Elogio del centralismo

Nureyev decía que debía existir una estrella y otros que dancen en torno a ella. Esa fascinación por el centralismo o, en su versión jurídica, por el derecho universal, superior a los derechos particulares, esa tarea unificadora del Derecho, se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos como un camino de retorno a la universalidad romana que configuró la civilización más asombrosa de la historia. El profesor Koschaker, aquel gran jurista alemán del pasado siglo, escribía: «Esta labor fue preparada por la ordenanza de Carlos VII, de Montils-les-Tours (1454), en la que se ordenaba con carácter obligatorio para toda Francia la consignación por escrito de las Coutumes, lo cual fue llevándose a efecto durante los siglos sucesivos. Sobre este fundamento los juristas franceses de los siglos XVI al XVIII construyeron el droit civil commun en conexión con el derecho Romano. La coutume de París redactada en 1510 y reformada en 1580, según Dumoulin, caput ommnium totius Galliae consuetudinum, fue considerada como modelo en esta tarea unificadora, lo mismo que la jurisprudencia del Parlamento de París». Y anota Koschaker la conocida manifestación de Loyseau (siglo XVIII) sobre el Parlamente de París, «qui nous a sauvé en France d´être cantonné et démembré comme en Italie et en Alemagne».

En España el conde-duque de Olivares pretendía algo parecido y tan sensato como la racionalización de la maquinaria imperial y desarrolló sus ideas en un memorial que presentó a Felipe IV en 1625, donde ya aparecía la idea de unificación que luego desarrollaron lúcidamente los Borbones. Pero Cataluña se aisló, y ni Olivares ni la Corona pudieron aplicar en el Principado la Unión de Armas, convirtiéndose el territorio catalán ya entonces en un problema político, no solamente fiscal. Un problema político que adquirió insospechada dimensión con la revuelta de los «segadors» que asaltaron la ciudad de Barcelona y cazaron, literalmente, como animales al virrey y a los jueces reales cuando trataban de huir. El canónigo de Urgell, Pau Claris, miembro de la Diputació, llamó entonces a la resistencia contra el Reino, terminando Cataluña por someterse a la soberanía del rey de Francia, hasta que fue recuperada por las tropas de Felipe IV, que entraron por Monzón y Lérida. La sustitución de Felipe IV de España por Luis XIII de Francia fue catastrófica para Cataluña. Lynch, en su obra «España bajo los Austrias», sostiene que esa modificación de soberanía no solucionó ningún problema de Cataluña y todas las quejas que los catalanes formulaban contra Castilla se volvieron hacia Francia, franceses que ciertamente acabaron hartos de los permanentes quejosos, y, por fin, doce años después de 1640, Cataluña volvió a aceptar la soberanía de Felipe IV. Contra España, parafraseando a Vázquez Montalbán, en el siglo XVII también se vivía mejor. El resultado fue la irreparable pérdida para España del Rosellón y Conflent.

En el siglo XVIII, con Felipe V, comienza el progreso de Cataluña tras el Decreto de Nueva Planta, una ley universal y unificadora al estilo del Parlamento de París, que iguala jurídicamente, es decir políticamente, el Principado al resto de los territorios y posibilitó, años más tarde, la apertura del comercio de los catalanes con América reinando Carlos III. En ese siglo fue tal el fervor que se sintió en Cataluña por la Corona de España que las más destacadas figuras de la intelectualidad (Dou, Finestres, Capmany) dedicaron encendidos elogios a la dinastía borbónica. Y aunque Ferrán Soldevilla, el historiador catalán, se duela profundamente de los comentarios de Capmany, la realidad, romanticismo aparte, es la que fue: en esta época de gran centralismo Cataluña progresó de una forma antes inimaginable.

Durante el siglo XIX la intelectualidad catalana se rebela contra la España exhausta que salta de guerra civil en guerra civil y contra esa concepción nacionalista que no es capaz de llevar a la práctica el gran proyecto político canovista; se rebela, en suma, contra una España que se comenzaba a construir, pero que se refocila en las desgracias de su Historia. Quizá sea esa la raíz y la explicación de por qué los catalanes, ahora ricos, se desinteresan de España y les parece la capital del Reino, en el mejor de los casos, un lugar lleno de exotismo, para ir de visita de vez en cuando. El poema, citado hasta la saciedad, de Maragall la «Oda a España» sería un canto último, o epitafio desesperado, hacia alguien al que se ha amado mucho y con quien ya no es posible —o no se quiere, porque se ha hecho vieja y pobre— convivir. No he leído un solo escritor de la Generación del 98 —Ganivet, Unamuno, Valle-Inclán, Maeztu, Azorín, Baroja, los Machado, y Ortega— que hable con admiración de España. «Me duele España», afirmaba Unamuno como si nuestra Nación fuese una enfermedad. Incluso la frase de que «es español el que no puede ser otra cosa» es del propio Cánovas. Y Ortega, en su desolador ensayo «La España invertebrada», afirma que «la Historia de España entera, y salvo fugaces jornadas, ha sido la Historia de una decadencia».

En este panorama patético de España surge el movimiento catalanista en sus distintas acepciones políticas, que a partir de entonces será lo que determine las relaciones entre Cataluña y el Estado. Ese mismo catalanismo, que también fue determinante de forma lúcida y constructiva en el debate constitucional de 1978, constituye un movimiento socio-cultural (y por lo tanto político) que parte del siglo XIX como consecuencia de la descomposición de España. Catalanismo que se forma con base a distintos ingredientes sintetizados por Pabón en cuatro corrientes que confluyen en su gestación: el proteccionismo económico; el federalismo con su doble vertiente, la de Pi y Margall y la del particularismo, preferentemente catalán, de Valentí Almirall; el tradicionalismo con la recuperación del romanticismo (Duran i Bas en lo jurídico, Balmes y Torras i Bages en lo religioso y Estelric en lo intelectual); y el renacimiento cultural basado en la recuperación de la lengua.

Si, como decía Gil de Biedma, la Historia de España es una Historia que acaba mal, la de la Cataluña contemporánea no sabemos cómo acabará. Que termine bien o mal, y no se convierta esa quiebra que siempre ha existido con el Estado en una sima insuperable, dependerá de la responsabilidad de quienes tienen en sus manos el poder político. Estoy convencido de que muchas de las ideas que he plasmado en estas notas son fácilmente refutables, incluso es posible que me haya equivocado en la construcción de parte de ellas. Pero de lo que no tengo la menor duda es de que existe esa fractura y no es de ahora, sino que procede de la Edad Media, fractura que solo ha sido soldada temporalmente cuando Cataluña ha progresado económicamente, y progresó en la Edad Media durante el gran proyecto de reconquista peninsular, de Norte a Sur, y paralelo al de Castilla; en el siglo XVIII, cuando se participa en el gran proyecto español ilustrado iniciado por Carlos III y que abre para Cataluña el comercio con América; y, mal que les pese a quienes quieren olvidar la historia, durante el franquismo, en cuya época se protegieron los intereses de Cataluña y se completó el ideal de Cambó de igualar España económicamente a Cataluña. Con el nacionalismo, en cambio, Cataluña ha padecido una notoria decadencia cultural y, como consecuencia, económica.

Por Jorge Trías Sagnier, abogado.

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