En busca del Inca perdido

Por Fernando Iwasaki, escritor (ABC, 19/04/06):

AUNQUE el escrutinio de las últimas elecciones peruanas no ha concluido, el candidato nacionalista Ollanta Humala ha ganado la primera vuelta y su rival será o el ex presidente Alan García (APRA) o la candidata de Unidad Nacional Lourdes Flores. En cualquiera de los dos casos, los peruanos tendremos que elegir entre una opción que amenaza con patear todos los tableros de la legalidad nacional e internacional (Humala) y otra que ya ha proclamado su respeto a los actuales marcos institucionales (García y Flores). Por tanto, no se trata de escoger entre la «izquierda» y la «derecha», sino entre el caos y el orden.

Sin embargo, como desde Europa no siempre disponemos de todos los elementos necesarios y suficientes para analizar la compleja realidad hispanoamericana, me gustaría proponer algunos argumentos sobre los cuales pretendo apoyar mis reflexiones acerca de la situación política peruana.

Para comenzar, Ollanta Humala no es el primer candidato sorpresa que se cuela sin partido y sin programa de gobierno en la segunda vuelta de unas elecciones generales en el Perú. El primero fue Alberto Fujimori, quien alcanzó la presidencia en 1990 gracias a los votos de la izquierda y el APRA. El segundo fue el actual presidente, Alejandro Toledo, beneficiado por los descartes de otras figuras como Pérez de Cuéllar y Valentín Paniagua, y que en honor a la verdad no ha sido un mal gobernante. Ollanta Humala vendría a ser así el tercer espontáneo que disputa un mano a mano electoral, y tres elementos -como nos enseñó Edgar Allan Poe- ya conforman una serie.

¿Por qué una significativa mayoría de peruanos desconfía desde 1990 de los partidos, de las instituciones democráticas y del propio Estado de Derecho? Sin duda, porque no le consta que ni los partidos, ni las instituciones democráticas ni el Estado de Derecho se hayan preocupado por sus circunstancias fuera de las convocatorias electorales.

En segundo lugar, aunque la candidatura de Ollanta Humala es auspiciada por el venezolano Hugo Chávez y aunque el APRA de Alan García es un partido afín al peronismo argentino, ninguno de los dos representa una alternativa progresista comparable -por ejemplo- a la de los chilenos Eduardo Lagos y Michelle Bachelet. Esa opción la encarnaba la candidata Susana Villarán, una profesional de amplia experiencia en la gestión pública y el trabajo en ONG, que ha obtenido unos resultados testimoniales en la primera vuelta electoral. Por lo tanto, si la socialdemocracia europea en general y la española en particular quisieran saber quién personifica en el Perú sus ideales y propuestas, no es Ollanta Humala y no es Alan García, sino Susana Villarán.

En tercer lugar, aunque Lourdes Flores ha contribuido desde la oposición a la gobernabilidad del Perú, en realidad no ha tenido ninguna responsabilidad de gobierno durante los últimos dieciséis años. Siempre estuvo en la primera línea de batalla contra el fujimorismo y no pasó de la primera vuelta en las elecciones donde Alejandro Toledo derrotó a Alan García en 2001. Entonces ¿por qué su candidatura parece lastrada por los errores e injusticias perpetrados por esos gobiernos que nunca integró? Quizá porque en su equipo sí hay personajes que colaboraron con Fujimori, pero especialmente porque su candidatura es percibida como de derechas y eso da pie a endosarle los más reaccionarios prejuicios del imaginario político. ¿Qué habría ocurrido si alguien del entorno de Lourdes Flores hubiera anunciado su deseo de fusilar a los homosexuales? Lo más seguro es que la habrían censurado como sucedió cuando su padre denigró a Toledo en las elecciones de 2001. Entonces ¿por qué los padres y hermanos de Ollanta Humala pueden anunciar todos los fusilamientos que se les ocurra sin afectar la popularidad de su candidato?

Pienso que desde hace varios años en el Perú quienes se presentan como respetuosos de leyes, normas y reglas sufren las peores consecuencias cuando son acusados de la más mínima falta o transgresión. Por contra, quienes desde el principio anuncian su desprecio por las leyes, las normas y las reglas, parten con ventaja porque el Perú es un país que se sostiene gracias a la economía sumergida, la piratería y la violación sistemática de la legalidad.

Así, la mejor metáfora de la realidad política peruana es el caótico tráfico y tránsito de Lima, una ciudad donde cualquier conductor percibe que no hay leyes, no hay normas y no hay reglas. Y mientras algunos candidatos se esfuerzan en demostrar la eficacia de unas leyes que nadie quiere cumplir, otros se sitúan fuera de la legalidad para ofrecer un orden que no se basa en un pacto social sino en una imposición. El malentendido es tan grande que muchas situaciones legales se perciben como injustas, varias reivindicaciones legítimas son ilegales y la mayoría de causas justas carecen de legitimidad. Por eso la tentación totalitaria es tan seductora en el Perú.

Uno de los libros peruanos más brillantes del siglo XX -«Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes» (Lima, 1987), del desaparecido historiador Alberto Flores Galindo- demostraba la existencia en los Andes de una nostalgia por los tiempos anteriores a la conquista española y una idealización de la «arcadia incaica» como la sociedad más justa posible. Flores Galindo documentó la evolución de aquel pensamiento utópico a través de la historia y concluyó que «para las gentes sin esperanza, la utopía andina es el cuestionamiento de esa historia que los ha condenado a la marginación. La utopía niega la modernidad y el progreso, la ilusión del desarrollo entendida como la occidentalización del país» (p.363-364).

No he dejado de pensar en el libro de Flores Galindo desde que he reparado en que uno de los candidatos presume de descender de caciques, asegura que sólo los andinos son peruanos, promete restaurar la justicia que abolió la conquista y encima se llama como un general del inca Pachacútec. Ignoro quién será el rival de Ollanta Humala en la segunda vuelta de las elecciones peruanas, mas sí sé que tendremos que elegir entre un incanato que nunca tuvimos y una democracia más bien precaria, pero que es la que tenemos.