Embriagando a Mitrofán

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 29/10/06):

El 14 de noviembre de 1902 el presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt -Teddy no sólo para sus amigos, sino también para la opinión pública galvanizada por primera vez en la Historia por la yellow press- estaba a punto de culminar su quinta y exasperante jornada baldía de caza en Misisipí, cuando ocurrió algo de inesperadas consecuencias para la cultura popular del siglo XX.

Catorce meses antes, el asesinato de McKinley había convertido al vicepresidente Roosevelt en el inquilino más joven de la Casa Blanca. A los 42 años el coronel Roosevelt tenía ya una brillante hoja de servicios como héroe militar y gobernador de Nueva York. Era un hombre extrovertido, amante del ejercicio físico y de las emociones fuertes. Puesto que su Partido Republicano -ya entonces el Great Old Party- había mantenido en las elecciones legislativas de aquel noviembre su hegemonía en ambas cámaras, nada como una cacería de osos para celebrarlo, reponerse de los esfuerzos de la campaña y dar tiempo a que su esposa redecorase en su ausencia la mansión presidencial en Washington.

Durante esas cinco jornadas el presidente y un séquito que incluía a los señores de la prensa habían deambulado entre la húmeda niebla matinal y el tórrido sol del mediodía por los algodonales de Vicksburg -escenario de grandes episodios de la Guerra de Secesión- siguiendo a los perros de su experto guía y cazador Holt Collier. Por ninguna parte aparecía, sin embargo, el ursus horribilis. Como quiera que alguno de los de la partida planteó dar la batida por su cuenta, Roosevelt advirtió: «Yo he venido a esta cacería a matar un oso, no a ver cómo lo mata otro».

Sólo durante la mañana de aquel quinto día los sabuesos parecían haber detectado el rastro de una fiera. Cuando, después de pasar varias horas empapado de agua y sudor en una vana espera, el presidente acababa de regresar al campamento, el sonido del cuerno le avisó de que el oso había aparecido. Volviendo sobre sus pasos Roosevelt se encontró con un animal pequeño -más o menos de su propio tamaño- que había resbalado en una charca aplastando a uno de los perros y al que Collier había echado con destreza un lazo al cuello, golpeándole a continuación con la culata de su rifle.

Con el nivel de adrenalina a tope y su instinto depredador en estado de máximo despliegue, Roosevelt se echó el fusil a la cara tan pronto hizo acto de presencia. Pero lo que vio a través de la mirilla agarrotó de repente su dedo en el gatillo: el oso estaba indefenso, con la cabeza ladeada y el cuello rígido por la tensión del lazo; de su cráneo manaba abundante sangre. Roosevelt bajó el arma, dijo que disparar en esas condiciones no era deportivo y, contrariado, se retiró del lugar.

Las agencias de noticias difundieron lo ocurrido y un dibujante del Washington Post llamado Clifford Berryman lo plasmó en un chiste alegórico sobre la moderada política racial del presidente. El cartoon mostraba a un oso muy negro sujetado por el lazo de un asistente blanco y a Roosevelt dándose la vuelta para no abusar de su ventaja. El texto decía: «Trazando una línea en Misisipí».

El dibujo tuvo tanto éxito que Berryman publicó unos cuantos con el mismo tema, en los que el oso iba haciéndose cada vez más pequeño y tierno y el presidente más humano y compasivo. De repente esas Navidades los dueños de la ya entonces célebre juguetería FAO Schwarz de Nueva York importaron de una fábrica alemana 3.000 muñecos representando a un cachorro de oso, rellenos de materia blanda. Mientras se vendían como rosquillas se popularizó primero el nombre de Teddy's Bear (el oso de Teddy) y enseguida, directamente, el de Teddy Bear, denominación con la que en todo el mundo anglosajón, y en gran parte del no anglosajón, se conoce desde entonces al osito de peluche.

