Elogio del mate

Un pescador toma mate frente a la base naval argentina en Mar del Plata, el 21 de noviembre de 2017. Credit Eitan Abramovich/Agence France-Presse -- Getty Images
Un pescador toma mate frente a la base naval argentina en Mar del Plata, el 21 de noviembre de 2017. Credit Eitan Abramovich/Agence France-Presse -- Getty Images

Esa mujer no tendría que haberse metido con el mate. Los argentinos aceptan tanta crítica y tanta descalificación –pero que nadie joda con el mate–. Por eso, hace unos días, el exabrupto de esa mujer sacudió las famosas redes sociales como no se veía hacía tiempo.

Cinthia Solange Dhers es una cirujana de 53 años que le mandó a una amiga un audio de WhatsApp donde se quejaba de que los vecinos de su nuevo piso de Nordelta, un barrio cerrado pretencioso del Gran Buenos Aires, eran “bestias que no tienen educación, que gritan y toman mate como si estuvieran en la playa Bristol de Mar del Plata”. Y que hablan fuerte, que sueltan a sus perros, que contrarían su “estética moral”. Alguien filtró el audio y se volvió viral: unos días después millones de argentinos lo habían oído, burlado, condenado.

La reacción fue abrumadora. Los que argumentaban que no era justo escuchar y discutir un mensaje privado de WhatsApp no fueron escuchados: la jauría se lanzó al ataque. La intolerancia fue el arma más usada contra la intolerancia, la descalificación contra la descalificación y, de pronto, la célebre grieta argentina no fue política sino social: ya no se discutían posiciones partidarias sino costumbres personales, prácticas culturales, pertenencia económica. Pero nada habría sido tan grave si la señora no hubiera atacado nuestra idiosincrasia: somos, antes que nada, tomadores de mate. Lo hizo, y en un par de días asociaciones varias organizaron “mateadas” masivas en los lugares denostados; miles de personas las protagonizaron con ardor justiciero, vengador. La señora, condensada como “La Cheta de Nordelta”, se volvió la víctima propiciatoria de la gran ceremonia en que terminamos de consagrar la santidad del mate.

El mate es un fenómeno extraño. Lleva milenios en el sur de América del Sur: lo tomaban esos indios guaraníes que, después, los jesuitas pusieron a trabajar en su cosecha. Se difundió en esa región: Argentina, Paraguay, Uruguay, los bajos del Brasil y nada más. Quedan, en el mundo, muy pocas comidas –muy pocas costumbres– locales. La consigna ahora es globalización o muerte: lo que no se globaliza se disuelve en el aire de los tiempos.

La globalización es, sobre todo, el proceso de unificación cultural más extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos escuchamos la misma música, bebemos las mismas aguas con burbujas, comemos las mismas tortas de carne picada dentro de un pan blando, vestimos el mismo raro invento germano de dos tubos de tela unidos en una de las puntas. Por eso es tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que nadie más practica. A los habitantes de la cuenca del río Paraná nos gusta chupar un fierro calentito para que el agua que ponemos en un zapallo vaciado y agujereado salga con gusto a una yerba que le metemos dentro: un líquido amargo que nadie más entiende, un rito de compartir que no comparte nadie.

Elogio del mate

El mate es uno de esos escasos usos que contrarían la lógica capitalista: ni se expande ni muere sino todo lo contrario. Y claro que intentaron difundirlo. La yerba mate tiene todo lo que necesita un producto en estos días para crear su mito: una historia aborigen, un origen lejano y natural, propiedades orgánicas, un manto de misterio, el gusto transgresor. Pero nunca funcionó: quizá sea por su sabor difícil de integrar o su consumo en grupo –una misma bombilla para todos– que a muchos les da asquito. Y no por eso dejó de crecer en sus lugares.

En la Argentina, sin ir más lejos, se expandió tanto en las últimas décadas. Hace medio siglo solo lo tomaban los pobres urbanos y la gente de campo. En una novela sobre los años treinta que ha circulado poco, Todo por la patria, un aristócrata argentino –con perdón– dice que “es una plaga, una auténtica plaga. Y pretenden hacer de semejante brebaje la bebida patria. Pero ¡por Dios! Imagínese qué patria vamos a hacer con esa bebida”. Ahora, en cambio, se lo encuentra en todas las casas, todas las oficinas, todas las clases. Hace poco me preguntaron cuál era el mayor cambio que había visto en mis cuarenta años de periodismo y lo expliqué así: que cuando empecé todos los periodistas guardaban en el tercer cajón del escritorio una botella de ginebra; ahora, en cambio, todos guardan la yerba y el termo.

El mate se ha impuesto en todos los sectores: pobres y ricos lo toman. La diferencia principal es, como con tantas otras cosas, que unos lo hacen en público y otros en privado. A veces, los más pobres lo toman con azúcar, para que “llene más”. Y, en general, el hecho de que los más ricos lo aceptaran forma parte de una “plebeyización” general de sus costumbres: si hace treinta años entusiasmarse por el fútbol o bailar cumbia o tomar mate los ponía definitivamente out en la escena social, lo fueron adoptando y ahora lo hacen, como quien se apodera. Pero claro, dentro de un orden, que los vecinos de Nordelta, según la señora quejosa, habían quebrado, convirtiendo el ritual apropiado en “pura grasa”.

Aun así su ataque fue excesivo y puso en evidencia la fuerza de ese lugar común, el mate. El amargo de la yerba, el calor de la bombilla, el ruido de sorber y la costumbre de compartir lo vuelven entrañable. Y extrañable: pocas cosas más reconfortantes, para el rioplatense distante, que encontrarse allá lejos con alguien que le convide un mate, que lo identifique. Tanto que preferimos no recordar que en la provincia de Misiones, donde se cultiva el 60 por ciento de la yerba del mundo –unas 770.000 toneladas anuales–, los “tareferos” peones cosecheros suelen empezar a trabajar a los 4 años, no van a la escuela, no tienen agua potable ni letrinas, hacen jornadas de doce horas bajo el sol, viven en la pobreza, mueren jóvenes.

El mate define a quienes lo toman: somos pocos, somos caprichosos, nos permitimos esa pequeña diferencia. Pero también nos reúne y recoloca: ante el mate da igual ser argentino o ser gaucho o paraguayo o uruguayo. Es curioso cuando un rito viejo se carga las fronteras nuevas. Es curioso cuando una identidad cultural es atacada: no se deja, contesta, se defiende. La Argentina, que ha soportado y soporta tantas cosas, no permitió que una señora pretenciosa despreciara el mate.

Martín Caparrós es un periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría. Vive en España, es colaborador regular de The New York Times en Español y reconocido recientemente con el premio María Moors Cabot de periodismo 2017.

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