En boca cerrada, no entran moscas

Así que, calladitos. Esa parece la norma a seguir. Y es así porque hay un Gobierno con mayoría absoluta, que lleva menos de un año de ejercicio, que sabe hacer las cosas como Dios manda. Pero que hace lo contrario de lo que prometió cuando se presentó a las elecciones. Además, su denominada senda reformista es un verdadero camino de perdición. No hay más que observar el monstruoso nivel de paro, la caída del consumo, el deterioro de los servicios públicos, el desplome de la economía y la absoluta falta de credibilidad de las previsiones gubernamentales. Claro que, de todo esto, la responsabilidad hay que buscarla en la herencia recibida, no en las decisiones que se están imponiendo.

Es cierto que la realidad de hoy es indisociable de los errores y aciertos del pasado. La dinámica que nos ha traído a esta encrucijada letal se arrastra desde hace 20 años y tiene relación con la apuesta desbocada por el sector inmobiliario, las bajadas de impuestos y el abuso del recurso a las reformas laborales, dejando a un lado la innovación tecnológica y el conocimiento como motores del cambio. La burbuja inmobiliaria española, y otras, sirvieron de flotador para sacar del estancamiento a la economía alemana, como ahora la pujanza de la deuda soberana alemana, en parte, se sustenta sobre la brutal, e incomprensiblemente elevada, prima de riesgo española.

En 2007 alcanzamos el nivel de paro más bajo de nuestra historia, el mayor crecimiento salarial en convenio de la década de los 2000, un superávit de las cuentas públicas muy superior al alemán y una deuda pública la mitad que la alemana. Al año siguiente hubo elecciones generales y el partido gobernante, el PSOE, no consiguió la mayoría absoluta, pero sí el mayor número absoluto de votos de su historia. Tres años después, con otro candidato, perdía las elecciones y alcanzaba el mínimo de sufragios de su historia. Entre una fecha y otra, la crisis que ya mordía nuestra economía real adquirió una dimensión brutal. A partir de 2010 hubo un cambio radical en la política económica, impuesto por el Gobierno de Berlín a través de las instituciones económicas y monetarias de la Unión Europea, dando prioridad absoluta al recorte del déficit (disparado en gran medida por la caída colosal de los ingresos) y a recortes laborales que provocaron ese mismo año una huelga general.

La culminación de la cadena de despropósitos fue la aprobación express de una reforma de la Constitución pactada entre los dos grandes partidos, que impone un techo de gasto. El debate que en Alemania duró tres años —participaron todas las instituciones y organizaciones sociales representativas— aquí se zanjó en unos días.

El pueblo español pudo expresar su opinión y ejerció su derecho a decidir, tres meses después, enviando a la oposición al partido del Gobierno y dando la mayoría absoluta a otro que prometía hacer cosas muy distintas y afirmaba rotundamente que acabaría con las colas del paro, ilustrando esta promesa con una inefable fotografía (portada de un periódico) del señor Rajoy frente a una oficina del Inem.

Que estamos peor que hace un año es indiscutible. Si hace un año era Italia la que miraba directamente al abismo del rescate, y nosotros nos resguardábamos tras ella, ahora es justo al revés.

En esta situación parece lógico que se facilitara al pueblo español un cauce para opinar (ni siquiera a decidir, ya que este referéndum es de carácter consultivo por imperativo constitucional), ya que la mayoría que respaldó al actual Gobierno lo hizo con un programa contrario al que está imponiendo. Por eso pedimos un referéndum al presidente del Gobierno. Hay quien afirma que esto es un desvarío, ya que supondría propinar otro golpe a la democracia representativa en un momento crítico para las instituciones. No es así. Al contrario, en esta encrucijada hay que tirar de todas las herramientas constitucionales para reconciliar a la política institucional con los ciudadanos, que, a la vista está, no quieren permanecer callados ni pasivos.

Un referéndum sobre los duros recortes, y sus gravísimas consecuencias, es una oportunidad para que todos, empezando por el Gobierno, podamos explicar nuestras razones y alternativas y, si la sociedad considera que este es el único camino que nos queda, todos a arrimar el hombro. ¿A qué tanto temor? ¿Qué piensan? Que el pueblo español puede decir que no y eso no se puede consentir. Imponer una suerte de despotismo, poco ilustrado y dudosamente democrático, como se está pretendiendo, lo que hará será incrementar las cotas ya muy preocupantes de desafección ciudadana, cuando más falta hace que se recupere la confianza de los ciudadanos en las instituciones y los cauces constitucionales. No parece muy razonable que se esgrima el contenido de la Constitución cuando favorecen determinadas posiciones, utilizándola como un martillo pilón contra los que no las comparten, y a la vez se menosprecie, o directamente se arremeta contra el ejercicio de otros derechos constitucionales como son la huelga general del 14-N y el referéndum consultivo. Ni vamos a estar quietos ni mudos, aunque nos entren moscas en la boca.

Cándido Méndez es secretario general de UGT.

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