Empecemos por ser futuro

Releyendo una de las obras cumbre de Oscar Wilde, resulta difícil sacudirse de encima la certeza de que en Occidente estamos a un paso de convertirnos en la cultura de Dorian Gray, en la cultura de la eterna juventud, que no de los jóvenes. Lord Henry definió este periodo como lo más precioso que se puede poseer y, sin embargo, parece que hemos asumido de forma literal esta afirmación, convirtiendo su conservación particular en el sentido y fin último de nuestra vida, en vez de comprender su significado más profundo y atisbar lo que ello implica. El culto a este 'bien' preciado queda reflejado en nuestro incansable afán por cuidar, retener, e incluso recuperar, grandes esfuerzos mediante, aquello que una vez fuimos. Porque la juventud se ha convertido en una elección, no en un dato cronológico.

Empecemos por ser futuro
Carbajo & Rojo

Eso implica que, por libre voluntad, podemos actuar joven, pensar joven, incluso parecer prolongadamente jóvenes. Las cirugías plásticas, la membresía en el gimnasio y la dieta enfocada en los micronutrientes que no inflamen el organismo se han alzado como valedores, pero también como síntomas, de este deseo de eterna continuidad. Una deformación del orden natural que también se aprecia en el creciente interés por el transhumanismo como fuente de perpetuidad y procurador de la inmortalidad del cuerpo y de la mente. Por supuesto, en ambos casos, ficticia. Pero donde más –y por ello, más tristemente– se aprecia esta realidad es en la 'verdadera' juventud, enquistada en un estado infantil del que no logra salir y que le imposibilita desempeñar el papel que le corresponde en la sociedad. No es el ensueño de una eternidad física lo que nos concierne hoy, sino el relevo generacional. Un relevo que no se acaba de consagrar.

Para ello, es indispensable hablar primero del estado de la juventud actual. «Sin casa, sin curro, sin pensiones, sin miedo». Este lema, que fue coreado en 2011 por miles de jóvenes manifestantes en distintas ciudades españolas, bien podría haber sido entonado el fin de semana pasado. Porque esta es la cruz de los 'millennials' y sería una ingenuidad afirmar que se ha llevado a cabo un cambio sustancial en estos últimos doce años. Sin embargo, según se les quiere hacer ver, esta situación es su culpa. No tienen fuelle; son frágiles y 'blanditos', y tienen el victimismo prácticamente inscrito en su código genético. Además, son de una pasmosa inmadurez, que no reconoce la palabra 'esfuerzo' y que no sabe merecer la herencia que sus padres, con trabajo y sacrificio, les han hecho llegar. Porque están hechos de cristal; porque son la generación de cristal. Una generación que ha gozado de todos los privilegios, pero que no ha necesitado asumir ninguna responsabilidad; que ha vivido con el mayor de los resguardos y ha estado cobijada bajo la mejor de las protecciones. Tal vez, excesiva.

Porque también somos la generación querida, la de los niños deseados. Quien ha conseguido nacer en las últimas tres décadas, superando todas las barreras anticonceptivas disponibles, lo ha hecho porque así lo han provisto sus padres. Un deseo que ha desembocado en una crianza hiperprotegida, instruidos entre algodones y, por lo tanto, siempre necesitados de sus progenitores. Por ello, también somos la generación dependiente, eternamente adolescente, imbuida de una constante formación mediante cursillos, dobles grados y másteres, pero que no acaba de tomar cuerpo y de encontrar un cauce, sino que habita en un estado permanente de 'stand by'. Somos la generación que no encuentra su lugar, pero a la que –seamos sinceros– tampoco se le facilita acceder a él, porque eso implicaría que una parte de la sociedad debiese aceptar que no es eterna, una verdad que entra en contradicho con el profundo deseo de perpetuidad.

Si nuestros mayores se dejan tentar y seducir por el canto de sirenas entonado en 'El retrato de Dorian Gray' –«solo dispone de unos años en los que vivir de verdad, perfecta y plenamente»– y hacen todo lo que está en su mano por alargar este periodo, los jóvenes quedan relegados a dicha eterna adolescencia. A un banquillo permanente en el que no se encuentran ni compromiso, ni independencia, ni hijos. Es decir, en el que es imposible hallar cualquier tipo de regeneración.

Pero este señuelo no es un peligro que se cierne exclusivamente sobre los mayores. También nosotros hemos sido hechizados por la creencia de que tenemos tiempo, de que podemos y debemos prolongar indefinidamente este estado infantil, con pocos compromisos y menos responsabilidades; embaucados por la falsa convicción de que en, esa renuncia a depender de nadie y que nadie dependa de nosotros, se encuentra la libertad, la vida «de verdad», plena y perfecta.

No es una temeridad atestiguar que carecemos de cierta valentía y que nos falta coraje, pero me atrevería a afirmar que no se trata de un rasgo generacional, sino general.

A los jóvenes, para abrirse paso y tomar las riendas de su vida y del futuro de la sociedad, sin miedo a no poder proveer al próximo futuro –a su prole– con todo aquello que se les ha hecho creer que necesitan para procrear y darles un futuro feliz. Como bien nos ha enseñado la evolución del ser humano, es en la necesidad donde se encuentra la creatividad, el ingenio. El coraje.

Y a los mayores, para asumir la fugacidad del tiempo y el traspaso del liderazgo de la sociedad de unas manos a las siguientes. Para darle la espalda a aquello que escribió Wilde –«cuando su juventud quede atrás, su belleza se perderá con ella, y de pronto descubrirá que no le quedan triunfos en la mano, o deberá simplemente contentarse con esos insignificantes triunfos que el recuerdo de su pasado tornará más amargos que las derrotas»– y volver a creer en la certeza que entonó Brad Pitt en 'Troya': los dioses nos envidian porque somos mortales.

Sin embargo, qué mejor día que hoy, Sábado Santo, para hacer un alegato en favor de la esperanza. Particularmente, de la esperanza en el futuro. En la juventud. Una esperanza que pasa por llevar a cabo un cambio fundamental en cómo nos relacionamos, pero también en cómo trabajamos, en dónde situamos nuestras prioridades como sociedad. En cómo planteamos el futuro. En cómo aceptamos que el futuro exige ser traspasado. Porque, aunque a veces resulte difícil asimilarlo, los jóvenes son la levadura que fermenta e impulsa la masa de la sociedad. Volviendo a la cita inicial, son la posesión más preciada que tenemos. Por su vitalidad, su carisma, su idealismo y su incipiente valentía y coraje.

Por ello, no contengamos a los jóvenes, no les dejemos esperando en la antesala a la vida adulta. Parafraseando a Ortega, empecemos por ser futuro. Por dejar al futuro, nuevamente, ser futuro. Y a los jóvenes, asumamos nuestra responsabilidad y empecemos por serlo.

Helena Farré Vallejo es periodista.

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