Como ha escrito Edmund Morris -biógrafo tanto de Roosevelt como de Reagan- «durante décadas y décadas, tal vez durante los siglos venideros, incontables millones de niños alrededor de la Tierra abrazarían a su Teddy Bear incluso aunque el recuerdo de Holt Collier, de Berryman y del propio Roosevelt quedara borrado como la felpa desparramada».

Cualquiera que conozca al Rey de España sabe perfectamente que Don Juan Carlos habría preferido con toda su alma que su última aventura cinegética en las tundras rusas de la región de Vólogda hubiera dejado como secuela un cuento de Navidad tan maravilloso como éste y no la lamentable historia del oso, primero emborrachado con vodka y miel y luego abatido por su escopeta. Tal y como nos la han contado, es difícil diagnosticar si se sentirá más herido ahora en su fino instinto para darse cuenta de lo que resulta popular entre los españoles o en su amor propio como avezado cazador.

Partiendo de la base de que figuro entre los que comparten la opinión del doctor Johnson, en el sentido de que «es muy extraño y melancólico que la escasez de los placeres humanos nos lleve a considerar la caza como uno de ellos», tampoco me parece lógico que el Congreso de los Diputados deba abrir en canal al Rey -como pretende Esquerra Republicana-, a cuenta de este plantígrado llamado Mitrofán que ya debe rugir mucho más sobrio, aunque con cuerpo de resaca, en el paraíso de verdes praderas e interminables colmenas que muchos pueblos primitivos creían reservado para sus mitificados osos.

Sin llegar a los extremos de Luis XVI, cuyo diario manuscrito de aquel julio de 1789 -en el que cayó la Bastilla y con ella el respeto a cuanto él significaba- apenas refleja otra cosa que el número de ciervos que abatía, todos los Borbones han sido cazadores casi antes que reyes. Teniendo en cuenta que, como decía Dickens, «existe una pasión por cazar lo que sea, hondamente implantada en el corazón humano», es natural que, sobre todo a partir de cierta edad, tanto los monarcas como otro tipo de magnates se concentren en tratar de abatir los animales más grandes que puedan encontrar a tiro y estén dispuestos para ello a pasar por toda clase de incomodidades en lugares como Rumanía, Botsuana o esta inmensa región del noroeste ruso.

Comprendo que ni determinados retrasos a la hora de reincorporarse a sus funciones públicas sean muy edificantes, ni este último episodio resulte nada ejemplar para una sociedad española en la que el amor a los animales gana cada día terreno a los crueles atavismos populares, pero todos firmaríamos ahora mismo que los mayores reproches a los que fuera acreedor el jefe del Estado de una democracia tuvieran que ver con sus cacerías de animales irracionales. Además, es tan ridículo lo que se describe en ese relato que traslada a unos cientos de kilómetros más arriba de Moscú tanto la retranca política del así se las pusieron a Fernando VII como la leyenda bufa de los salmones con los que se fotografiaba Franco, que bastante mortificación debe llevar ya encima nuestro muy querido cazador cazado.

Pero el que debamos dar por amortizada la historia de lo que ocurrió detrás de la escopeta -qué no daría ahora el Rey, insisto, por haber tenido los reflejos rooseveltianos de indultar a Mitrofán y pasearlo por el ruedo ibérico del papel couché- no ha de impedir fijarnos en que es algo muy extraño lo que se nos dice que pasó delante. Aquí hay oso encerrado. Y no porque el plantígrado, «bondadoso y alegre», según su mentor e indignado albacea el vicejefe del Departamento para la Protección de los Recursos Cinegéticos, Serguei Starostin, pasara gran parte de su vida entre barrotes, tal y como muestra hoy nuestro suplemento Crónica.

