Embrujo y política

Entre los ideales prácticos y las ilusiones frustrantes, el nacionalismo catalán ha optado por lo segundo, y creo que lo hace de forma calculada y al mismo tiempo atrevida (y casi temeraria). La semicoalición gobernante ha mantenido el empuje embrujador del 11 de septiembre aun cuando el resultado electoral del 25 de noviembre no expresaba una grandísima urgencia independendista. El ejemplo modélico es la suscripción de una declaración que se abstrae de las condiciones jurídicas del Estado y afirma de forma autista, por su cuenta, la condición de soberanía y al mismo tiempo el derecho a decidir soberanista. Parece que no únicamente CiU y ERC sino también ICV y hasta parte del PSC tengan una prisa loca por sumarse a la electrizada Operación Junqueras.

Pero no solo no es verdad sino que hay opciones más legítimas y menos guerrilleras que deben empezar a calar en la sociedad catalana ante los síntomas de precipitación y hasta de cautividad que el Gobierno de CiU manifiesta con respecto a ERC. La opción negociadora con el Estado ni es antidemocrática ni anticatalana ni anticatalanista. No es independendista, eso es verdad. Pero incluso para el independentista la vía negociada no es que sea mejor, es que es la única aceptable en términos de legitimidad democrática y de respetabilidad europea.

Es evidente que el nacionalismo (ya independentista) ha arrastrado a parte de la izquierda en Cataluña a trabajar contra la confianza y contra la protección de las pasarelas, puentes o laberintos que conducen al pacto, al acuerdo y la transacción: a la política. Sin embargo, la estrategia frentista interesa a los nacionalismos polarizados (recentralizador e independentista) y ha embrujado con un fabuloso eslogan —el derecho a decidir— a dos (tres) formaciones políticas que no representan a un electorado independendista: Unió, ICV y al PSC. No es poca anomalía que la primera sea una formación confederal y las otras dos federalistas, en los tres casos de forma explícita.

No solo no está en absoluto claro que haya un respaldo social netamente mayoritario para la aspiración a la independencia de Cataluña, sino que es exactamente al revés. Las encuestas sociológicas tienden a retratar, a día de hoy, un tercio independendista y dos tercios que son otras cosas (pero no independentistas). Una base social mayoritaria, a derecha e izquierda, alojada o representada transversalmente en numerosos partidos, no siente ni la urgencia ni la necesidad de separarse de España, pero sí reclama cambiar las cosas en términos de respeto civil y de reconducción económica y política de la relación. Sin embargo, ese mismo electorado asiste un tanto perplejo al soberanismo de sus políticos como si de veras fuese unánime una opción que no lo es. Y eso a su vez falsea la pluralidad política y social de Cataluña para fingir tot un clam que en ningún caso existe.

La distorsión entre política y sociedad es considerable si se sacan consecuencias meramente descriptivas de la desunión interior en CiU y la desunión igual de flagrante en el interior de las dos formaciones de izquierda, PSC e ICV (para no hablar de las otras dos formaciones, Ciutadans y PP, que imagino que democráticamente también cuentan, además de las reticencias sociales de la CUP ante el modelo neoliberal del independentismo gobernante). Me parece evidente que esta situación atípica comporta consecuencias nefastas para la salud democrática de la sociedad catalana y prefigura el sentimiento de vencedor o vencido, dado que el enfoque tremendista de la independencia fabrica esa frontera (precisamente) entre buenos y malos.

La vía política alternativa necesita al resto del Estado, que es lo primero que excluye la declaración soberanista. Lo ha escrito Francesc de Carreras y es obvio que el texto se enfrenta de cara con la Constitución. Por eso es autista esa declaración. Pero me pregunto si nadie desde el Estado podría imaginar una vía específica, jurídica y consistente para hacer viable una consulta sobre la independencia, capaz de desactivar el monotema y darle una respuesta clara (la que sea). En la jornada que dedicó EL PAÍS al debate entre España y Cataluña, Francisco Rubio Llorente fue más allá de su habitual posición sobre la viabilidad constitucional del referéndum (con voluntad política) y dijo algo más contundente todavía. Pidió imaginación política al Estado, sí, pero sobre todo recordó que el legislador puede hacer todo aquello que la Constitución no le prohíbe.

Si no es el PP quien vaya a ser capaz de poner esa imaginación, sin duda debería ser compromiso de la oposición del PSOE y de IU ofrecer soluciones políticas a un problema que bloquea a la sociedad catalana, inmuniza la acción de gobierno real, minimiza el drama social y blinda de razones sentimentales a buena parte de la población. El liderazgo de la izquierda en esta reclamación es absolutamente vital para que Cataluña identifique la alternativa política actual en un discurso consistente y verosímil muy debilitado en Cataluña. Los embrujos solo se combaten con otros embrujos o con racionalidad alternativa y política, y esa es la que echa de menos el electorado de izquierdas en Cataluña, incluido el de ICV. No parece ningún ensueño iluso que los cinco diputados del PSC que se abstuvieron, todos los de ICV y hasta no pocos de CiU se sentirían liberados, al menos secretamente, de un cortocircuito que tiene atascada y empequeñecida la vida política catalana ante lo que es el verdadero drama social de cada día.

El Gobierno de CiU (y ERC) confía precisamente en la pasividad del Estado pero tampoco desea favorecer nigún tipo de iniciativa que vaya orientada a una “reformulación del pacto estatutario” como la que ha defendido Patxo Unzueta (en un espléndido artículo reciente sobre la cuesión). La radicalización independentista es la música necesaria de la acción política de la Generalitat porque, de no hacerlo, y buscar una solución pactada, se estaría desmoronando el embrujo atizado desde el 11 de septiembre (y del que en más de un sentido es hoy rehén). Políticamente, por tanto, a la Generalitat le conviene poner todas las energías en la fabricación del escenario, imprimir las entradas, contratar a los músicos, preparar la publicidad y movilizar al público que asistirá al espectáculo (tanto si la fiesta se celebra como si no).

El programa es convertir la consulta en la labor política central, de manera que no haya prioridad mayor y sigamos haciéndonos los tests de identidad independentista tras cada nuevo calentón causado por este o aquel. La polarización calculada entre recentralizadores e indepedendistas es beneficiosa para los respectivos Gobiernos de derechas en Madrid y Barcelona, y eso solo viene a ratificar la voluntad tácita de que lo fundamental permanezca fuera de la escena política: el deterioro galopante del Estado de bienestar tanto en Cataluña como en España.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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