Sigue uno con creciente interés (y asombro siempre) las apariciones públicas de José Luis Ábalos, el ex ministro socialista y mano derecha de Ese hasta que este lo defenestró hace unos meses sin mayores miramientos ni consideración a los altísimos servicios que le había prestado (al fin y al cabo Ese siempre le deberá la moción de censura que le hizo presidente del gobierno).
¡Qué personaje característico de novela costumbrista! Su tosquedad, su volumétrico cinismo, su descaro, ese aspecto de arriero desaseado y barrigón que le habla a todo el mundo como lo hace a la recua, a gritos y palos, o bien, si se trata de su bestia favorita, acercándosele a la oreja con susurros tiernos.
A medida que va adelante esta novela española, la que escriben él y sus antiguos subalternos para aburrimiento general, la trama se les está yendo de madre.
![En conciencia, la recua](https://www.almendron.com/tribuna/wp-content/uploads/2024/09/en-conciencia-la-recua-1.webp)
Un novelista concienzudo trataría de ir encajando ya todas las tramas, la taracea. Cuanto más avancen, más difícil lo tendrán. Son muchos los cabos sueltos, cierto, reconocen, aunque tiempo tienen, aseguran también. «Tres años, y se les va a hacer largo» (o sea, pesado y aburrido), repite una y otra vez el ministro Bolaños. Otro característico, de tez pálida y labios exangües de piñón, a un tiempo insomne y como recién levantado de la cama. Se le ve por las covachuelas de la política española de un lado para otro, impaciente y manoseándose en redondo las manos. Un jesuita de los del siglo XVIII. Y como viene a cuento, déjenme traer aquí lo que decía de aquellos padres nuestro liberal castizo, el ilustrado don José Nicolás de Azara.
Acaban de publicarse los dos tomos de la correspondencia con su jefe y amigo, Manuel de Roda, Secretario de Gracia y Justicia de Carlos III. Ocasión habrá de hablar de este trabajo monumental, único y admirable. Nadie ha definido mejor que Azara el comportamiento jesuítico. Fue él quien llevó adelante en Roma el mandato del rey para la disolución de la Compañía («la carcoma que nos roe las entrañas») y la expulsión de los jesuitas, e hizo de estos en una sola línea un retrato afilado: «Están empapados, sin excepción», dice, «en el espíritu de intriga y cavilación».
Cada día que pasa podrán empaparse estos nuestros cuanto quieran en la cavilación, pero el tiempo de la intriga se les va estrechando, y la novela llega a su fin: a la señora de Ese la Universidad Complutense acaba de descabalgarla de la canonjía que obtuvo únicamente por razones de género, o sea, por ser la mujer de Ese, y los procesos en los que está imputada por corrupción siguen su curso; el Tribunal Supremo y la mayoría de comunidades autónomas han recurrido la Ley de Amnistía ante el Tribunal Constitucional, y el socio de Ese, un carlista de antaño (otro característico, que le mantuvo en La Moncloa tras un pacto mafioso a cambio del borrado de sus delitos contra el Estado y de malversación), ve también, al no aplicársele esa misma amnistía, cómo su propia novela va tornasolando inexorablemente de épica a sainete; más de medio país, incluidos muchos socialistas, se han amotinado a cuenta del Concierto fiscal para Cataluña, y, en fin, por si le faltaran incentivos a la trama general, Clío (la musa de la Historia que Galdós transformó en la quinta serie de sus Episodios en Mariclío) sacó a escena al gran Ábalos. Lo hizo justo en el momento en que los socialistas lo sacaban a él de su recua parlamentaria y lo mandaban al grupo mixto.
Recua parlamentaria: que nadie se ofenda: «Conjunto de animales de carga, que sirve para trajinar» y las cosas «que van o siguen unas detrás de otras». ¿Han hecho esos 122 diputados socialistas cosa distinta que cargar con los cambios de opinión de un jefe «hipócrita y disimulado» como el suyo, y esto sin rechistar e irracionalmente?
Ábalos seguiría en la recua que él ayudó a aparejar de no haberlo mandado Mariclío al gallinero del Parlamento. De hecho su corazón ha estado con ese ganado todos estos meses, trajinando lo que ellos, siguiéndolos de cerca, manso, mohíno y sentimental. Los acontecimientos han ido complicándosele también a él, enredado en su propia trama.
¿Han cambiado ahora algo las cosas? Un poco. Se trataba de que el Parlamento español proclamara como presidente electo de Venezuela a Edmundo González, «un héroe» según Ese, quien, no obstante, ordenó a los suyos no reconocerlo así, tal y como le pidieron Zapatero (para Ese el verdadero héroe) y Maduro. Y así procedieron, votando no. Ábalos se abstuvo, dijo, para obrar «en conciencia», dando a entender con ello que o bien no ha tenido conciencia hasta ahora y la ha recuperado, o quienes no la tienen son sus compañeros socialistas, que en conciencia deberían, como mínimo, haberse abstenido como él.
En conciencia o sin ella, esta novela nacional sigue su curso. Mariclío entretanto hace diabluras (es su carácter), y ayer el desquiciado régimen venezolano ha llamado a consultas a su embajadora en Madrid.
¿Cómo terminará este episodio nacional? Cualquier lector de novelas no perderá de vista a José Luis Ábalos y las maletas de Delcy. Ha dejado la recua y finge tener conciencia. El buey suelto bien se lame, parece decir. Pero se resiste a mugir: con todo lo que ese hombre habla, no ha dicho todavía ni mu. Hasta que Mariclío lo convierta en el narrador omnisciente de la farsa. Y esto sucederá. Tarde o temprano. Y la realidad sobrepasará a cualquier ficción que ahora imaginemos.
Andrés Trapiello