«Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas». La Ciudad, que Quevedo sabe ausente, fue imperio, universo casi. Fue. Y en eso cifra el poeta su verdad ambigua: la de haber sido, la de no ser, por tanto. Haber sido en el territorio de leyendas bien trabadas que llamamos historia. Mas Quevedo es lector de San Agustín. Y no puede eludir la endemoniada paradoja que hace, en Las confesiones, del pasado entidad monstruosa que se escurre entre nuestros dedos. Decir qué es lo que fue es formular un imposible: «Pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro no lo es todavía?». Decir qué es lo que fue resulta un manifiesto abuso de los tiempos verbales.
El contrasentido deja atónito al obispo de Hipona, porque afecta a lo más grave: el correr de las horas. «Pero ¿qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero, si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Para sortear esa aporía, tejen los hombres una tupida malla de leyendas fundacionales donde reconocerse. Sin esa malla protectora, su presente naufragaría en el sinsentido. Con suerte, aciertan, acertamos, a llamar a eso historia y revestirlo con el barniz discreto de lo muy venerable. Lo que fue, lo que fuimos, aquello que soñamos que seremos, es lo único precioso que tenemos, el precario patrimonio que salvamos en la tempestad del tiempo. Decirlo, fatalmente, nos pone solo ante cenizas.
«Buscas en Roma a Roma…». Pero eso que tú ahora buscas es lo perdido, lo que sólo está ya en las bibliotecas. Ni siquiera en las ruinas, que son solo espectáculo en el cual pone el espectador sus propias fantasías: así, en aquella Atenas que nunca fue del mármol y de la geometría blanca que nosotros soñamos, aunque la Grecia de todas nuestras emociones y leyendas estéticas perdure –es lo que importa– en ese puro mármol siempre, y aunque los abigarrados colores en los cuales cifraban los atenienses el esplendor de sus templos no tengan resonancia para nosotros; pero sería necio no saberlo, y peor que necio negarse a aceptarlo. Cada generación rehace, en las normas de su propio imaginario, todos los imaginarios que su memoria hace presentes.
Lo perdido, eso que solo vio en las bibliotecas –y en ellas siempre por fragmento y enigma–, se llamó, para Quevedo, España. España en el pasado del poeta que construye su leyenda literaria, porque sólo al alzar el monumento de lo sido es posible dar nombre al ser que deseamos. Y que, entonces, en el instante mismo de ir a pronunciarlo, se nos trueca en neblina. Buscas en España a España. No la encuentras. Y Quevedo pone en marcha la relojería de mitos e ilusiones rotas en las cuales lo español nace como literatura. Puede que no haya otra clave del Barroco –el Barroco es, en rigor, España–: nada es más español que el vertiginoso punto de fuga en el cual eso a lo que llamamos «España» se nos escurre entre los dedos y acaba por dejar en el imaginario herido el acre regusto de una pasión fallida y tan cercana a un rechazo: ser español es negar a España en su presente; y añorarla en su tiempo legendario. Eso hace de nuestra identidad, más que un enigma, una red de antagonismos, de luchas con el ángel de la historia, en cuyo espejo no aceptamos reconocernos. Nada es más español que ese rechazo de lo español que existe. Late en él una pasión excesiva y un anhelo de absoluto, en nada muy distintos de los que antagonizan –sobre el tópico amoroso– los versos de una monja española en el epicentro de la Nueva España: «Pues padezco en querer y en ser querida».
Ese «dolor de España», por decirlo con el tópico del 98, o más bien ese trocar en amor el dolor de España, es la verdad intemporal que nos construye –que nos constituye– en pueblo de la paradoja, en nación trágica. Y, como la desgarrada amante de los sonetos de Sor Juana Inés de la Cruz, la antagónica identidad de lo español está exhibida, antes que en nada, en su anhelo de no ser, de aniquilarse, de ser ceniza sólo en el vendaval despiadado de la historia, en la ebriedad de un caer sin fin en el vacío: «Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me sigue, dejo ingrata; / constante adoro a quien mi amor maltrata; / maltrato a quien mi amor busca constante…/ Triunfante quiero ver al que me mata, / y mato al que me quiere ver triunfante». Los ilustrados españoles, desde su exilio francés, bien pudieron evocar, con un escalofrío, a la monja mexicana al confrontarse a un pueblo que ciñe en torno al propio cuello los arneses del carruaje que trae de regreso al rey felón Fernando VII. Es la tragedia española. Habrá de repetirse.
