La severa derrota electoral sufrida por el Partido Popular ha hecho saltar todas las alarmas en la calle Génova 13. Sobre todo porque los 66 escaños logrados el domingo, apenas un 16,70% de los votos, no conectan al nuevo PP de Casado con el espíritu de refundación y relanzamiento que inspiró la Convención Nacional, celebrada en enero a bombo y platillo. Al contrario, enfrentan al Partido Popular con la realidad de un episodio menos glorioso: el peor resultado electoral de su historia. No se trata de un descalabro como el sufrido por el Partido Radical en 1936 o la UCD en las elecciones de 1982. Pero lo cierto es que el partido de Pablo Casado hace buenos los 107 diputados conseguidos por Alianza Popular en 1982.
Se trata de un resultado que deja a los populares sumidos en una grave crisis de identidad. Que amenaza, incluso, la actual viabilidad organizativa del partido al comprometer los recursos disponibles. Y que, en definitiva, pone al PP ante el abismo existencial al que todos los partidos políticos se asoman alguna vez en su historia. Pues los partidos nacen, crecen y se desarrollan si pueden adaptarse a los desafíos. Pero cuando dejan de ser capaces de competir en su territorio natural de caza entran en una fase de decadencia. Y ésta puede llevarles, si no se encuentra la forma de salir a flote, a convertirse en materia para los historiadores.
Al analizar las causas de la debacle electoral del Partido Popular no sería justo descargar todo el peso de la responsabilidad sobre Pablo Casado, que partía de una herencia compleja. De una parte, Casado pasaba a presidir un partido inmerso en una tendencia electoral descendente. El PP no había dejado de perder votos desde la mayoría absoluta lograda en 2011, casi tres millones hasta las elecciones de 2016. Un descenso que, además, se inscribía en una dinámica general de pérdida de apoyo del bipartidismo. Si en 2008 PP y PSOE sumaban juntos el 83,81% de los votos, hoy ambos partidos se quedan anclados en el 45%. De otra parte, Casado ha recibido un partido sobre cuya imagen pública pesa, de manera extraordinaria, la losa de la corrupción. Y, por añadidura, si Aznar dejó escrito en su libro Ocho años de gobierno "no puede marcharse uno de un partido político dando un portazo, cuando uno se va, hay que dejar un partido ordenado, con ideas claras y un proyecto articulado", Casado se encontró lo contrario. Una organización en crisis que había quedado desnortada, huérfana de liderazgo y abierta en canal por luchas internas iniciadas tras la salida abrupta de Mariano Rajoy de La Moncloa.
Sin embargo, sí cabe imputar a Pablo Casado, a su equipo en general, la responsabilidad de algunas decisiones estratégicas que, a todas luces, no han contribuido a enderezar el rumbo del partido. Por ejemplo, una lógica de confección de listas electorales discutible. En las que el partido se ha mostrado más atento a entretener a la opinión pública con fichajes mediáticos que a satisfacer el perfil de candidatos que tradicionalmente han facilitado la identificación del Partido Popular con la seguridad y la eficacia en la gestión pública. Pero cabe señalar, sobre todo, el no haber sabido traducir la promesa de rearme ideológico del partido en un discurso sólido y creíble. A fin de cuentas, la llamada revolución ideológica de Casado, con la reivindicación del retorno a una "derecha sin complejos" por bandera, solo ha servido para imprimir al partido cierto aire de cabreo y rebeldía. Pero sin saber ciertamente ni por qué, ni contra qué. Y, lo peor, sin permitirle mantener a su electorado tradicional, ni construir un consenso alternativo que le permita aspirar a una nueva mayoría social.
Para entender esta confusión ideológica del Partido Popular no puede perderse de vista el origen del éxito de Pablo Casado en las primarias a la presidencia del partido, en las que asumió el rol del outsider que desafiaba a la candidatura continuista. A pesar, claro está, de ser una de las caras más conocidas del partido por su desempeño como vicesecretario general de comunicación del partido desde 2015. Entre los sectores críticos con el liderazgo de Mariano Rajoy, dentro y fuera del partido, había tomando cuerpo la idea que asociaba la decadencia electoral del Partido Popular con la traición a los valores y principios del partido. Y, aunque públicamente Casado no ha renegado del marianismo, supo detectar que dicha asociación de ideas, que nutría el consenso contra la candidatura de Soraya Saénz de Santamaría, estaba operativa como diagnóstico y como fuerza movilizadora de la militancia. De ahí que Casado armonizase su candidatura con las demanda de recuperar la unidad y la autenticidad perdidas restaurando la esencia ideológica del partido.
