El próximo 11 de septiembre se cumplirán 50 años del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende y marcó la historia chilena con el inicio de una dictadura que se extendió hasta 1990. El retorno a la democracia ha sido un proceso de exitosa reconstrucción del sistema institucional y social, aunque marcado por una continua polarización y numerosas tensiones sociales.
Uno de los últimos resabios de la dictadura es la vigente Constitución chilena. Un texto que reflejaba la esencia del experimento neoliberal que tuve en Chile uno de sus principales campos de experimentación y que llevó a la aplicación más ortodoxa de las fórmulas de los monetaristas de la escuela de Chicago. Muchas de las reformas que no pudieron ser aplicadas en el Reino Unido o en los Estados Unidos durante los gobiernos de los icónicos Margaret Thatcher y Ronald Reagan por la acción del sistema de contrapesos sociales e institucionales se pusieron en práctica en Chile. La dictadura había terminado allí con ese sistema de contrapesos.
Casi 30 años después del retorno a la democracia, en 2019, el alza del billete de transporte sirvió como detonador de una olla a presión que venía condensando numerosos descontentos sociales. Varios sectores sociales se movilizaron para mostrar su enfado con el sistema, espoleados por la frustración de sus expectativas. La sociedad chilena ha mejorado en muchos de sus indicadores de calidad de vida, pero demanda mejores políticas públicas y más resultados en la lucha contra la desigualdad y la vulnerabilidad de sus ciudadanos a la pobreza.
Si bien el estallido ciudadano ocurrió también en otros países latinoamericanos, en Chile parecía tener una vía de solución más evidente. Una nueva Constitución que sirviera al diseño de un nuevo modelo económico e institucional más adecuado a los tiempos y a una democracia. El 78% de los chilenos respaldaron esta iniciativa en el plebiscito de 2020.
Lo paradójico del caso es que lo que parecía una clara ruptura vertical entre ciudadanos y Estado se ha revelado como un proceso mucho más complejo de rupturas sociales. Las elecciones de 2021 enfrentaron a Gabriel Boric, el actual presidente de izquierda, que abrazó la reforma del texto constitucional como una de sus banderas, y José Antonio Kast, representante de una derecha extrema nostálgica de la dictadura.
Kast y su Partido Republicano, que en 2020 se oponía a la redacción de una nueva Constitución, ganó este domingo 7 de mayo las elecciones al Consejo Constitucional con el 35% de los votos (22 de 50 escaños). Eso le dará el control del organismo que tendrá el mandato de elaborar un nuevo texto constitucional tras una primera propuesta que fue rechazada por la ciudadanía en 2022.
La primera propuesta constitucional ampliamente rechazada fue elaborada por un variopinto conjunto de actores, elegidos popularmente, muchos de ellos independientes. El abuso del histrionismo en el proceso, la falta de concreción técnica de algunos detalles, el excesivo eco que recibieron las cuestiones más particularistas y, en general, la fragmentación de un texto que no representaba a la mayoría fueron algunas de las causas de su rechazo.
El 'no' de los chilenos ha sido un grave fracaso para un Gobierno que se había cobijado en la redacción de la nueva Constitución y que ha terminado asumiendo el fracaso como propio. Mientras tanto, la derecha jugó bien sus opciones. Capitalizó a los descontentos con un Gobierno con muchos frentes de tensión abiertos y se presentó como la fuerza política "externa" irremediablemente necesaria ante la levedad y falta de rigor de los antipolíticos y apolíticos más cercanos a la izquierda.
La democracia ha hablado en Chile y no hay duda de que cuando habla lo hace con legitimidad. Bien para elegir a un joven presidente surgido del movimiento estudiantil o bien para darle el poder del cambio a los más cercanos al viejo orden.
Sin embargo, esto pone una nueva fuente de incertidumbre sobre la mesa. La alianza entre el Partido Republicano y la derecha tradicional tienen ahora el poder para redactar un texto incluso más conservador que el anterior. La gran pregunta es si lo harán anclándose a su visión de un orden que, aunque deseado, ya no existe, o si serán capaces de leer los cambios que demanda una sociedad que sigue muy enfadada.
Quizá lo único que amalgama hoy en Chile a unos ciudadanos separados por enormes fracturas sociales, de clase, de ideología y generacionales sea el enfado.
Aunque el proceso constitucional es particular de Chile, lo que ha ocurrido no se quedará en sus fronteras y tendrá un impacto regional. La llamada "marea rosa" tendrá que tomar nota de la escasa tolerancia de sus electores al fracaso. Mientras tanto, las derechas, en especial las más extremas y populistas, se frotan ya las manos ante la posibilidad de ser los próximos ganadores de las urnas del castigo.
Erika Rodríguez Pinzón es profesora de la Universidad Complutense, investigadora del ICEI y Special Advisor del Alto Representante de la Unión Europea.