Elucubraciones de un casado

Según se desprende de los datos ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística, durante el año 2005, en España se contabilizaron 72.848 divorcios, un 42,91% más que el año anterior. Del total, destacan las habidas entre parejas que llevaban casadas menos de cinco años, mientras que el 27% de los cónyuges que decidió poner punto y final a su relación había dado el ceremonioso sí quiero hace 20 años o más.

Ante esas cifras, parece evidente que la institución matrimonial atraviesa serios problemas de estabilidad. En estos días que tanto se habla de la alergia de primavera, un mal que puede mandarte al otro barrio, paralelamente podría diagnosticarse una gripe de matrimonios que, en mi modesta y cautelosa opinión, también es grave y hasta llega a matarte, aunque sólo sea de hastío. El matrimonio tiene sus partidarios y sus detractores y en esto, como en todo, cada cual habla de la feria según le va. En todo caso, creo que resulta peligrosa la sola pretensión de querer alcanzar conclusiones demasiado concretas. Esta posición es la que me propongo adoptar, puesto que aspiro a escribir en abstracto y rodeado de las necesarias precauciones.

Confieso que nunca he logrado entender muy bien qué cosa es el matrimonio. Lo que sí sé es que es una institución imperfecta, aunque no en el extremo que lo hace Simone de Beauvoir cuando lo define como algo originariamente pervertido. Más cerca estoy de Balzac cuando dice que es el pacto que une a dos seres que no se conocen. No iba descaminado el maestro y se me ocurre que esa ignorancia puede ser el explosivo que tan a menudo hace saltar a la institución por los aires. Alguien muy escarmentado me dijo que el matrimonio era para él la unión, por vínculos extraños a la sangre, a una señora con la que convivía bajo un mismo techo y que empleaba sus mejores energías para odiarle. «¡Qué horror!», exclamaba mi paisano. «¿Cómo es posible vivir 32 años seguidos con una individua que ni siquiera es de la familia?».

Quizá la respuesta esté en el pensamiento de Kierkegaard cuando expresa la necesidad que siente el hombre de estar permanentemente haciendo la puñeta al prójimo o a la prójima. Existen matrimonios en los que -tal vez para combatir el cansancio- sus componentes se entretienen en el insano deporte de fastidiarse con aplicada reciprocidad. Hay cónyuges muy cargantes y también muy propensos a organizar un cisco por cualquier minucia. Con las fuerzas que se desperdician en absurdas discusiones sobre, verbigracia, la nueva tapicería del sofá, o el lugar de veraneo, o el mando de la televisión o a propósito del Partido Popular o del Partido Socialista, creo que se podría poner en marcha una central nuclear.

La verdad es que buena prensa, lo que se dice buena prensa, el matrimonio jamás la tuvo. Ahora está pasando por malos momentos, sí, pero hubo épocas en las que no los pasó mejores. Pero, ¿de quién es la culpa? Yo considero, en tesis orteguiana, que del hombre y sus circunstancias. En su Historia del matrimonio, Stephanie Coontz escribe que la institución «se está tornando más opcional y más frágil». Durante mucho tiempo, el casorio permaneció estancado, sin saber evolucionar y, en consecuencia, se quedó atrás, sin acertar con su zigzagueante camino y con el sustento de nociones carentes del menor sentido. Me refiero al artificial sometimiento de la mujer al marido, a la infalibilidad del macho, al dulce hogar y a otros no pocos tópicos y no menores disparates. Cuando estos presupuestos se revisan y ponen al día, es cuando el matrimonio recobra la plasticidad necesaria. Naturalmente, no estoy hablando de revolución, sino de renovación. A mi modo de ver, quienes han de vivir bajo un mismo techo deben esforzarse en ser compañeros sin renunciar a las propias peculiaridades y mucho menos sin pretender que el uno sea calco del otro.

El matrimonio se fundamenta en la participación y en la solidaridad, no en el sentido de propiedad que algunos cónyuges tienen de él. Cuando alguien dice «mi matrimonio» no siempre piensa en aquél del que forma parte, sino en el que considera de exclusiva pertenencia. Precisamente, una de las claves para entender el fenómeno es el cambiante rol de la mujer. Hoy en día, la figura del hombre, primero como conquistador y luego como pilar financiero de la familia, ha desaparecido y la mujer ha asumido cómodamente ambos papeles.

