Nadie puede dudar de la laboriosidad del actual gobierno de España en materia de producción de leyes: la inundación que se ha producido en los repertorios legislativos produce a las personas temerosas de Dios un cierto espasmo. Ocupados nuestros prohombres en esta tarea de proporcionar a la ciudadanía artículos y más artículos de áspera prosa, no les queda tiempo para repasar a los clásicos. Porque, si tal hicieran, pronto se toparían con las sabias recomendaciones que Samuel Puffendorf nos dejó en su libro De los deberes del hombre y del ciudadano según la ley natural: «conviene tener leyes claras y sencillas sobre los asuntos que más suelen presentarse entre los ciudadanos porque cuando hay más leyes que las que se pueden retener fácilmente en la memoria y que prohíben lo que la razón natural no prohíbe por sí, es necesario que [los ciudadanos] caigan en falta contra las leyes como en un lazo...». Y, sin irnos tan lejos ni recurrir a la cita de un luterano, nadie por estos pagos parece recordar las lecciones de Sancho Panza quien, al dar cuenta a los Duques de su gobierno en la ínsula, les resumió: «aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar, que es lo mismo hacerlas que no hacerlas».
Pues si todo esto se aseguraba en el siglo XVII, cuando el legislador se desempeñaba con prudentes maneras y contenido entusiasmo, imagínese lo que ocurre en la actualidad cuando se ha desparramado y cuando hay grifos y más grifos abiertos manando legislación de una forma incesante.
Entre esas leyes que dan a nuestro actual altar legislativo un aire de barroquismo entre religioso y militante se encuentra el Estatuto básico del empleado público (ley 7/2007 de 12 de abril). Viene precedido por una Exposición de motivos que prueba la complacencia del legislador con su propia obra pues le dedica piropos y requiebros y, lo que es peor, sin motivos.
Porque con la nueva ley se afianza el empleo público laboral y de tal forma que, en punto a inamovilidad, es ya prácticamente idéntico al régimen funcionarial. En teoría, no es posible confiar a aquél funciones de autoridad o que afecten al interés general pero esta regla conoce excepciones clamorosas, al estar excluido de ella nada menos que el personal laboral de los organismos reguladores, que son quienes en este momento ejercen no sólo funciones de autoridad, sino las más sensibles que pueden desplegarse desde el poder público: piénsese en el Banco de España, en la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de las Telecomunicaciones, de la Energía... ¡Ahí es nada!
De otro lado, el régimen laboral resulta más favorable y la prueba es la resistencia que opondrían los empleados actuales de estas organizaciones si alguien les amenazara con la posibilidad de disfrutar del status funcionarial perdiendo sus actuales contratos, en buena medida blindados frente al cese en forma de indemnizaciones millonarias. La situación es clamorosa si pensamos en contratados o nombrados a riguroso dedo según un régimen u otro: el director general de un ministerio que es cesado por el Consejo de Ministros se va a la calle sin hoja de parra alguna, mientras que su homólogo de los organismos reguladores citados endulza el fin de sus servicios con un sustancioso ingreso en su cuenta corriente.
Entre quienes no pertenecen a este grupo de personal de estricta confianza política, el acercamiento de un régimen y otro -el funcionarial y el laboral- viene produciendo desde hace años desequilibrios notables, y esa es la razón por la que en muchos sistemas del derecho comparado lo normal es que no convivan ambos modelos en las mismas oficinas. El nuestro, tal como ha sido generalizado por el Estatuto, se acerca al italiano, objeto de críticas por los autores, cansados de denunciar el gran portón que la contratación laboral abre al clientelismo político.
Hay que tener en cuenta, y ello debe saberlo el lector no especializado, que las Administraciones actuales han perdido buena parte de sus rasgos tradicionales, pues junto al ministerio, la diputación, el Ayuntamiento o la Consejería de una comunidad autónoma, han surgido miles -repito, miles- de personas jurídicas instrumentales de aquellas en forma, sobre todo, de entidades, sociedades mercantiles de capital parcial o íntegramente público y fundaciones, último invento este de la moda otoño-invierno que da frutos apetecibles a los gestores con facultades para nombrar personal. Y grandes facilidades porque adviértase que, si el régimen de la función pública y el laboral se aproximan en cuanto a sus contenidos fundamentales, en un punto se diferencian clamorosamente: unos, los funcionarios, siguen ingresando por medio de exámenes públicos con programas conocidos y ante tribunales formados por especialistas, mientras que los otros, los laborales, lo hacen generalmente -aunque hay excepciones- gracias a la herramienta mellada de la imposición del dedo o de unas pruebas en las que predomina el compadreo político o sindical.
Una de las aportaciones que se presentan como más modernas de la ley es la figura de los directivos aunque siempre los ha habido en la Administración española y siempre -por cierto- con una propensión curiosa a identificarse con el gobernante de turno. Porque, al suprimirse en la reforma de los años 60 las categorías de los cuerpos de funcionarios, quienes ocupaban tales puestos -básicamente los subdirectores generales- han venido siendo nombrados y cesados, primero por las autoridades franquistas y después por las del ameno espectro cromático que ha mandado en la Administración desde la recuperación de la democracia. De lo poco que nos dice el Estatuto acerca de esta figura nos quedamos con la idea de que se tratará de personal de alta dirección, «fuera de convenio», muy típico en las empresas privadas. Que éstas poco tienen que ver con la Administración parece mentira tener que recordárserlo a una Administración socialista, pues es evidente que a la mayoría de los puestos públicos de trabajo es difícil aplicarles los criterios de rendimiento propios de los procesos de fabricación o de la oferta de servicios del mundo privado. La ley no impone obligatoriamente su creación, siendo las leyes del Estado y las de las Comunidades autónomas las que se encargarán de regular este nuevo estamento. Nuevo, como digo, y viejo porque los trucos en su designación, por muy ingenuos que seamos, saltan a la vista ya que no es aventurado afirmar que estamos ante un horizonte risueño y abierto a la politización de la función pública, justo el camino contrario que debería haber iniciado el Estatuto para acomodarse al programa electoral del PSOE que muchos votamos.
La ley impone unos procesos de evaluación del trabajo de los funcionarios que serán bienaventuranzas para las empresas privadas dedicadas a tales menesteres. Nadie lo dude: el gozoso «evaluaos los unos a los otros» que el Estatuto proclama las hará ricas.
En fin, el sistema de carrera mediante la conquista de «grados» por cambios a un puesto de mayor nivel (propio de la reforma de los años 80) ha sido descalificado ahora por el legislador introduciendo además lo que Ramón Parada, un consumado experto en la materia, no en balde ha sido funcionario de dos cuerpos civiles y uno militar, ha calificado con gracia como «la carrera de los inmóviles» (Derecho del empleo público, Madrid, 2007). Esta singular modalidad deportiva se debe a que es posible ascender sin moverse, sin asumir nuevas responsabilidades, y tal milagro se produce introduciendo mecanismos horizontales de progresión y reconocimiento.
Esto es más o menos lo que hay. Ahora bien, el Estatuto se llama «básico», es decir que anuncia otras leyes, del Estado y por supuesto de las 17 comunidades autónomas. De verdad, con la mano en el corazón, ¿es tan plural España como para que se necesite este festival de normas? ¿Exige tantos sacrificios y tantos exvotos la diosa de la autonomía territorial? ¿No estamos creando el paraíso del rábula?
Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León y coautor del libro El Estado fragmentado, Trotta, 2007.