Elogio de las banderillas negras

Quiero darles una muy especial bienvenida a la que ha sido durante los últimos 15 años la casa de EL MUNDO, aquí en el número 42 de la calle Pradillo de Madrid. Éste es el último acto público, o al menos la última entrega de estos premios internacionales en memoria de nuestros compañeros muertos en el ejercicio del periodismo, que tendrá lugar en este edificio.

Como las tribus trashumantes que allí donde van acarrean los huesos de sus muertos, cuando dentro de apenas dos semanas nos traslademos a la sede conjunta de la nueva Unidad Editorial con todos los colegas de las redacciones del antiguo Grupo Recoletos -Marca, Expansión, Telva, Actualidad Económica, Diario Médico y un largo etcétera- nos llevaremos las placas que ustedes han podido ver en el vestíbulo en su memoria, nos llevaremos sus fotografías y sobre todo nos llevaremos nuestros recuerdos. Porque en este lugar nos enteramos con estupor de sus muertes, en este lugar lloramos su pérdida y en este lugar hemos honrado año tras año su memoria al entregar estos galardones que llevan su nombre y hoy alcanzan su sexta edición.

Pero hay cosas que nunca podrán acompañarnos en una mudanza.Algo de lo mejor de todos nosotros quedó abatido para siempre al lado del paraguas abierto y la bolsa de periódicos repleta, junto al portal de la vivienda de José Luis López de Lacalle en la mañana de aquel domingo lluvioso, antipático y gris en Andoain. Algo de lo que siempre todos quisimos alcanzar y ahora ya sabemos que nunca llegaremos, uno por uno, a conseguir quedó truncado junto a la cuneta de aquella curva de la carretera de Kabul a Jalalabad en la que fue asesinado Julio Fuentes. Algo de lo que era nuestro mejor impulso vital, nuestras más espontáneas ganas de vivir, de hacer y de decir quedó súbitamente sofocado cuando aquel casi único proyectil iraquí que dio en el blanco destrozó a Julio Anguita Parrado en las afueras de Bagdad.

Hemos crecido, hemos tenido un gran éxito como periódico, hemos contribuido decisivamente a la formación de un gran grupo informativo -el más grande de España en la prensa escrita, el primero en lengua castellana del mundo en la prensa electrónica-, pero nada ha llenado ni podrá llenar nunca esos tres huecos, esos tres asientos vacíos que ocupaban tres hombres idealistas, valientes y generosos a los que, como escribió nuestro amigo John Hooper, «se les acabó antes la suerte que el coraje».

Este año hemos perdido también a Paco Umbral y algo digno de él tendremos que inventar para hacer más soportable su martilleante ausencia. Qué triste es seguir avanzando con la tripulación mermada de algunos de sus mejores hombres. Sólo podemos refugiarnos en el consuelo de pensar en ellos con orgullo y con nostalgia. De recordar una vez más su talento y sus principios. De ponerlos como ejemplo para nuestros contemporáneos y para las nuevas generaciones que van cogiendo el relevo en la abnegada entrega al ejercicio del periodismo. En el consuelo, sí, de reconocerlos en aquellos reporteros y escritores que, como nuestros dos premiados de hoy, mantienen encendida la llama de los que fueron sus valores y elevan sus ideas y actitudes a los máximos niveles de la excelencia.

El premio Reporteros del Mundo en esta sexta edición ha recaído en Bernard-Henri Lévy por el mérito de su viaje al corazón de las tinieblas del conflicto de Darfur y por el vigor de un relato que ha servido para abrirnos los ojos y las conciencias a la trascendencia de lo que allí está sucediendo. Nuestros dos Julios se habrían sentido identificados con ese trabajo como con tantos otros de los reportajes -por ejemplo, aquella gran serie sobre «las guerras olvidadas»- con los que Bernard-Henri Lévy ha demostrado que, además de ser un gran pensador, también es un magnífico story teller, capaz de desmarcarse de la comodidad, el oropel y la dulce rutina de su mundo feliz para afrontar serios peligros y dar testimonio de todas las injusticias que oprimen a los hombres.

El premio Columnistas del Mundo es para Fernando Savater, por la consistencia, la brillantez y el brío con que viene defendiendo en sus artículos periodísticos los valores constitucionales y muy especialmente la libertad en el País Vasco. Probablemente sería imposible encontrar una figura pública en la que hoy en día se sentiría mejor representado José Luis López de Lacalle.Por su trayectoria ideológica, por su actitud cívica y por su talante personal. Juntos impulsaron desde ¡Basta ya! la rebelión ciudadana contra el totalitarismo nacionalista, y ahí seguirían, codo con codo, si los pistoleros etarras no hubieran truncado todas las citas que aún tenía pendientes nuestro compañero.