No, aquí lo que no cuadra es la tesis de la súbita embriaguez del animal justo en el momento en que iba a hacérsele pasar -o incluso posar- ante la mira telescópica de Don Juan Carlos. Por mucha miel que acompañara al vodka, la cantidad de alcohol necesario para emborrachar de forma instantánea a un oso pardo de ese tamaño necesariamente habría hecho vomitar a un animal abstemio. Si alguien pasa de no ingerir ni una cerveza a echarse al coleto una botella de whisky, antes que ebrio se pone gravemente enfermo y no está en condiciones de hacer el oso ni siquiera ante el Rey de España.

Todo indica que el tal Starostin está ocultándonos una historia mucho más sórdida y compleja que viene de bastante atrás e incluye una etapa de degradación progresiva, hasta trasformarse en un caso de alcoholismo crónico. Probablemente fue él mismo el que inició al bueno de Mitrofán en la bebida durante esas terribles noches de invierno en las que las temperaturas llegan hasta los 20 grados bajo cero en las desoladas estepas de Vólogda y la soledad y la tristeza sólo pueden ser ahuyentadas con unos chupitos de vodka al son de la balalaika. Por eso conoce tan bien su carácter. Al principio fue una cucharadita de nada, sólo para sonreír un poco juntos. Luego la dosis fue subiendo entre rugidos y arañazos y al cabo de los años al pobre Mitrofán, borracho como una cuba con que sólo le destaparan la botella, no le cabía ya sino pedir el ingreso en una clínica de Alcohólicos Anónimos o servir de ecce ursus y entregar elegantemente su vida a un rey constitucional por un buen puñado de rublos. Lo que sí puede acreditarse es que su muerte fue placentera, que no sufrió ni un solo instante, que no se enteró absolutamente de nada...

Si hace dos años y medio, cuando se hizo cargo del oso, Serguei Zapaterostin hubiera anunciado que negociaría con ETA un régimen de «cosoberanía» entre las instituciones españolas y las vascas, a pesar del trauma del 11-M la sociedad entera habría repelido entre zarpazos de indignación un bebedizo tan repugnante, vomitivo y extraño a su naturaleza. Sólo lo que ha sucedido desde entonces, día a día, paulatinamente, al principio en pequeñas «diócesis», luego con progresiva intensidad, pero en todo caso con la implacabilidad de la gota malaya, explica que tengamos ahora la mortífera pócima escanciada ya ante nuestra faz y, en lugar de con arcadas, la contemplemos con abúlicas sonrisas.

Primero se nos dijo que la «nación» era un «concepto discutido y discutible». Luego, que la «España plural» requería de una oleada de nuevas reformas estatutarias. Después, que el consenso constitucional podía muy bien ser sustituido por la vieja regla de el que más chifle, capador. Más tarde, que a nadie debía molestarle que Cataluña se definiera como «nación», tal y como ha ocurrido. A continuación, que era bueno que el Estatuto de Valencia incluyera una cláusula arrogándose el derecho de arrebatar al Estado tantas competencias como el que más; que el de Baleares fijara criterios de financiación ad hoc; que el de Aragón blindara el Ebro y el de Castilla-La Mancha el Tajo; y que el de Andalucía -y por supuesto el de Galicia- glosara su de todos bien ignorada «realidad nacional», extrayendo la cita de un grotesco manifiesto separatista del año catapún.

