Elogio de la palabra

Los filósofos neopositivistas (Russell, Carnap, el primer Wittgenstein…) gustaban de repetir una afirmación que convendría no echar del todo en saco roto. Era una afirmación tan sencilla como demoledora: nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa pero que carecen por completo de significado. Ellos utilizaban la rotunda afirmación como arma arrojadiza contra la metafísica y sus excesos, y les servía para mostrar el sinsentido profundo de algunos filosofemas que sus adversarios teóricos tenían por profundos (por señalar la célebre invectiva carnapiana: la tesis de Heidegger “la nada nadea”, que parece querer significar algo, incluso trascendente, es una construcción tan vacía como lo sería “la lluvia llueve”). Sin duda se pasaban de frenada en la crítica, como la filosofía posterior no se ha cansado de señalar, lo que no significa que no observaran algo pertinente. Cosa que queda clara si, en vez de enredarnos con la filosofía (siempre tan suya), aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. Si nos detenemos en este ámbito certificaremos en qué medida el lenguaje puede terminar jugándonos malas pasadas, hasta qué punto resulta frecuente hacer (y hacerse) trampas con las palabras. Pero de dicha constatación deberíamos extraer, además de una advertencia ante esos peligros, un elogio inequívoco.

En efecto, el lenguaje es un artefacto de un poder tal que puede servir tanto para generar el mayor de los daños como para provocar la más intensa felicidad (que se lo pregunten, si no, a los enamorados), que tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible (cómo no recordar aquí el “¡Inteligencia!, dame el nombre exacto de las cosas! / ... Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”, de Juan Ramón Jiménez), como puede oscurecerla por completo, lo que sucede cuando caemos presos de las mil formas de embrujo del lenguaje.

Para nuestra desgracia, es de esto último de lo que resulta más fácil encontrar ejemplos. El lenguaje político, utilizado tanto por los representantes de los ciudadanos como por los medios de comunicación, es fuente casi inagotable de ilustraciones al respecto. Pensemos en la cantidad de ocasiones en las que aceptamos acríticamente la valoración que desliza una expresión que viene cargada de connotaciones (que estas sean positivas o negativas es en cierto modo lo de menos). Así, en momentos en los que las circunstancias parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar es frecuente que alguien saque a relucir, obviamente para rechazarla, la expresión “líneas rojas”, dando por descontado que aquel que ose plantear alguna está acreditando por este solo hecho su intransigencia y escasa disposición al diálogo.

Pero el supuesto está lejos de ser obvio. ¿O acaso alguien consideraría una línea roja afirmar que hemos de organizar nuestra convivencia en el marco del respeto a los derechos humanos? En el bien entendido de que, además, defender un tal marco no implica en absoluto resistirse a modificarlo: podemos ampliar o modular los derechos, aunque siempre bajo la premisa de que es solo su negación lo que nos resulta inaceptable. Sin embargo, no faltan entre nosotros los que consideran, por ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político únicamente puede transcurrir en el marco del respeto a la legalidad constituye un apriorismo (una línea roja) inaceptable, que delataría según ellos la estrechez mental y el dogmatismo de quien sostiene semejante cosa. Pero ninguno de estos peligros debería hacernos olvidar que la palabra es también precisamente la mejor herramienta de la que disponemos para sortearlos y, a continuación, empezar a construir entre todos el modelo de sociedad en el que queremos vivir o, si se prefiere, el ideal de vida buena que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa, en definitiva, debería ser la política. Por eso, sostener que ha llegado la hora de la política es un sinónimo de afirmar que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos y no de la que legitima el rechazo del otro.

Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil. Nuestra sociedad está fuertemente emotivizada, y nada hay de casual en dicha deriva. En tiempos de incertidumbre como los que nos está tocando vivir, definitivamente abandonados todos los grandes relatos que antaño nos cobijaban, los sentimientos han venido a sustituir a las convicciones. Sabíamos, porque nos lo dejó dicho Marcel Proust (y Miguel Ángel Aguilar ha hecho suya la tarea de recordárnoslo), que hay convicciones que crean evidencias. Lo nuevo de nuestro tiempo es que esa tarea de producción de evidencias la han asumido los sentimientos. Ellos parecen haber pasado a ser para muchos el único lugar seguro, el único lugar a salvo del cuestionamiento permanente de todo.

Pero los sentimientos no pueden constituir por definición la última instancia. Porque lo que nos hace propiamente seres humanos no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Se ha jaleado en exceso desde hace ya un tiempo esta dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. No deja de ser curioso que se hable tanto últimamente en ciertos ámbitos de inteligencia emocional y de la necesidad de educar las emociones, y que, no obstante, no le pongamos el menor reparo a ese registro, y lo aceptemos sin más tal como se da, cuando afecta a los nuestros. En el fondo, aunque no nos atrevamos a explicitarlo, el convencimiento que parece subyacer a esta actitud es el de que las emociones que necesitan ser educadas son siempre, por definición, las de los demás.

No cabe, en ese sentido, mayor elogio de la palabra que este: la última instancia de la argumentación solo la puede constituir la palabra misma. O, dicho de una manera un tanto redundante, la última palabra le ha de corresponder siempre a la palabra misma. De ahí que no haya mayor rechazo de la política que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción que la de unos representantes políticos en sede parlamentaria ahogando con sus gritos y abucheos la intervención de un adversario. No se trata, por tanto, de reincidir en viejas y probablemente inanes contraposiciones entre razón y emociones. Porque el lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Y si alguien contraargumentara que hay muchos usos del lenguaje, la respuesta inevitable sería la de que también la razón se dice de muchas maneras. En todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba el valor de cualquier propuesta.

Por eso, quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus ideas) y quienes solo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás no les importara lo más mínimo), no solo acreditan con semejantes actitudes no estar a la altura de la herencia recibida, sino que llevan a cabo algo mucho más grave. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos que es la palabra solo puede ser considerado, a la vista de todo lo que hemos visto hasta aquí, como una forma de barbarie. La más actual y acorde con los tiempos, por cierto.

Manuel Cruz es filósofo y senador por Barcelona por el PSC.

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