La nueva presidenta de Unidad Editorial, Carmen Iglesias, hablará con más detalle de la importancia de la obra de ambos (¡vaya que si lo hizo, con tintes de lección magistral!), pero no quiero dejar de añadir que uno y otro encarnan tan exactamente lo que queremos honrar con estos premios que casi los podríamos considerar intercambiables, aunque Bernard-Henri lleve más de veinte años escribiendo con nosotros y Fernando siempre lo haya hecho en el periódico de la competencia. Lévy es un intelectual comprometido que muchas veces ha levantado su voz contra lo que él bautizó como la pureté dangereuse, la pureza peligrosa de los integrismos religiosos, étnicos o nacionalistas, y Savater ha demostrado que puede ser un hombre de acción, dispuesto a bajar a la calle para levantar acta de lo que de verdad pasa, dando la cara aun a riesgo de que se la partan.

Entre ellos hay, además, un hilo conductor que tiene que ver también con los deberes que me ha puesto últimamente Carmen para ayudarme a entender mejor el siglo XVIII: «Tienes que leer cuanto antes El viejo régimen y la revolución, de Tocqueville». Bien, los viajes en avión de estos últimos días han dado ya algunos frutos. Estoy en ello, como también tengo sobre mi mesa American Vertigo, el libro de Bernard-Henri Lévy que reconstruye el viaje y las ideas que llevaron a Tocqueville a escribir su primera gran obra: La Democracia en América. Y es que resulta que cualquiera diría que Tocqueville estaba pensando en personas como Bernard-Henri y como Fernando al formular su diagnóstico de que cuanto mayor es la distancia entre los valores que una sociedad dice encarnar y los que realmente alberga detrás de su fachada, es decir, cuanto menor es la representatividad real de los hombres políticos, mayor es el peso de los hombres de letras que hoy llamamos intelectuales.

Eso sucedía, según Tocqueville, en el viejo régimen, porque el absolutismo centralizador y corrompido había dejado sin contenido los derechos y libertades de la tradicional sociedad estamental.Eso puede estar sucediendo en nuestras democracias cuando el poder político expande constantemente su dominio sobre las instituciones, penaliza el pluralismo en los partidos y empuja a la sociedad hacia el conformismo de las falsas uniformidades.

Es en ese contexto en el que no puedo dejar de referirme hoy a los vientos de intolerancia que azotan la libertad de expresión en España. No se trata de que esté en marcha ninguna nueva ley mordaza, ni de que desde el Gobierno se persiga con saña y mala sangre al discrepante, tal y como ocurría en un pasado no muy remoto. Se trata de algo más sutil y en el fondo más grave, pues estamos asistiendo a la interiorización por parte de los sectores dominantes de la llamada sociedad establecida de ese falso uniformismo de lo políticamente correcto. Es el fruto de la somnolencia del nunca pasa nada; y puesto que nunca pasa nada, algo habrá que hacer para acallar a los aguafiestas que se empeñan en escandalizarse, por ejemplo, de que haya lugares de España en los que sea completamente imposible escolarizar a un niño en español.

Una prueba de ello es la ligereza con que algunos medios de comunicación -el contagio ha llegado a la propia profesión periodística- se apresuran a situar fuera del sistema e incluso a presentar como un «peligro» y un factor «desestabilizador» para la democracia a quienes no se aquietan como ellos (así lo ha hecho hace unos días el meritorio director del órgano gubernamental por excelencia que, al parecer, no encuentra mejores argumentos para consolidarse ante su consejero delegado -y mira que lo ha intentado, hasta regalando relojes- que dejar constancia periódica de que comparte sus más íntimas e irracionales fobias).

Esa obsesión por estrangular determinadas voces irreverentes o la facilidad con la que los gerifaltes regionales recurren a unos tribunales sobre los que influyen para exigir el castigo debido ante informaciones antipáticas o simples opiniones que consideran atentatorias para su impostado honor, son síntomas de que esta enfermedad de la intransigencia va avanzando entre nosotros.