Entre tanto ya estaba en marcha el proceso de paz. Su primer propósito era «verificar» si ETA tenía «intención de dejar las armas». Enseguida se nos dijo, sin embargo, que eso era compatible con la extorsión y el terrorismo callejero y que lo importante no era el desarme sino la «voluntad» de practicarlo. Pronto se reconoció que, además, había que emprender una negociación en toda regla, con la salvedad de que sería «primero la paz, luego la política». Al cabo de muy poco el orden de factores podía ya invertirse y Patxi López se reunía públicamente con los líderes del brazo político de ETA. Lo siguiente fue proclamar en uno de los salones del Congreso de los Diputados, ante el estupor del mobiliario isabelino, el «derecho a decidir de los vascos» como algo diferente al del conjunto de los españoles. De ahí a las reuniones secretas de una mesa de partidos en la que se habla ya de cómo edulcorar el reconocimiento del derecho de autodeterminación con eufemismos como esa «cosoberanía», la llamada «doble llave» y el órgano común para Navarra, sólo quedaba este último trecho que acabamos de recorrer, encañonados por las 400 nuevas pistolas incautadas por ETA al represor Estado francés. Y para amenizar el viaje, los malabarismos del Ministerio Público con los platillos de la balanza de la Justicia, rebajando incluso hasta a sólo cuatro años la petición de 96 por los nuevos delitos del sanguinario De Juana Chaos, para cumplir lo pactado con Batasuna.

Quien se siente firmemente instalado en la plenitud del seis doble sobre el que, desde el punto de vista de la estabilidad constitucional, concluyó España la pasada década, no tiende a dar importancia a que a su lado alguien ponga una ficha compuesta sólo por un seis y por un cinco. El deslizamiento es aparentemente tan pequeño, la concesión tan irrelevante en sí misma, que quien la discute sólo merece ser tildado de intransigente o incluso de tremendista. Y lo mismo cabría decir de cada uno de los siguientes peldaños que, de ficha en ficha, de analogía en analogía, de agravio comparativo en agravio comparativo, una clase política mediocre, aldeana y venal ha ido descendiendo sucesivamente en la escalera del troceamiento y la insolidaridad.

Ninguno de los protagonistas concretos de este eslalon sin frenos en la cuesta abajo -ninguno de nuestros miopes dirigentes autonómicos- ha querido ser consciente de que todas y cada una de sus pírricas conquistas eran parte de un único y autodestructivo dominó, encaminado a prepararle a Zapatero el escenario de una negociación política con el brazo armado del nacionalismo vasco. Una negociación política de la que espera obtener la efímera gloria inmediata de todo falso pacificador y la continuidad en el menguante poder coordinador de lo que irá pareciéndose a una especie de confederación de pueblos ibéricos, a cambio de continuar aventando, poco a poco, pasito a pasito, la esquilmada soberanía nacional, hasta que no quede sino un doble blanco sobre el tapete.

Nadie puede negar a Zapatero la habilidad con que gestiona la partida, confortablemente mecido por el viento de popa del crecimiento económico y la creación de empleo. Además, la inmensa mayoría de los medios de comunicación están poniendo la cuchara, el vaso de postre, la copa o el embudo para ayudar al presidente a embriagar a una fondona y perezosa España-Mitrofán, de la que tal vez algún día pueda terminar diciéndose, como del pobre oso, de Vólogda, que «tenía tanto miedo a los perros que no podía vivir en libertad». Unos lo hacen por afán de destruir su pasado y erigirse en portavoces únicos de lo que vendrá después; otros, por atolondrada codicia bilingüe.

Entre tanto siento mucho tener que reconocer que, aunque sus ideales están claros y su buena voluntad también, la trayectoria de Mariano Rajoy -mullido y condescendiente ante los suyos como el más caballeroso Teddy Bear- al frente de la Asociación de Amigos del Oso Hispano no está teniendo la rotunda eficacia que la gravedad de la ocasión requiere. Cuando en cada autonomía son los propios guardabosques del PP los que se suman a la cacería, pensando que al menos les quedará un buen trozo de piel con el que abrigarse ceremonialmente como reyezuelos de sus ínsulas o un suculento cuarto trasero que echarse al coleto a costa del puchero común, ¿queda algo más por hacer sino desear que aquel magnífico animal nacido en el 78, que tantos días de libertad y prosperidad nos ha dado a todos desde entonces, acuda lo más narcotizado posible a su eutanasia?

Que cada uno responda a su manera. Con ayuda de San Corbiniano, yo lo haré la próxima semana o tal vez la otra.