A mediados del mes pasado, el Instituto Reina Sofía de Nueva York me invitó a hacer, durante unos minutos, algo que haría gustosamente horas enteras: hablar de traducción y traductores. La ocasión era la ceremonia de entrega de un premio que el instituto organiza con la complicidad de otras entidades, y que distingue la mejor traducción hecha del español al inglés en Estados Unidos. Esta vez lo mereció —y es muy merecido— la traductora Charlotte Whittle, que puso en palabras inglesas El infinito en un junco, el bello libro de Irene Vallejo que habla, entre mil cosas distintas (y todas interesantes), de la importancia histórica de la traducción. Pues bien, siempre he creído en la pertinencia y aun la necesidad de cualquier manifestación que se nos ocurra para declarar públicamente nuestra gratitud hacia los traductores, y no me parece una exageración decir que todos ellos —y todas ellas: pues las mujeres son mayoría en este oficio— son autores de buena parte de lo que decimos cuando decimos: soy humano.
Permítanme que parta de una declaración de principios: si leemos y escribimos literatura, creo yo, es por un sentimiento de insatisfacción. No nos basta la vida que nos ha tocado; nos rebelamos contra el hecho de que la vida sea solo una, en el sentido de que no tenemos otra después de esta, pero también contra el confinamiento en una sola identidad, un solo lugar en el mundo, un único punto de vista desde el cual miraremos el mundo hasta la muerte. Esto es frustrante porque siempre queremos vivir y saber más: queremos tener otras vidas. La literatura es un remedio (imperfecto, pero no tenemos otro por el momento) para esas carencias; pues bien, la traducción lleva ese privilegio un paso más allá, y nos regala el acceso a vidas aún más diferentes, aún más alejadas, o salva el abismo que nos separa de esas vidas distantes. Por eso yo puedo decir que mi visión del mundo, mi moral, mi comprensión de lo que somos como seres humanos, ha sido moldeada por Homero y Tolstói, por Aristóteles y Chéjov, a pesar de que no hablo una sola palabra de griego o de ruso. A menudo he dicho que sin traducción no podría hablar de mi realidad colombiana, porque para ello necesito dos palabras que alguna vez fueron traducidas del griego: político e idiota. Ya ven ustedes: la traducción enriquece nuestra comprensión de la vida.
Durante varios años me gané la vida como traductor, y siempre he pensado que no hay mejor escuela para un aprendiz de escritor que la traducción literaria. La ecuación es muy sencilla: aprendemos a escribir leyendo, y los traductores son los mejores lectores del mundo. Un buen traductor entiende todos los efectos; como un buen imitador, puede hacer todas las voces. Un buen traductor también reconoce todos los atajos, todas las trampas, todos los trucos baratos, y esto, para el escritor traducido, es un acicate invaluable. (Más de una vez he trabajado una frase con sus traductoras en mente: para que sea mejor o más clara, o para que no sea perezosa ni autoindulgente: para que esté a la altura de su oficio y su talento). Por último, los traductores son los mejores detectives del error. Sus correos electrónicos me causan verdadero pánico, pues son la prueba tangible de que, por muchas veces que se corrija un manuscrito, siempre hay alguna falta que solo se hará visible —para enorme desesperanza del autor— con el libro ya publicado y en proceso de traducción. Pero Borges solía decir que su primera lectura del Quijote había sido en inglés, y que luego, cuando leyó el original en español, pensó que se trataba de una traducción mediocre. No sé por qué, pero esta anécdota me consuela.
El premio Queen Sofia, que así se llama en el país donde se da, distingue, como ya dije, una traducción del español al inglés. Nadie puede ser más consciente de la importancia de la traducción que un novelista latinoamericano, pues nuestra novela llegó a la mayoría de edad, por lo menos en parte, gracias a ciertos descubrimientos traducidos. García Márquez no habría escrito lo suyo si no hubiera descubierto La metamorfosis, de Kafka, o esa extraña anunciación del realismo mágico que es Orlando, de Virginia Woolf, o a Faulkner y a Hemingway y a Albert Camus: todos libros que leyó en traducción (y muchos publicados por la gran Victoria Ocampo, sobre la cual habría que hablar más en otro artículo). Lo mismo se puede decir en el sentido contrario: sin la traducción de Cien años de soledad por Gregory Rabassa, o sin las que hizo Norman Di Giovanni de la obra de Borges, toda una generación de novelistas norteamericanos sería más difícil de imaginar: me vienen a la mente Toni Morrison y John Barth. Pero también muchos otros: Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, es una novela admirable que sería inconcebible sin Crónica de una muerte anunciada.
Quiero decir que la traducción es, entre otras muchas cosas, un antídoto posible contra la cerrazón mental y la xenofobia del espíritu. La traducción amplía nuestro sentido de lo que son los seres humanos, de lo que dicen y piensan y sienten; también, de lo que el lenguaje le hace al mundo. Gregory Rabassa dice que el principio de incertidumbre de Heisenberg se aplica a la traducción: “Cada vez que llamamos pierre a una piedra”, escribe, “de alguna manera la hemos convertido en algo distinto de una stone o una Stein”. Y no sé a ustedes, pero a mí el hecho me parece francamente mágico. Hace muchos años hablé al respecto con Javier Marías, uno de los grandes novelistas-traductores de nuestra lengua —responsable de Tristram Shandy cuando tenía veintipocos años, y luego de obras de Conrad y de Isak Dinesen—, y me decía Marías que lo más misterioso de la traducción es la simple circunstancia de que la aceptemos. ¿Cómo puede un texto seguir siendo el mismo después de perder lo que lo ha hecho posible, que es el lenguaje? ¿Cómo podemos sentir que hemos leído a W. G. Sebald o a Thomas Bernhard los que no sabemos alemán, cuando ni una sola de las palabras que se encuentran en el texto traducido es decisión del autor? Leemos con la conciencia de que las palabras son de Miguel Sáenz, y sin embargo seguimos pensando: leo a Bernhard, leo a Sebald, leo a Joseph Roth.
Esto tiene un corolario: las buenas traducciones hacen desaparecer al traductor; las malas lo hacen visible. Tal vez sea cierto el lugar común que repetimos sin examinarlo, y los buenos traductores sean invisibles en la obra. Pero en cambio creo, y con toda convicción, que deben ser muy visibles, lo más posible, en nuestra sociedad de lectores. O de ciudadanos, sí, porque eso es también lo que indirectamente crean las traducciones, su presencia en nuestras sociedades o nuestro contacto sostenido con ellas. Así que es verdad: los nombres de los traductores deberían estar en la cubierta de los libros. Y es verdad: habría que pagarles mejor. Y es verdad: la industria, esta industria editorial que depende de ellos, debería empezar desde ya a protegerlos de los embates sin control de eso que llamamos inteligencia artificial, que muy bien puede ser el más grande paso atrás que hemos dado los seres humanos. Y nosotros, los lectores de literatura, tendríamos que darles las gracias a esas figuras invisibles, diciéndoles de vez en cuando que los vemos, que los reconocemos, que los apreciamos.
Juan Gabriel Vásquez es escritor.