(Pocas exhibiciones de fuerza tan impúdicas se han visto recientemente como la que ha ejercitado el virrey de Andalucía Manuel Chaves, al lograr sentar en el banquillo al director y al redactor-jefe de la edición regional de EL MUNDO por la intachable revelación de su presunta implicación en el espionaje y seguimiento al presidente de Caja San Fernando, tal y como quedó reflejada en un elocuente vídeo grabado al individuo que realizaba la vigilancia por encargo.El hecho de que a los periodistas se les impusieran fianzas mucho mayores que las que han debido afrontar los peores criminales o la propia sustracción en los juzgados de dicho documento audiovisual son elocuentes pruebas del clima que se respira en esa comunidad.Nunca sabremos si el ínclito ex bellotari Ibarra hubiera conseguido otro tanto con Casimiro García-Abadillo y conmigo, de haber podido impulsar aún desde el poder sus recientes querellas criminales -archivadas ya de plano- a cuenta de las informaciones sobre el despacho que, según nuestras noticias, cedió a Rafael Vera en Mérida durante las horas posteriores al 11-M. En cambio es ya una mera cuestión de meses comprobar hasta dónde pueden arrastrar al alcalde de Madrid su ofuscación y su soberbia, pues será en algún momento de 2008 cuando se celebre el juicio contra Jiménez Losantos por haber alegado en su programa que Gallardón antepone su carrera política a cualquier deber para con las víctimas de la masacre. Teniendo en cuenta que gran parte de la plana mayor del PP ha sido citada a testificar por la defensa, es una lástima que el caso no sea competencia de la Audiencia Nacional, pues de haberle tocado a Bermúdez, su mujer podría haber escrito un libro con mucho más morbo político que éste con el que se han retratado ambos).

En nuestro periódico nunca defenderemos la libertad para injuriar o calumniar (acabamos, de hecho, de dejar constancia de cuál será siempre nuestra actitud ante ese tipo de inaceptables conductas).Pero los límites de tales delitos están tasados de forma estricta por la jurisprudencia y los actuales esfuerzos por ampliarlos sólo pueden llevar al empobrecimiento de nuestra calidad de vida democrática. Salvo casos verdaderamente extremos de imputaciones criminales, debe ser en los foros públicos y no en los tribunales donde los hombres públicos diriman las diferencias de interpretación de los hechos y de valoración de las personas, por acres o desagradables que sean. Y deben ser los lectores y los oyentes, y no un autonombrado sanedrín de guardianes de las buenas formas, los que pongan a cada periódico o emisora en el lugar que se merece. Defender la libertad de expresión de quien piensa como nosotros es sencillo, pero vale muy poco. Hacerlo cuando sientes que las palabras, ideas o modales del otro se te clavan en la espalda del amor propio como banderillas negras, es lo que tiene mérito y nos enriquece a todos.

Tocqueville reflexiona sobre la «ceguera» de las «clases acomodadas del antiguo régimen que tanto ayudaron a su propia ruina», pero se pregunta cómo podrían haber sido «iluminadas» sobre los peligros reales de la revolución que les amenazaba si todo ámbito de debate político había quedado bloqueado y la censura o autocensura yugulaban cualquier posibilidad de evaluación de riesgos. Sólo conociendo el veneno podremos llegar hasta el antídoto. Sólo abriendo la mano de la discusión hasta donde den de sí nuestros tendones, sólo aceptando la incomodidad de la discrepancia más antipática o molesta, sólo asumiendo que todos debemos acostumbrarnos a desayunar con elegancia nuestra correspondiente ración de sapos, mejorarán nuestras posibilidades de darnos cuenta a tiempo de los peligros que corren nuestra Constitución y nuestra democracia.

Porque todos los desastres que podamos ver aflorar mañana, están empezando a suceder ya hoy. Ésta es, al menos, la otra gran intuición de Tocqueville, en la que sin duda se habría reafirmado si, por ejemplo, hubiera conocido los libros de texto en los que tanto empeño se pone para que los niños y jóvenes actuales pasen a formar parte de ese creciente contingente que Madariaga definió como «los españoles que se creen no serlo».

Gracias Bernard-Henri, gracias Fernando, por seguir remando contra la corriente y seguir entendiendo la libertad como un todo indivisible. Y gracias a todos ustedes por acompañarnos en esta particular ceremonia del adiós a la que durante década y media ha sido nuestra casa. (Vitam impendere vero; allí donde vayamos, continuaremos honrando esta máxima de Juvenal que invita a consagrar la vida a la búsqueda de la verdad).

Éste es el texto de la intervención del director de EL MUNDO en la entrega de los Premios Internacionales de Periodismo que tuvo lugar el pasado lunes. Las acotaciones entre paréntesis han sido añadidas con posterioridad.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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