Este diagnóstico, por supuesto, no era pura fantasía. La llegada a La Moncloa de Mariano Rajoy coincidió con un proceso de desideologización del partido que tenía un objetivo: ensanchar la base electoral del PP a costa de la debacle electoral del PSOE en las elecciones de 2011. En esta estrategia encuentra sentido la renuncia del Partido Popular a una acción reformista de calado, la búsqueda de entendimiento con los socialistas en distintas materias -incluida la antiterrorista- o una actitud tibia frente al problema catalán. Rajoy nunca fue un doctrinario, ni entendió la política como enfrentamiento ideológico. Lo remarcó en su discurso de despedida, cuando afirmó que "no estamos al servicio de ninguna doctrina, no somos doctrinarios, nosotros estamos al servicio de los españoles". Pero lo dicho es compatible con la constatación de que la vía Rajoy a la hegemonía de la derecha no se tradujo en los resultados esperados. Ni el espacio del PP dejo de reducirse ni la izquierda, si bien dividida, dejo de entenderse y colaborar. Y frente a esta estrategia fallida cabe la crítica, la evaluación del rendimiento de cada decisión de calado y la propuesta de alternativas.
Sin embargo, cabalgar el consenso que hacía del marianismo un ejercicio de rendición de los principios del Partido Popular se ha mostrado un arma de doble filo para Pablo Casado. En primer lugar, el discurso que plantea la recuperación de la personalidad liberal y desacomplejada del Partido Popular como la restauración del partido refundado en 1989 no trabaja sobre la historia real, sino sobre una recreación del pasado. Vale decir en este punto que se puede confundir la obra de Thatcher con un thatcherismo idealizado. Del mismo modo que se puede sustituir la praxis política de los gobiernos de Aznar por un aznarismo idealizado para consumo ideológico.
Pues buscar una derecha desacomplejada en el pasado se enfrenta al hecho de que la refundación de la derecha española no fue un ejercicio de ortodoxia ideológica, sino un episodio de pragmatismo que aprovechó a fondo los incentivos del sistema político de la Transición -como la dinámica de competición centrípeta- para construir una máquina electoral disciplinada y competitiva. En las memorias del ex presidente del Gobierno se encuentra la semilla de un Partido Popular como "el partido que tenía que empezar a ocupar de verdad el espacio del centro político, el espacio de la moderación", entendido como "el espacio en el que se mueve la gente que no quiere que le digan cómo tienen que ser las cosas y prefiere asumir la responsabilidad de su propia vida y de sus propias decisiones»" Y entender lo contrario es lo que ha empujado al PP a enarbolar un discurso bronco y áspero en algunos momentos de la campaña, confundiendo la forma con el fondo, la dureza discursiva con la claridad ideológica.
Sin embargo, el mayor problema de haberse dejado llevar por el viento del consenso contra Rajoy es que ha dirigido el barco del PP al mismo puerto donde ya había llegado Vox. Y, en última instancia, el partido que lidera Santiago Abascal, carne de la carne de los populares, ha resultado un intérprete mucho más creíble del relato que hace del Partido Popular un partido superado por la historia, sin principios ni valores claros, que se ha convertido en el caballo de Troya gracias al cual el "consenso socialdemócrata" ha entrado en la fortaleza de la derecha.
Si el Partido Popular aspira a ser un partido de vocación mayoritaria sólido y reconocible debería evitar los cantos de sirena de modelos ajenos e ideologías prefabricadas, que sólo sirven para imponer un corsé a la praxis del partido. Y buscar en su historia real, que no imaginaria, los recursos para afrontar la transformación del PP en un partido moderado, moderno, institucional y firme en la defensa de los valores constitucionales. La política, como decía el filósofo conservador Michael Oakeshott, no deja de ser un ejercicio que "consiste en mantenerse a flote y en equilibrio" donde "el mar es amigo y enemigo" y "el arte de navegar consiste en utilizar los recursos de una forma de comportamiento tradicional para convertir en amiga toda situación hostil".
Jorge del Palacio es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.