Elogio de la Transición

No pocos problemas políticos que padecemos vienen de que la Transición no ha sido digerida por una parte de la izquierda, sobre todo por el radicalismo. No hablo de oídas como hacen muchos flamantes y tiernos voceros de la llamada «nueva política» que cada vez se manifiesta más vieja. Escribo lo que viví. Por eso respeto y admiro la Transición a la que asistí no muy lejos de la fila cero. Acaso por no haberla vivido hay quienes la ningunean o directamente la desprecian; se equivocan por prejuicios o ignorancia. O por ambas cosas.

Las generaciones nuevas llegaron al compromiso político a menudo imbuidas de una versión maniquea de nuestra Historia; resulta evidente en cierta izquierda. Los jóvenes recibieron un relato histórico edulcorado o ácido según su conveniencia ideológica. La sesgada lectura histórica resulta hasta ridícula para quienes somos conocedores de la Historia o sencillamente amantes de la verdad sin acomodos ideológicos. Habría que preguntarse el porqué del fracaso de la pedagogía. Ni nuestro sistema educativo ni quienes vivimos la Transición supimos trasladarla a quienes llegaron detrás.

A partir de 1975 los tiempos no fueron fáciles pero se vivieron como si lo fueran. Todo estaba abierto cuando se acercaba la muerte de Franco. Y el 20 de noviembre de 1975 marcó el antes y el después. Se iniciaba el reinado de Juan Carlos I en un escenario complejo. Había una clase política que muchos creyeron se resistiría a cambios impuestos por la realidad, pero una parte de ella asumía que era necesaria una equiparación de España con las democracias occidentales. Eran los reformistas dentro del sistema. En aquel escenario contaba, y no poco, el exilio, que había padecido derrotas y sufrimientos, y contaba la oposición interior de derecha, centro e izquierda, crecida ya en una España en la que la llamada clase media tenía una presencia social muy amplia y no deseaba aventuras.

Muchos jóvenes rampantes de la «nueva política» no lo sospechan y acaso por eso lo niegan, pero el exilio era incapaz de conseguir los cambios que se precisaban; era una referencia moral pero no una palanca efectiva. Y al fondo estaban los llamados, con delicado eufemismo, «poderes fácticos»: las Fuerzas Armadas. El cambio habría de ser pactado o no sería. Lo supo muy pronto Carrillo, el más astuto y experimentado del exilio, que se comprometió con la andadura y el ritmo deseables. Conocí a Carrillo, a Pasionaria, a Llopis y al duro y díscolo Líster. Sabían bien de lo que iba.

Asistí a la conferencia de Carrillo en el Club Siglo XXI el 27 de octubre de 1977, presentado por Fraga entre abrazos cómplices y palabras amables. Eso acaso no lo sepan, por no haberlo vivido y leer poco, quienes repudian hoy la Transición, que fue un ejemplo de generosidad y acuerdo entre contrarios. En la Transición todos los gatos se dejaron pelos en la gatera; todos cedieron para que todos ganásemos. Mirando aquello produce vergüenza ajena el partidismo actual en plena cucaña. Comúnmente los partidos parecen no atender a los intereses generales sino a contemplarse el ombligo. Menudo espectáculo. En la Transición sólo se pensó en el futuro de los españoles.

Nada hubiese sido posible sin el compromiso del Rey con la democracia que se reflejó muy pronto en el nombramiento de Fernández-Miranda como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, y en el relevo de Arias Navarro por Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno. Arias Navarro miraba al pasado y se planteaba cambios tímidos y a paso lento; Suárez iría al mismo paso que el Rey. No hubo ruptura, hubo hábil reforma «de la ley a la ley», en feliz frase de Fernández-Miranda, el sabio estratega del proceso. Y se aceptó por todos. Cuando ciertos jóvenes políticos de la izquierda achacan a la generación de sus padres haber sido blandos en la Transición y no imponer la ruptura, hay que disculparlos porque no saben de qué hablan.

En dos años, 1977, España vivió las primeras elecciones generales desde 1936 y un año después se aprobaba la primera Constitución consensuada de nuestra atribulada historia constitucional. Muy pronto se sancionaron leyes para reconciliar a los españoles en los aspectos asistenciales, económicos y de reconocimiento social que trataban de compensar situaciones sufridas en la guerra y en la posguerra. Entre estas normas: el decreto de 5 de marzo de 1976, la ley de 15 de octubre de 1977, la ley de 26 de junio de 1980, la ley de 29 de marzo de 1982, la ley de 22 de octubre de 1984, la disposición adicional decimotercera de la ley de 29 de junio de 1990, de Presupuestos Generales del Estado.

El colofón normativo de la reconciliación, en lectura de la izquierda, fue la ley llamada de Memoria Histórica, de 26 de diciembre de 2007. Con el referéndum de 1976, la Constitución de 1978 y el conjunto de normas aplicables, se buscó conseguir una reconciliación que no debería haber tenido retorno. Y la ley de Memoria Histórica, tan sesgada en su aplicación, sigue vigente. Por más que se manipule la realidad, lo cierto es que no fue derogada cuando el Partido Popular tuvo mayoría absoluta. Y no digo que esté de acuerdo. Nuestros jóvenes radicales deberían reflexionar sobre ello. Si son capaces.

En la Transición se produjeron declaraciones para recordar. Anoto dos. Felipe González: «Asumo toda la Historia… Cada uno ocupa su lugar. La Historia no se puede ni se debe intentar borrar». Y Santiago Carrillo: «Hay que sumar hacia adelante, ya está bien de que los españoles miremos al pasado». Luego Carrillo dijo otras cosas. La lectura maniquea de la Transición ha llevado a un revisionismo global que se acerca a ser suicida.

España afronta demasiados problemas como para mirar más al pasado que al futuro. Por ejemplo, asumir como una acción seria de gobierno el reiterado anuncio de exhumar el cadáver de Franco. Acaso esa exhumación sobrevenida se debe a una estrategia de distracción. El Gobierno funciona con unos Presupuestos de Rajoy, en una situación inestable. Su acción es inane. Para distraer a la izquierda radical ofrece gestos por muy vacíos e inútiles que sean.

Fernando el Católico aseguró a Francesco Guicciardini, el joven y hábil embajador florentino, que «la Nación sólo puede hacer grandes cosas si se mantiene unida y en orden». Reavivar aquello que nos desune, nos divide y nos enfrenta, resucitando a los ochenta años de su final una guerra entre españoles es una estrategia destructiva para consumo de radicales, ignorantes y candidatos a enterradores de un sistema que tanta generosidad de todos costó levantar en la Transición.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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