John Adams, uno de los padres del constitucionalismo americano, opinaba que la democracia necesita del buen juicio y del sentido común de una élite educada que garantice el Estado de Derecho. Quizá porque las simples normas jurídicas, sin la responsable colaboración de los que han de interpretarlas y aplicarlas, son incapaces de garantizar por sí solas el correcto funcionamiento de una sociedad libre y democrática. El problema fundamental hoy en España es que las élites educadas han delegado la responsabilidad de esa misión en los políticos profesionales, mientras ellas se dedicaban a sus asuntos, con el agravante de que, en una partitocracia tan cerrada como la que vivimos, el sistema de selección del político profesional no garantiza que accedan a los puestos de dirección los más competentes.
En nuestro país, además, las élites no son reconocibles, en el sentido de que ni están organizadas, ni conectadas entre sí, ni existe un lugar de referencia -como antaño fue la Universidad- desde el que puedan hacer sentir su influencia, o al menos en el que estén localizables a disposición del interés público. Cuando el presidente Obama necesita reforzar su Administración sabe donde acudir: a la Facultad de Derecho de Harvard, en la que él mismo estudió, o a cualquier otra de la prestigiosa y meritocrática red universitaria estadounidense. Pero en España ningún político tiene especial interés en incorporar expertos de primer nivel ajenos a la disciplina partitocrática ni se encuentra particularmente presionado para ello, y, si por un milagro lo estuviera, tampoco le sería fácil identificarlos.
En un escenario como el descrito, el control sobre el poder público se resiente. El político, libre de cualquier atadura crítica, cede a sus compromisos internos o a sus intereses particulares, a veces en connivencia con los poderes fácticos de turno, torciendo las normas cuando lo considera conveniente. El ciudadano, o sufre ignorante tal estado de cosas o, si las conoce, como cada vez es más frecuente, las vive primero con impotencia y luego con resignación y escepticismo, lo que constituye sin duda una grave amenaza para el correcto funcionamiento del sistema democrático.
Sin embargo, frente a la retirada de las élites y a la impunidad de la política, los ciudadanos contamos hoy con un instrumento de control privilegiado: internet y las nuevas tecnologías de la información. WikiLeaks es sin duda un ejemplo relevante, pero la potencialidad de las nuevas herramientas va mucho más allá.
No se trata, al menos principalmente, de que el político y el funcionario se sientan amenazados por posibles filtraciones de información viéndose obligados así a extremar su celo, sino de que la general actividad de la Administración Pública (y por qué no, del sector privado) se desarrolle de una manera abierta y accesible a los ciudadanos a través de la Red. Fuera de puntuales excepciones, que además habría que justificar, no existe ningún inconveniente para ello y sí, por el contrario, infinidad de ventajas. La fundamental sería reivindicar para el ciudadano experto la función que tradicionalmente han cumplido las élites.
Hoy vivimos en una sociedad de expertos, sin duda desorganizada, descoordinada y excesivamente especializada, pero de expertos al fin y al cabo. Internet abre la posibilidad de organizarse para procesar, coordinar y divulgar el conocimiento especializado sobre determinados sectores públicos hasta hacerlo comprensible a la generalidad de la ciudadanía, integrada en definitiva por expertos en otras parcelas diferentes. Y cuando, como consecuencia de tal actividad, los correspondientes organismos queden sujetos a una fiscalización de semejante alcance, los incentivos de aquellos que los dirigen y gestionan tenderán a alinearse con los intereses generales de una manera automática.
Es por ello una enorme responsabilidad del Gobierno y del Parlamento tramitar una Ley de Transparencia que permita consagrar en la práctica estas posibilidades, no sólo de control -tan importante en una época en la que la corrupción política tiene cada vez mayor resonancia en nuestro país-, sino de efectiva colaboración entre la ciudadanía y el poder político. Por el contrario, en la actualidad, la transparencia se limita a la filtración interesada a la prensa de información pública (y por eso de todos los ciudadanos) convenientemente elaborada para servir mejor los intereses del gestor de turno. No es de extrañar que en los índices de transparencia nuestro país ocupe las últimas posiciones.
«¿Dónde está el poder de las leyes?», se preguntaba Demóstenes, y contestaba: «En ti, si tú las apoyas y las haces poderosas cuando alguien necesite su ayuda». Internet ofrece una posibilidad de hacerlo hasta hace poco completamente insospechada. Quizá no sea suficiente para recuperar una élite educada capaz de velar por nuestro Estado de Derecho, como pedía Adams, pero al menos fomentará que quienes han de cumplir hoy tales funciones lo hagan bajo verdadero control ciudadano, lo que, en definitiva, constituye el fundamento básico de cualquier sociedad democrática.
Rodrigo Tena es notario.