Pero también en esa angustia del amor que eleva solo destruyendo nos turba la grandeza de esto que, casi furtivos, llamamos «lo español». Y hay que avenirse a pagar el precio de esa desmesura: la tragedia a la cual hemos llamado España es la tragedia de cuantos de España tomamos nombre. Ser español es, de la manera más honda, el deseo imposible de no haberlo sido. Así, en Quevedo. Así, en nosotros. La patria es sólo verdadera en su añoranza. Su forma literaria es la elegía. Y no conoce más elogio noble que el de la diatriba.
La España que el Barroco inventa nace cargada con una intransigencia de verdad muy difícil de ser vivida: el resplandor imperial, aun en su cénit, se empecina en no ceder al engaño, y en decirse apenas máscara de sombras: «El oro miente en la ceniza fría». Se requiere una fortaleza de espíritu en el límite de lo inhumano para atrincherarse en ese glacial territorio y, en medio del esplendor, cantar el solo pospuesto abismo.
«Miré los muros de la patria mía…». En esa melancolía de fortalezas roídas por el tiempo, se dice el drama del ser español. Y hay en él aquella hondura de lo irremediable en la cual los griegos cifraron la esencia de lo trágico: no lo bueno ni lo malo; lo insoluble, el estupor de vivir en los dos polos del antagonismo. Los atenienses definían eso como un pasmo ante las preguntas que ninguno sabría eludir y para las cuales no existe respuesta que no pueda y deba ser contradicha. Y de ello forjaron lo que un día habría de llamarse metafísica. Lo vivo está en el ser y el no ser al tiempo, y nuestra tan arrogante identidad no es otra cosa que derrota, en el doble sentido del vocablo castellano: vagar del navío desarbolado, perecer del soldado roto.
El pensar español, que en esa quevediana evocación de muros deshechos nace, es meditación estoica sobre la herida del tiempo. Algo que ni el resplandor de nuestro más alto vuelo logra ocultar: el tiempo nos mata, aun el tiempo de nuestras horas más felices es dolencia al cabo de la cual caeremos, «de la carrera de la edad cansados». Así, el combate por ser da siempre en nada. Así, en el final terceto que cierra su derrota, el combatiente sabrá «vencida de la edad» su espada. Y no hallará ya «cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte». Ser español es la angustia de serlo. Y de no serlo. Ver desmoronarse la identidad propia. Y amar –y saber cuán paradójicamente amamos– esa constituyente orfandad en la cual tan sólo somos libres: «Amo la vida con saber que es muerte».
Cada instante, que es nada, pone en pie, al saberse nada, un absoluto. Decir España es decir nosotros: «Nada que, siendo, es poco, y será nada / en poco tiempo», materia efímera en el río heraclíteo. «Buscas en Roma a Roma». No la encuentras. Esa Roma que es tu España está en otro lugar: el de los sueños, que catalogan los anaqueles de tu biblioteca. Su eternidad es la cicatriz de lo fugaz en tu memoria. Nada en ella es grandioso. Salvo el saber decir que no lo es nada. «Huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura».
Gabriel Albiac, filósofo y escritor.
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Una vez más se comprueba que ALBIAC es un idealista del logos del Espíritu del Idealismo prusiano mal que le pese. No hay ni rastro ni de historia ni de materialismo ¡y mucho menos de materialismo político de la praxis colectiva de una comunidad que pudiera llegar a ser si lucha por perseverar en la construcción de eso que todavía no existe ni llega a nacer aún! La pregunta radical es por qué España es un invento barroco. Quién la crea y quiénes la recrean. Si eso fuera así habrá que investigarlo, pues, a lo peor, está ahí el duelo de la tragedia española. Una nación de naciones compuesta de manera bélica en un Imperio caótico, injusto, antimoderno, criminal y miserable.