«En Ávila mis ojos...»

¿En qué tierra creció y en qué suelo ha sido enterrado Adolfo Suárez? Este verso suelto de un romance fronterizo ofrece la respuesta. Por él habla uno de esos caballeros de la reconquista de los que sigue diciendo el poeta: «Los en Ronda muy guerreros / y en Trujillo los primeros/ y en Alarcos con afanes cebaron sus gavilanes / Ávila tus caballeros!». Lejos de su casa, esposa y familia el caballero recuerda las murallas, alzadas como para columbrar desde sus almenas las razzias amenazadoras del enemigo.

La historia y persona de Suárez han sido vistas estos días sobre todo desde el decenio en que tuvo la máxima responsabilidad política, entre 1976 y 1986. Pero la raíz de ésta es la primera fase de adolescencia y juventud, ésa en la que nos preparamos todos para el quehacer que determinará nuestro futuro profesional. Creció en el Instituto de Enseñanza Media, en la calle Vallespín, a cuyos catedráticos guardó siempre un recuerdo fiel. Y creció, sobre todo, como presidente de los jóvenes de Acción católica, anticipando ya sus capacidades de ilusión, verdad y liderazgo.

¿Cómo era el Ávila de los años 1950-1960, tan decisivos para el futuro de España: planes de desarrollo, pactos con los Estados Unidos, Concordato, nacimiento de ETA, primer intento de huelga general promovida por el partido comunista, revueltas universitarias y encarcelamiento de sus dirigentes, convocatoria del Concilio Vaticano II… Hay un nombre decisivo en la vida de Adolfo Suárez: don Baldomero Jiménez Duque, consiliario de Acción Católica y rector del Seminario, en ayuda suya espiritual y material. Seminario muy lejos de la política y muy cerca de la espiritualidad, de la cultura, de la cuestión social, de la literatura, de la liturgia. Quienes estábamos por esos años allí fuimos testigos del hervidero de actividad y de ilusión de aquella casa. Por ella pasaron hombres como Guillermo Rovirosa, alma de la HOAC, tan importante en el movimiento obrero español. En su rodera fermentaron nuestras preocupaciones sociales. En mis cuatro años de teología fuimos seminaristas-obreros, yendo todos los domingos de siete de la mañana a dos de la tarde a construir casas para familias necesitadas en terrenos cedidos gratuitamente por el Ayuntamiento. Pero junto a esta preocupación social estaba la preocupación por el arte, guiada por don Alfonso Roig (Valencia), y la afición a la poesía, con don Antonio de Lama en la revista Espadaña, guiados por un gran poeta nuestro: Jacinto Herrero. Y el centenar de revistas, de toda línea y en varias lenguas. Y el centenar de revistas en castellano, francés y alemán.

Junto a don Baldomero Jiménez Duque estaban otros profesores también alma y aliento como don Alfonso Querejazu, animador de las Conversaciones católicas de Gredos, marco de reflexión, diálogo y convivencia. A quienes participaron en ellas la fe se les convirtió en aguijón para un catolicismo más verdadero, un pensamiento más liberal y una ciudadanía hispánica más justa. Durante veinte años congregó a primeras personalidades españolas y extranjeras, con voluntad ecuménica.

De aquel seminario, en cuyo ámbito espiritual vivía desde fuera Adolfo Suárez –muchas veces los que están dentro no son, mientras que son los que están fuera– nacieron presidencias posteriores, comenzando con la presidencia del Gobierno en el propio Adolfo, hasta la actual presidencia de la Conferencia Episcopal con don Ricardo Blázquez, pasando por la gerencia de la economía de la Iglesia española y la dirección de la Cope con don Bernardo Herráez, de empresas líderes en la tecnología mundial como Técnicas Reunidas o finalistas del premios literarios como el Nadal. Si a Suárez la cercanía espiritual Seminario le hubieran seguido los pasos físicos, en un momento pensados, la historia de la España reciente hubiera sido distinta.

¿Cuál es el sedimento de convicciones adquiridas en Ávila? La implantación en la luz que no es posible anular y por ello la necesidad de poner la vida en la verdad y la verdad en la vida, ante Dios y en servicio al prójimo. Que ese es el sentido de la humildad teresiana: andar en la verdad. Estos son los vectores recibidos como evidencias constituyentes por Suárez en ese decenio abulense. No se puede comprender al Suárez presidente sin el Suárez católico, con la sencilla claridad de una fe vivida en persona y en familia, sin alharacas ni simulaciones. Esta cualidad suya, que fue igualmente la de muchos de sus colaboradores y ministros de su Gobierno, es clave para comprender sus difíciles empeños y arriesgadas decisiones al servicio de la libertad, de la reconciliación y de la concordia entre los españoles.

Para llevar a cabo esa tarea los católicos se encontraban con una iglesia liberada y espoleada por el Concilio Vaticano II. El preparó la conciencia de los españoles para llevar a cabo una transición considerada no como una traición impía sino como una sagrada obligación. Había que trasladar a la vida social y política los textos conciliares sobre la libertad de asociación, de información y de participación, sobre las relaciones entre la comunidad eclesial y la comunidad política, suscitando una Iglesia constituida por seglares a la vez que por sacerdotes y obispos. Estos últimos realizaron una gesta máxima de esclarecimiento de las relaciones entre la Iglesia y el franquismo con la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes que realizó lo casi impensable. Sin negar el agradecimiento que la Iglesia debía al régimen de Franco, reclamó una ruptura con él, para poder llevar a cabo creíblemente su misión de ser iglesia con todos y para todos los españoles. Al frente de esa Iglesia, el cardenal Tarancón fue el guía eficaz y el dialogante connatural con Suárez. Pero no lo hubiera podido realizar si no hubiera tenido tras sí a la mayor parte de la Iglesia, a colaboradores y gestores a pie de tierra. La homilía de San Jerónimo en la toma de posesión del Rey debe quedar como el símbolo y síntesis de la actitud de la Iglesia española en la transición política.

Mi último encuentro con Suárez fue en el Seminario de Ávila junto a don Baldomero. Allí subimos tres de los suyos el día que me fue concedido el premio «Teresa de Jesús»: Adolfo Suárez y alguien que fue ministro con él, José Lladó. Nuestro abrazo arrancó las lágrimas a aquel rector al que nunca antes habíamos visto llorar. Estaba ante el fruto de sus empeños formadores. Un Seminario, que tenía fama de estar vuelto solo a lo eterno y a la mística, había producido también sus frutos en la política, en la economía y en la teología.

En el claustro de la catedral de Ávila reposa Adolfo Suárez, junto a don Claudio Sánchez Albornoz, como si hasta ese punto hubiera llegado su gesto de unir a los lejanos. Grabada sobre la tumba del presidente de Gobierno: «La concordia fue posible», y sobre la del ministro de la Republica e historiador la frase bíblica: «Donde esta el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Corintios 3,17).

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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