La tendencia divorcista alcista demuestra -también y sobre todo- que la influencia de los principios morales y valores religiosos que antes fortalecían el vínculo matrimonial, se está quebrando. Mientras las principales religiones insisten en considerar al matrimonio como una alianza forjada ante los ojos de Dios, la mayor tolerancia social y la aprobación de leyes que otorgan a la mera unión de hecho un valor similar al matrimonio han traído como resultado la pérdida de relevancia de esta institución. Tan es así que hasta el Tribunal de la Rota Romana parece que ha ensanchando la manga a la hora de invalidar matrimonios.

Según cuenta Irene Hernández Velasco -véase EL MUNDO de 04/02/07-, los santos y sabios tribunales eclesiásticos están admitiendo las causas más extravagantes de nulidad. La queja del marido de que su mujer, desde que es madre, ya no se arregla y deambula por la casa despeinada y en bata, o que tiene una suegra marimandona y entrometida, pueden ser motivos perfectamente válidos para anular un matrimonio celebrado ante la Iglesia. Y qué decir del caso de una pareja a cuya unión matrimonial la institución eclesiástica puso fin después de probar que habían aceptado contraer nupcias porque el abuelo de la novia les había prometido un mes de vacaciones si se convertían en marido y mujer. O de lo estrambótico de ese matrimonio anulado por incumplimiento del pacto ritual «te tomo como esposa y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad... a condición de que dejes de fumar». Mal se vería la situación cuando, durante la apertura del año judicial vaticano, Benedicto XVI hizo un llamamiento a los jueces para que fueran más duros a la hora de decretar anulaciones matrimoniales.

En la quiebra del matrimonio pueden influir muchas cosas. Las diferentes costumbres, el tedio, el sistema nervioso, la educación, el nivel económico. También puede ser que a uno de los dos -o a los dos a la vez- le dé por sacar los pies del tiesto. Supongo que el lector ya sabe lo que quiero decir. Lo importante es tener mucho cuidado y verlas venir. A veces, la vida del matrimonio es como la polilla y le sucede lo que al abrigo: lo cuelgas en el armario y en cuanto le pasan unos cuantos años por encima, se te cae a tiras. En el matrimonio casi todo se transforma. Lo que pasa es que casi nadie se da cuenta del cambio hasta que ya es tarde para desandar lo andado. De pronto, la situación es irreversible y no tiene vuelta atrás. A los matrimonios les sucede como a los hospitales, los juzgados o las prisiones, que cuando envejecen, sino se les ha mantenido con un programa de conservación y se les ha hecho un lavado de cara, ya no sirven; aunque en buen número de supuestos, como los cónyuges se han cobrado recíproco cariño, lo que procede es seguir hasta el final, que no es otro que la esquela del periódico.

Ahora bien, claro que hay matrimonios felices. Yo, sin ir más lejos, conozco bastantes. Creo que es justo y necesario destacarlo. No porque ellos lo pretendan, sino porque lo necesita la sociedad y, muy en especial, las nuevas parejas. Miguel Delibes, que se casó en 1946 y se quedó viudo a los 26 años de matrimonio, no hace mucho declaraba que «el cariño, quizá no la pasión, ayuda a mantener vivo el amor, y que un enemigo del matrimonio es la reiteración». Por ello, afirmaba, «he procurado no repetirme».

Termino con la advertencia de que mis palabras no han estado dedicadas a los cónyuges o no cónyuges que han decidido dejar de vivir juntos y prefieren tirar cada uno por su lado, sino, de manera muy precisa, a dos amigos que, después de un primer bache y tras un periodo de unión a prueba desde hace 20 años, han decidido casarse como Dios manda, aunque, conforme está el panorama, no parece que Dios Nuestro Señor sea tan casamentero como algunos dicen.

A ella y a él -los nombres poco importan- vaya, si leen estas sentidas y sinceras palabras, mi mayor cariño y no menor admiración. Ambos, después de darnos a todos una lección y una razón de amor, se aprestan a seguir amándose durante el tiempo que duren, porque parecen seguir a pies juntillas las reglas para un matrimonio exitoso que ofrece el rabino Zelin Pliskin en su libro Las puertas de la felicidad. Y es que las dificultades matrimoniales pueden ser de diferentes tipos, pero todas desembocan al final en un problema de amor. O sea, que a disculpar sin límites, a creer sin límites, a esperar sin límites y a aguantar sin límites.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.