En busca de una salida

Podría servir la Ley de Claridad canadiense para resolver la situación creada en Cataluña desde 2012? Aunque su trasposición a España no fuera, naturalmente, de forma mecánica y literal, ¿su filosofía de fondo podría inspirar algún tipo de solución?

Hace unos días, en un desayuno organizado por el Foro Nueva Economía de Madrid, Roger Torrent, presidente del Parlamento de Cataluña y miembro de ERC, propuso un “pacto de claridad” que, por la utilización de ese término, parecía aludir a la famosa ley de Canadá. Sin embargo, la propuesta fue muy distinta. El primer indicio de esta diferencia está ya en el mismo término “pacto” en lugar de “ley”. Se refiere, como es obvio, a un pacto entre Cataluña y España como si fueran sujetos políticos similares. Una ley democrática no es un pacto, sino algo muy distinto: un mandato vinculante de un órgano representativo.

Además, Torrent sostuvo en su alocución que este pacto debería fijar “las circunstancias y las condiciones para la celebración de un referéndum”. Y añadió: “Los catalanes y las catalanas deben decidir mediante un referéndum el estatus jurídico y político de su país”. Si se quería una solución al modo de Canadá, estas palabras indican, “con claridad”, que el camino escogido es el de siempre: reclamar el ejercicio del derecho de autodeterminación, exactamente lo opuesto al modelo canadiense.

En efecto, el Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá de 1998, que dio origen a la Ley de Claridad del año 2000, afirma rotundamente que ni del derecho interno ni del derecho internacional se desprende que una provincia (equivalente allí a una comunidad autónoma) tenga reconocido el derecho de autodeterminación, así como también se dice que decidir la secesión de una parte del territorio tampoco corresponde a la federación canadiense, a las instituciones centrales, sino solo al conjunto del pueblo con capacidad de modificar la Constitución (lo que nosotros denominamos poder constituyente) y, en consecuencia, tal secesión únicamente puede llevarse a cabo mediante una reforma constitucional. Así es también en el ordenamiento español, como han reconocido diversas sentencias del Tribunal Constitucional.

Pero el dictamen, y ahí está su originalidad, dice más, bastante más. En especial admite que si en una provincia se celebrara un referéndum en el que se formula una pregunta “clara” sobre la necesidad de separarse que obtenga un resultado afirmativo también “claro”, el Gobierno federal no podría ignorar el resultado y tendría el deber de entablar negociaciones con las autoridades de la provincia afectada. La claridad de la pregunta y el resultado deberían ser considerados adecuados, en última instancia, por el Parlamento federal canadiense, el cual debería tener en cuenta, primero, que tal pregunta debería ser comprendida de forma meridiana (contrariamente a las enrevesadas, confusas y ambiguas preguntas de los dos referendos anteriores celebrados en Quebec); y, segundo, en cuanto al resultado válido, que se debían fijar unos determinados porcentajes de mayorías cualificadas tanto en la participación como en los votos emitidos.

¿Qué obligaciones tendrían las autoridades federales canadienses si el resultado fuera favorable a la secesión según los porcentajes fijados? No deberían proceder sin más a dicha secesión, sino que solo tendrían el deber de entablar negociaciones con las autoridades de la provincia afectada para alcanzar posibles acuerdos que la evitaran, y, si ello no fuera posible, proceder a una modificación de la Constitución según el procedimiento previsto, en el cual participan no solo las autoridades federales, sino también las de las provincias.

Como dice Josu de Miguel en su reciente libro Justicia constitucional y secesión (editorial Reus, 2019), “la negociación a entablar entre las partes no es una obligación de resultado —reconocer la independencia—, sino de actividad”. Lo que establecen el dictamen y la ley es un mero procedimiento. Nada, pues, está decidido por la sola voluntad de una provincia, sino que la decisión final debe someterse a la voluntad del conjunto de los representantes del pueblo de Canadá, lo que nosotros denominamos poder constituyente.

Establecido todo lo cual, si intentamos responder a las preguntas iniciales de este artículo, llegamos a la conclusión de que la solución canadiense poco tiene que ver con las posibilidades constitucionales españolas, ni tampoco conviene políticamente.

En primer lugar, si alguna vez se hubiera podido pensar que el referéndum consultivo del artículo 92 de la Constitución podría utilizarse al modo de los referendos provinciales en Canadá, como yo mismo sostuve hace algunos años, esta posibilidad ha sido eliminada por la reiterada jurisprudencia del TC desde su sentencia 103/2008, cuyo principal argumento es muy sólido: aquella materia que es competencia del poder constituyente solo puede ser regulada por el mismo constituyente, es decir, por aquel que tiene la facultad de reformar la Constitución, lo cual implica, obviamente, que una regulación sobre dicha materia no puede ser sometida a referéndum alguno excepto el preceptivo en una reforma constitucional.

En segundo lugar, respecto a la conveniencia política, tras recientes experiencias, en especial el Brexit, los referendos no parecen ser los instrumentos democráticos idóneos para aprobar decisiones que dividen en dos bloques a una determinada sociedad. Solo están justificados los referendos de ratificación de acuerdos ampliamente deliberados y aprobados en las Cámaras parlamentarias con el consiguiente debate paralelo en el seno de la opinión pública. La muy complicada situación política y económica en el Reino Unido y en la Unión Europea no es de ningún modo ajena a la frívola convocatoria de un referéndum por parte de David Cameron.

Sin embargo, cierta filosofía de fondo de la solución canadiense debe tenerse en consideración.

En efecto, la secesión de parte del territorio de un Estado puede ser democráticamente aceptable y conveniente si una mayoría muy cualificada de su población (por ejemplo, el porcentaje que se exige en las Cámaras para reformas constitucionales) vota de forma reiterada en sucesivas elecciones legislativas a partidos claramente secesionistas. En este supuesto no cabría alegar razones democráticas para que las autoridades del Estado se negaran a negociar tal secesión siempre dentro de los cauces constitucionales, con garantía de la igualdad de derechos y libertades de todos los ciudadanos respecto a la situación anterior y, en el caso de formar parte de organizaciones supranacionales, como es la Unión Europea, con el acuerdo de estas.

Nuestro mismo Tribunal Constitucional ha dejado una puerta abierta a que ello pueda tener lugar. Una salida para la situación catalana podría orientarse en este sentido.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y fundador de Ciudadanos.

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