendas electorales, en función de las cuales se formulan planes y se toman decisiones. Muchos políticos se asemejan hoy a aquellos sedicentes empresarios --en realidad, directivos-- que no tienen otro objetivo que crear valor para el accionista a corto plazo, renunciando a la planificación a medio y largo. A semejanza de ellos, estos políticos --que integran una casta profesional-- parece que vivan en un permanente plató de televisión y eluden los problemas reales que exigen tomar decisiones, con el inevitable riesgo de perder votos.

El segundo obstáculo para la adopción de reformas estructurales es la existencia, en los sectores afectados --Administración pública, universidad, sindicatos, etcétera--, de sendos mandarinatos --grupos cerrados-- que, de prosperar las reformas, verían amenazada su posición de dominio y privilegio y, por esta razón, son refractarios a todo cambio.

De lo dicho, resulta que coincide hoy en España, con la crisis económica, una crisis política que se manifiesta en una esclerosis institucional --¿qué proyectos de ley están hoy en las Cortes que no sean maniobras de diversión?--, agravada por una grave ausencia de liderazgo político. Pero, en estas circunstancias, no cabe el desánimo, sino reafirmarse en una idea esencial: hay que persistir en la participación política, entendida esta como preocupación por la gestión de los intereses generales. No debe abdicarse en los políticos, pues así como se ha dicho que la guerra es algo demasiado serio para dejarla en manos de los militares, la política es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos. Pero, ¿cómo participar? Al menos, con la palabra libre.

¿Qué significa la palabra libre? Ante todo, decir en público lo mismo que decimos en privado, evitando el doble lenguaje --tan habitual-- con el que navegamos en pos de nuestro interés, como hizo un empresario que, al observarle yo la contradicción entre lo que me decía y una carta colectiva pública que había suscrito un par de días antes, me respondió: "Es que la carta la firmé como consejero delegado de mi empresa, y a ti te hablo a título personal". Además, la palabra libre ha de ser instrumento de crítica no solo de los adversarios, sino de los propios. La auténtica libertad se manifiesta en la crítica de las posiciones que se comparten y de las acciones de personas próximas. Es fácil para los patriotas de oficio, de no importa qué patria, criticar a los que --según ellos-- la rompen o erosionan, pero les cuesta admitir el menoscabo que ellos provocan a esta misma patria, al instrumentalizarla a su particular servicio. Y es también fácil, para los que están en la otra orilla, sentar cátedra de apertura y dar clases de libertad, descalificando como fascista a quien no piensa como ellos y ensayando por enésima vez algún estéril intento de constructivismo social.

Lo que no significa arremeter contra los partidos. Estos son necesarios, pero basta con los que hay. No es preciso crear otros nuevos, que --al final-- tienen los mismos defectos que los viejos y ninguna de sus virtudes. Pero los partidos tienen que ser usados como lo que son: una herramienta que se usa y se desecha. No son una iglesia, ni han de ser una secta. Al final, la manifestación más profunda de la democracia no es elegir a quien ha de mandar, sino echar al que manda. Respondió Miguel de Unamuno a alguien que le insistía con ahínco para que se uniese al partido reformista de Melquíades Álvarez: "Pero, hombre, con lo que a mí me cuesta creer en Dios, ¿cómo quiere usted que crea en Melquíades Álvarez?". Pues eso.

Juan-José López Burniol, notario.