En connivencia con lo peor

En cierto pasaje de la décima y última novela de la serie del inspector Martin Beck, Los terroristas (recientemente reeditada en España por RBA), los escritores suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö describen de este modo un indeterminado país latinoamericano: «A pesar de las diferencias, en general ese país era, al igual que Suecia, una democracia simulada, gobernada por una economía capitalista y por cínicos políticos profesionales». Imagínese la afrenta que representaba para los políticos suecos de la época (1975) semejante comparación. Es muy probable que todos ellos la repelieran como la boutade de un par de comunistas. Lo cierto es que lo eran, pero también que cuatro décadas más tarde a ambos se les considera unánimemente como los máximos referentes del género negro europeo, y que autores hoy leídos por millones de lectores, como Henning Mankell o Stieg Larsson, se sitúan a su estela, entre otras cosas, al denunciar la falsedad y la corrupción de un estado de bienestar que lo es, en primer lugar, de bienestar de su clase dirigente, y donde el poder antepone una y otra vez el interés privado al general. En esta su indiscutida calidad de precursora, Maj Sjöwall, la superviviente del dúo, recibirá el jueves en Barcelona el Premio Carvalho.

Hay ocasiones y coyunturas en que afirmaciones o interpretaciones que en otra circunstancia podrían pasar por extremistas se instalan en la conciencia colectiva como una hipótesis dolorosamente plausible. El goteo constante de casos de corrupción en los últimos tiempos, barriendo todo el espectro político, desde el partido del Gobierno hasta el primero de la oposición, sin excluir los que lo son (gobernantes y opositores) en comunidades tan significativas como Cataluña, y alcanzando al entorno próximo a la propia jefatura del Estado, han precipitado a buena parte de la ciudadanía española a una intuición no muy alejada de la mordaz descripción literaria que encabeza estas líneas. De tanto ver desfilar a gente que desde el poder o sus aledaños decidió hacer suyo el dinero público, amén de evadir los impuestos que le correspondía soportar, son muchos los españoles que tienen la sensación de que habitan en una ficción democrática que encubre una realidad mucho más ruin y descarnada: la colusión entre sedicentes servidores públicos y astutos ventajistas privados para desvalijar la caja común y engordar las suyas.

Llegados aquí, es pertinente puntualizar un par de cosas. La primera, que no podemos extraer conclusiones definitivas ni formular juicios terminantes en tanto los indicios puestos de manifiesto no adquieran, con garantías suficientes para los acusados, la condición de imputaciones fundadas. No se trata de la mecánica y huera apelación a la presunción de inocencia, sino de recordar que es fácil acusar sin pruebas y que siempre hay quien tiene interés en eludir sus propias responsabilidades señalando otras, reales o imaginarias. La segunda es que toda generalización entraña una simpleza, y que presuponer una indiscriminada y masiva deshonestidad entre quienes se dedican a la política resulta tan incoherente y ajeno a la experiencia como pretender que toda la humanidad está compuesta por malvados. Cabe presumir, alguna prueba tenemos, que hay no pocas personas dignamente comprometidas con el servicio público.

Ahora bien, sentado esto, los hechos y personajes que tenemos encima de la mesa, y el momento en que afloran, impiden despachar el escándalo con esas dos consideraciones de carácter general, tan ecuánimes como aquí insuficientes. Pensemos que la ciudadanía que enjuicia los acontecimientos está hundida en una crisis económica feroz, sometida a continuos ajustes y a permanentes aumentos impositivos que en muchos casos llegan a gravar una capacidad económica inexistente: no la tiene el autónomo ni el pequeño empresario para ingresar cada trimestre el IVA que no ha podido cobrar (y acaso jamás cobre), ni el trabajador precario o en paro para sufrir nada menos que un 21 por ciento de imposición por algo tan básico como encender la luz por la noche. Sin embargo, se les exige que paguen, y pagan. Cómo esperar que estos ciudadanos se traguen sin rechistar, por ejemplo, que un señor que era senador y trabajó 20 años como alto cargo de un partido político se llevaba a Suiza millones de dinero negro que blanqueó merced a una amnistía fiscal aprobada por sus compañeros. El torpedo va directo a la línea de flotación y al corazón de la credibilidad de los que gobiernan.

En cuanto a los salpicados, su calidad impide despachar los hechos, sin más, como acciones aisladas y que no manchan ni extienden la sospecha más que a ellos mismos. Hablamos, empezando por el propio Bárcenas, de personas muy cercanas a quienes encarnan instituciones cruciales, de personas que estuvieron ahí durante muchos años, por cuyas manos pasaron demasiadas cosas, y pudieron pasar aún más. El ex alcalde de Lloret de Mar, ciudad donde (presuntamente siempre) se tomaban decisiones urbanísticas y fiscales en beneficio de un mafioso ruso, llegó a sonar como candidato para dirigir la Policía autonómica catalana. Se trata de esta clase de daños, que llegan a afectar a la misma seguridad del Estado, exponiendo la gestión de lo público a los manejos de sus más peligrosos enemigos.

Al margen de quien haya cogido o no sobres o pagado o no sus impuestos, asunto que la Justicia deberá indagar y dilucidar, lo que resulta obvio es que han fallado, de forma inaceptable, los controles dispuestos para evitar que quien recibe la encomienda de velar por los intereses del común se dedique a trabajar contra éste, para sí y en connivencia con lo peor. Demos las gracias a esos jueces, lentos pero por fortuna independientes, y a esos policías que se juegan mucho en el envite de ir a por un poderoso (lo que el saneamiento de la política catalana, por ejemplo, le debe a la Guardia Civil, es deuda que algún día habrá de reconocerse). Pero ya es hora de empezar a ahorrarles trabajo.

Corromperse no sólo es inmoral, también es estúpido, porque te mezcla con gente que no es de fiar y que, en cuanto las cosas se tuercen, se convierte en tu sepulturera. Aprendan la lección quienes tienen responsabilidades, desinfecten lo hecho hasta aquí, les cueste lo que les cueste, y preparen un futuro en que no nos asalten estas inmundicias. Más que una exigencia ética, es diligencia inexcusable para administrar un país que no puede volver a protagonizar semejante fracaso colectivo.

Lorenzo Silva es escritor. Su última novela es La marca del meridiano, premio Planeta en 2012.

2 comentarios


  1. Muy certero y bien traido. Añado además, que la opinión pública está desviando demasiado el punto de vista hacia las salidas de dinero de los partidos, obviando que hay un grave problema en las entradas, hay que preguntarse también quién y por qué aporta fondos a los partidos.

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  2. Esta corrupcion en la politica, deriva de otra entre el verdadero poder, el economico que nos ha "impuesto" esta crisis.

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