En busca de la Derecha perdida

Los años en que se conmemoran acontecimientos de singular trascendencia suelen ser un escenario propicio a las analogías y un campo tentador para las metáforas. En los espacios solemnes de la celebración, el tiempo deja de ser una secuencia de hechos fragmentarios para definir un ámbito en el que el pasado adquiere significado, ejemplaridad y deseo de convertirse en tradición. Este año se recuerda el inicio de la Gran Guerra no solo como una experiencia de cuatro años de espanto en los campos de batalla, sino también como el momento inaugural de la crisis de una civilización. La paz no habría de serlo nunca del todo, turbada por el fanatismo nacionalista, la ferocidad revolucionaria y la falta de escrúpulos que permitieron que la violencia se convirtiera en un modo de vida y que dotaron de una extraña fascinación a la cruel utopía de los sistemas totalitarios.

En los momentos de incertidumbre, como los que vivimos, estrechar nuestros lazos con la memoria es siempre la búsqueda de un consuelo y la reivindicación de una esperanza. En 1914, Europa se asomó a un abismo que podía haber reducido a escombros el paisaje social de la cultura de Occidente. Cien años después, tendemos la mirada a aquellos treinta años trágicos, y nos confortamos recordando la firmeza de nuestra civilización, capaz de incorporarse tras la caída y de implantar con más vigor que nunca sus coordenadas morales y sus virtudes cívicas. La época de la segunda posguerra mundial brilló, salvo en aquellas zonas que permanecieron bajo la tiranía totalitaria, gracias a la luz con que nuestra cultura inspiró una imagen del hombre formada en el racionalismo clásico, el humanismo cristiano y las garantías sociales de la Ilustración liberal.

Sin embargo, la esperanza escrita en esta conmemoración no puede comprenderse del todo sin leer también sus severas advertencias. En el año 2014 no existe una crisis de civilización como la que oprimió Europa hace cien años, ni nos amenaza el pánico de una movilización de masas liberticida, ni asistimos al suicidio general de nuestros valores, ni ondean en la mayoría de los corazones las miserables promesas de los paraísos cautivos. No obstante, la tranquilidad que esta circunstancia nos proporciona no debe relajar nuestra certeza de vivir en un momento de peligro. Porque, si no sufrimos la intensidad de aquel ataque a los fundamentos de nuestra cultura, tampoco podemos hallar, tan extendida como lo estuvo entonces, una verdadera conciencia de civilización.

En estos tiempos de cólera no podemos conformarnos ya con la mera atención a la solvencia de la contabilidad presupuestaria o al trabajo de liderazgos minúsculos adaptados a las escuetas dimensiones de una comunidad autónoma. Una política que afronte, a fondo, nuestra crisis debe señalar el peligro real de que la ciudadanía deje de serlo, desmoralizada por la falta de pulso nacional de sus gobernantes y contagiada de la pereza intelectual de tantos españoles para los que, como decía Larra, «es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas». Lo que nos ocurre ahora es consecuencia directa de una política que, en vez de integrar a los españoles en una sociedad plural, los ha enfrentado en una nación que ha extraviado su identidad colectiva, su conciencia histórica y la materia de la que siempre está hecha la soberanía: la voluntad de existir como un solo pueblo. No se trata de afirmar España como mero vecindario, sino como empresa nacional, como país que deseamos hacer entre todos.

Ciertamente, la izquierda es responsable –pero no en exclusiva– de los problemas más graves con que nos encontramos cuando deseamos iniciar un proceso de regeneración. Es culpable de haber renunciado a un sentido de Estado, de lo que se aprovecha el desafío nacionalista, que nunca habría podido ensancharse sin la complicidad del zapaterismo en el frívolo vaciado de la idea de España. Es culpable de haber confundido el laicismo con una campaña anticlerical en la que ni siquiera se reconoce la infranqueable contribución del cristianismo a los mejores valores de la cultura occidental. Es culpable de haber difundido un relativismo en el que los principios que han inspirado nuestra civilización son contemplados con indiferencia, cuando no con avergonzada autocrítica. Es culpable de haber deshuesado la consistencia moral de nuestra sociedad, como lo han mostrado sus más que penosos argumentos en defensa del aborto. Es culpable de haber reducido la calidad de nuestros centros educativos y, en especial, de nuestra Universidad, al haber hecho del sector público el escenario del clientelismo, la falta de exigencia académica y la liquidación de cualquier criterio de esfuerzo y mérito personal. Todo ello se ha adornado, además, con una estética «progresista» que en realidad ha sido la más chabacana y zaragatera renuncia a lo que la España liberal entendió por progreso en los años en que este país se tomaba en serio a sí mismo.

Pero a la derecha corresponde un margen de responsabilidad que no es pequeño y que ha ido creciendo de forma alarmante en los últimos años. Y no por la responsabilidad de uno u otro dirigente, sino por la asunción de un concepto de la política que, iniciado como aligeramiento de lastres ideológicos, ha acabado por rendirse a un falso pragmatismo, que pretende indicar que la búsqueda de sus valores distintivos y la atención a los problemas concretos de los ciudadanos son opciones excluyentes. Lamentablemente, en España confundimos con demasiada frecuencia el pragmatismo con la carencia de principios.

La derecha parece resignada a establecer su superioridad sobre una mera cuenta de resultados económicos, cuando de lo que se trata es de elevar la mirada a los problemas de los españoles hasta situarla en una perspectiva digna de la profundidad de nuestra crisis. A esta España de la crisis no debe responder con la sumisión irritada ante lo inevitable, sino que tiene que convencer a la sociedad de sus propias ideas buscando la hegemonía cultural, no solo los votos. Digámoslo claramente: estamos ante una grave crisis nacional. Y si nos referimos a ella con esta solemnidad es porque constatamos las actitudes irresponsables, la frivolidad con que se ha manejado una preciosa herencia nacional, las simplificaciones emocionales que sustentan el populismo, la pérdida de una idea de civilización.

Creo que no hay momento más apropiado que este para empezar a plantear la responsabilidad de la derecha, cuando al sufrimiento económico y al desafío secesionista se une la profunda desorientación de unos españoles a los que se ha educado en la falta de importancia de los principios y, sobre todo, en la liquidación de aquellos valores que, lejos de reducir España a una mera y digna invocación emotiva, desean levantarla sobre el restablecimiento de una nueva moral nacional. Para esa tarea de regeneración se necesita una derecha que, a la vista de lo que la izquierda ha sido capaz de hacer con un patrimonio cultural, debe recordar aquellas ideas en las que los españoles creyeron cuando iniciaron el rumbo de España hacia la nación de ciudadanos libres, iguales en derechos, respetuosos con su tradición y empeñados en el compromiso de un futuro común. A doscientos años de distancia, las palabras y los actos de aquellos españoles que combatieron por esa imagen de la soberanía nacional aún nos sobrecogen. Dos siglos más tarde, han cobrado una urgente, enérgica y conmovedora actualidad.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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