Elogio del ilusionismo

Mi condiscípulo y amigo Ramón Mayrata ha dedicado buena parte de su vida al estudio de la magia en su acepción más lúdica, es decir, una magia perteneciente a la órbita del espectáculo, entendida como un juego de habilidades que despliega su capacidad seductora ante un público entregado con armas y bagajes a la Ilusión, su diosa bienamada. La palabra ‘ilusión’ procede del latín ‘illusio’, que a su vez deriva de ‘illusus’, participio del verbo ‘illudere’, ‘engañar’. De manera que toda ilusión es un engaño, pero si se trata de una ‘ilusión’ relacionada con esa magia amable e incapaz de hacer daño que es el ilusionismo, el engaño se convierte en alegre estupefacción, en pasmo gozoso para el espectador, que ha pagado una entrada para ser engañado, y que solo si el mago o ilusionista lo consigue sentirá que esa ‘paideia’ de continuos engaños que lo ha maleducado tendrá un final feliz.

Recuerdo con nitidez el título y hasta el formato del primer libro que Ramón Mayrata consagró al tema: ‘Por arte de magia’ se llamaba: una auténtica delicia para el lector. Después vinieron otros, algunos escritos en colaboración con magos tan televisivos y archifamosos como Juan Tamariz. Los libros que refieren su contenido a la historia del ilusionismo suelen ser muy entretenidos y no revelan nunca ninguno de los secretos, mayores o menores, que encierra ese mundo fantástico, fundamentado en el engaño, que es la magia de salón. Existe -eso sí, aparte, inserta en líneas de distribución más o menos ocultas y reservadas- una bibliografía ‘ad hoc’ para profesionales que sí instruyen e informan de los procedimientos para engañar con mayor destreza y con la acostumbrada impunidad.

No hay que olvidar que el ya citado verbo ‘illudere’ no es más que un compuesto del prefijo ‘in’ y el verbo ‘ludere’, y que ‘ludere’ equivale a nuestro ‘jugar’, con lo que queda claro, al menos desde un punto de vista etimológico, que en ilusionismo de lo que se trata es de jugar. Y jugar es llevar a cabo una de las actividades que mejor definen y caracterizan a nuestra especie, como saben todos los que han leído ‘Homo ludens’, el formidable ensayo del holandés Huizinga publicado en 1938, tan solo un año antes de que el juego se convirtiera en muerte sin dejar de ser juego -de tablero y de fichas- a raíz del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

En los últimos tiempos he hecho amistad con un mago estupendo, Joe Monty, al que he visto actuar en diez o doce ocasiones sin que en ninguna de ellas me haya dado motivo para mantener cerrada la boca, que tuve permanentemente abierta de principio a fin de cada espectáculo. Hay muchos tipos de magia, ciñéndonos siempre al tipo de magia ilusionista de la que estamos hablando: magia de salón ‘stricto sensu’, con sus cuerdas, sus anillos y sus pañuelos; magia de cerca o micromagia, con sus naipes, monedas, billetes u otras cosas de pequeño tamaño; magia de escena, donde se desarrollan los acuchillamientos y desapariciones; magia que extrae palomas y conejos de chisteras dignas de Fred Astaire; la que se ha dado en llamar mentalismo y puede superar cualquier límite, pues la mente nunca descansa; la materia mítica del escapismo, donde tanto brilló el gran Houdini (debelador activo, por cierto, de todos aquellos que evitaban motejar de juego engañoso al ilusionismo y preferían acudir a razones preternaturales a la hora de explicar lo que se les antojaba inexplicable). En cualquiera de esos subtipos descuella mi amigo Joe Monty.

Y yo siempre le hablo de ‘Mandrake the Magician’, el maravilloso personaje de cómics que empezó a publicarse en 1934 y dibujó Phil Davis con guiones de su creador, el gran Lee Falk, padre también de ‘El Hombre Enmascarado’, llamado en Estados Unidos ‘The Phantom’. Y le amargo la vida contándole ‘ad nauseam’ mis aventuras favoritas de Mandrake, y cómo Fellini iba a filmar un Mandrake en la pantalla grande con Marcello Mastroianni como protagonista, y cómo era de guapa y de sexy la princesa Narda, y qué nobleza y poderío destilaba Lothar, un personaje que por sus invulnerabilidades más parecía un superhéroe ‘avant la lettre’ que lo que en realidad era: el Príncipe de las Siete Naciones, una floreciente federación de tribus de la jungla africana. Ilusionismo y tiras cómicas de los periódicos norteamericanos de preguerra y posguerra: consorcio inolvidable para quienes amamos las magias respectivas del ilusionismo y de los tebeos antiguos.

Yo creo que fue la lectura asidua de ‘Mandrake’ lo que me condujo a pensar que los Reyes Magos fueron, antes que reyes, magos venidos de una Persia donde había exceso de magos, lo que propiciaba su exilio a países más o menos limítrofes. Con ello, el bueno de Zoroastro aportaba su inmenso caudal avéstico a los amables y divertidos conceptos fundacionales del ilusionismo recreativo y teatral de los últimos siglos, a quien debo esta página. Sin embargo, aquella aportación de magos persas (con gorro frigio incluido) al ilusionismo ‘light’ de mis entretelas me hizo pensar si detrás de todos los magos, de los que venían de Oriente y de los que habían nacido en Nueva York o en París y habían adoptado nombres exóticos impronunciables, de todos, no habrá un Mago, un único Mago con M mayúscula, un todopoderoso Mago que presida a los demás magos y, de paso, a todos nosotros. Un Mago que con su varita apunte al corazón del mundo para que la partida que empieza el mismo día de nuestra llegada se haga más confortable. Un Mago que con un solo gesto, con una sola Palabra florecida en milagro, consuele al afligido y acoja al justo en su regazo. Un Mago que traslade su Palabra al confín último del cielo, donde las sombras ya no existen y reina una luz tibia que baña el universo, y que allí nos revele todos los secretos posibles. Ante la perentoria necesidad de que ese Mago exista, soñé una oración en alejandrinos que otro día les canto o les cuento.

Luis Alberto de Cuenca es miembro de la Real Academia de la Historia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *