Elogio de un gigante: J. M. Gil Robles

El descuido y desatención de los españoles por su historia y la consiguiente y bien lógica preterición por los extranjeros determinan fenómenos tan sorprendentes como el que D. J. Mª Gil Robles (1898-1980) no conste nunca en manuales y tratados entre los líderes que en la España del s. XX dirigieron grandes partidos por el número de sus afiliados y calidad de su organización y funcionamiento de signo democrático. Con sobrada razón, Alcides de Gasperi, Konrad Adenauer, Helmut Kohl, Guy Mollet destacan siempre en los libros sobre nuestro próximo pasado como personalidades de primera magnitud –«figuras de proa», en la sugestiva clasificación del gran orientalista francés R. Grousset–, en tiempos en que la política de masas era ya un hecho consumado y motriz de la vida pública occidental. En particular, en el periodo singularmente aborrascado de la segunda posguerra mundial algunos de los nombres antecitados concitaron toda suerte de esperanzas, al propio tiempo que seguridades para un porvenir cuajado de incertidumbres.

Ciertamente, José Mª Gil Robles, al contrario de los nombrados con anterioridad, no presidió ningún gobierno de ámbito nacional ni estuvo al frente de los destinos de la nación; pero sí rectoró con firme pulso el partido conservador más nutrido y mejor implementado de la historia española en una etapa especialmente tensionada y difícil. Con modulaciones y frecuentes pulsiones netamente centristas, la CEDA y su líder fueron ásperamente denostados en su época por adversarios situados en la unilateralidad y radicalismo a las veces más extremosos, tanto a la izquierda como a la derecha.

Tal crítica se mantuvo casi intacta y por los mismos sectores desde la Guerra Civil hasta el desolador y definitivo naufragio político del prócer democristiano, cuando se atalayaba ya con claro perfil el consolidamiento del Estado de Derecho y el régimen de libertades que constituyera el norte de su existencia a lo largo de una trayectoria plena de dignidad y noble ambición política, alejada sideralmente de cualquier corrupción o afán narcisista. En medio del más absoluto de los desvíos y la más pesarosa ingratitud, D. José María dio en esta hora del fracaso de su pretensión de formar parte del primer Parlamento de la Transición su última lección de demócrata de intachable pedigrí. Con evidente –y visible…– destrozo de su vida física e intelectual, su terebrante retirada a un hogar privado de la reconfortante presencia de su idolatrada mujer obedeció en todo al ritual más estricto de una hidalguía que el prohombre salmantino somatizara en la mansión paterna y a cuyos cánones rindió permanente culto.

El abajo firmante conoció al viejo león cedista en dicho trance –antes tuvo el privilegio de cartearse con él a propósito de la publicación de sus enjundiosas memorias– y quedó, en verdad, impresionado por la energía y vigor ciudadanos que aún se desprendía de sus recuerdos históricos y de sus juicios acerca de la espejeante navegación que había de arribar a la implantación de la concordia que felizmente, pese a sus fallos y deficiencias, implicó el sistema nacido de la gran Carta Magna de 1977. Un hombre al que jamás venciera la adversidad se mostraba satisfecho, cara a la muerte, de que, al margen de su peripecia personal, su país semejara desterrar para siempre la intransigencia y el fanatismo que tantas veces despeñaran su andadura por el pasado. Y, desaparecidos ya sus coetáneos como I. Prieto o Martínez Barrios que, como muchos otros «moderados», sufrieron los ataques implacables de sus mismos conmilitones por buscar alguna razón en las razones de sus opositores, él quedaba ya como único relevante testigo de un comportamiento que yermara los propósitos más sugestivos de una etapa, de otro lado, asaz dinámica y creativa como la de la Segunda República.

A lo largo del franquismo mantuvo idéntica actitud a lo largo de un exilio prolongado casi hasta su extinción. Hostigado de manera sañuda por el poderoso aparato propagandista dictatorial, alejado orgullosamente de sus correligionarios de la ACNP –de manera estridente, del mismo D. Ángel Herrera, ya arzobispo, y, de forma todavía más cerrada, de Alberto Martín Artajo, ministro de Exteriores entre 1945-57–, su condición de consejero de D. Juan de Borbón no entrañó mengua alguna de su independencia y talante combativo. El pretendiente encontró en él un colaborador infatigable y pugnaz en toda clase de escenarios en los que se discutía acerca de las ventajas para Occidente del restablecimiento de la monarquía alfonsina y de su imperiosa necesidad para devolver a España un régimen de verdadera y plenificante libertad. Pero más allá de esta titánica empresa, llevada a cabo con inteligencia y esfuerzo sobresalientes, Gil Robles no entró en las miles de intrigas que, con miras inevitablemente personales o faccionales, anidaron en Estoril como en todos las palestras políticas de ambientes a fortiori angostos y herméticos. Su carácter y biografía se lo impedían. Sería, a buen seguro, del mayor interés historiográfico saber con exactitud la posición del augusto exiliado frente a la conducta de su consejero; mas es muy probable que parte de sus rasgos le resultase atrayente.

Por fortuna –y es un dato más de su rica biografía– Gil Robles legó una literatura memorialística de este periodo sin posible cotejo ni rival en la España más reciente, en la que ninguno de los abanderados de sus grandes partidos dejaron escritos de tal naturaleza o similar; y cuando así lo hicieron, no puede en modo alguno considerarse que fuese una decisión acertada por la ausencia de las más elementales reglas del género. Sin embargo, de los numerosos textos gilroblianos en ese terreno no cabe inferir una expresa ratificación al supuesto mencionado. La discreción, la prudencia, la elegancia o cualquiera otra noble actitud de su lado quizá bloquearon su fácil pluma a confidencias o apreciaciones de dicha índole.

Una página más de la ejemplar vida de D. José Mª Gil Robles que futuros estudiosos habrán de investigar con acuidad y acribia para que quepa reconstruirla en todas condiciones. Algunos –no muchos– le han precedido por tan envidiable camino. Un gigante político de su talla exige una obra historiográficamente «canónica», a la manera de la que publicase nuestro inolvidable maestro D. Jesús Pabón acerca de otra figura cimera de la contemporaneidad hispana: F. Cambó (18761947). En su espera, un recuerdo desde las páginas del gran periódico con el que, a las veces, entablara nobles y empeñadas controversias, es tan obligado como gozoso.

José Manuel Cuenca Toribio, miembro de la Real Academia de Doctores de España.

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