En defensa de Cánovas

El pasado 13 de junio el diputado Iglesias Turrión citó en el Congreso, en numerosas ocasiones, al presidente del Consejo de Ministros de S. M., don Antonio Cánovas del Castillo. Cánovas nació en Málaga en 1828 en el seno de una familia ilustrada y humilde. Su padre era maestro de primera enseñanza y Cánovas pudo estudiar filosofía y derecho en Madrid gracias al apoyo de su tío, el escritor Estébanez Calderón. Empleado en el ferrocarril de Aranjuez, comenzó una brillante carrera profesional y política que terminó por la acción del pistolero terrorista italiano Angiolillo (para que se hagan una idea, al estilo de la ETA), en el balneario de Santa Águeda, Mondragón, en agosto de 1897.

Sin ningún género de dudas Cánovas fue el principal político español del siglo XIX, arquitecto del régimen de la Restauración de 1876, que hasta ahora ha sido el régimen parlamentario y de libertades más prolongado de la historia de España. Aquel fue un régimen de libertades y de democracia incipiente, con uno de los derechos de sufragio universal más tempranos de Europa (1890). Una monarquía parlamentaria, interrumpida en 1923 por un cirujano de hierro, el general Primo de Rivera que puso fin a la Constitución de 1876. Esa era la propuesta rupturista del regeneracionista Joaquín Costa, que tantos elogios recibió por parte de Iglesias Turrión en su discurso del Congreso de los Diputados.

En defensa de CánovasSobre el prestigio de Cánovas, recomiendo una visita al Panteón de Hombres Ilustres de Madrid y que observen la escultura de Agustín Querol que rememora la figura de don Antonio: es una obra de arte monumental (de ocho metros por ocho y tres de profundidad), modernista, de tipo retablo y en mármol blanco. Cánovas reposa sobre un sarcófago en cuyo frente aparecen una joven abrazada y seis virtudes: Templanza, Sabiduría, Justicia, Elocuencia, Prudencia y Constancia. Sobre el fondo están representados Cristo resucitado y la Patria, la Historia y el Arte lloran la trágica muerte del político asesinado.

Sus contemporáneos, tanto republicanos (Castelar) como liberales progresistas (Canalejas, también asesinado por un terrorista) admiraban y respetaban a Cánovas y es famosa la frase de Sagasta: “Ahora, muerto Cánovas, podemos tutearnos todos”. Cánovas era reconocido en toda Europa; el canciller Bismarck, ante el Parlamento alemán, el Reichstag, dijo: “Jamás he inclinado la cabeza ante nadie, pero siempre lo hacía con respeto al oír el nombre de Cánovas”.

En una cosa tiene razón el diputado Iglesias Turrión: la historia es esencial en un discurso político. A los argumentos hay que oponer otros argumentos. El Sr. Rajoy, frente a largos minutos de tergiversación histórico-política, no citó ni defendió una sola vez el nombre de Cánovas y se limitó a contestar: “Hemos escuchado también una lectura torcida de la historia”; “Ahora vamos a lo importante, porque aquí quien se somete a la voluntad y a la decisión de la Cámara es usted y, por tanto, de lo que se trata es de saber si usted es apto en opinión de la Cámara o no para ser el presidente del Gobierno y si su programa recibe el apoyo mayoritario de la misma”. Pero lo importante en un discurso son los argumentos, los razonamientos, los hechos, las pruebas. Esto es propio del parlamentarismo español del régimen del 78 y de nuestro encorsetado reglamento del Congreso: ganar votaciones, pero no debatir argumentos.

Bien sea por una ignorancia enciclopédica o por un temor infundado a ser rebatidos o ridiculizados, los actuales políticos conservadores españoles omiten referencias a la historia mientras que nacionalistas e izquierdistas la utilizan, llena de falsedades, como arma arrojadiza. Por el contrario, en el siglo XIX y en la Restauración hasta 1923, los políticos más destacados (Cánovas, Castelar, Silvela, Pi y Margall, Salmerón, Romanones) escribieron libros de historia y creían que esa disciplina era fundamental para un discurso político consistente. Valoraban la historia como enseñanza de experiencias positivas de las que aprender y de las negativas que no había que repetir; apreciaban aquellos ejemplos que se habían desvelado beneficiosos para la libertad y la convivencia.

Cánovas fue además un investigador de historia en fuentes primarias en el archivo de Simancas y sus libros sobre la España de los Austrias siguen siendo referencia obligada para ese periodo: Historia de la decadencia de España, desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II; Bosquejo histórico de la Casa de Austria en España y Estudios del Reinado de Felipe IV, entre otros.

Iglesias Turrión demostró tener un conocimiento histórico superficial, lleno de tópicos, sectario y antiguo, procedente de Ramos Oliveira y Tuñón de Lara, dos historiadores hoy casi olvidados hasta por sus discípulos. Por el contrario, las eruditas investigaciones de Cánovas iban orientadas a entender la esencia de nuestra historia en su grandeza y decadencia, para proponer, con vocación de futuro, soluciones políticas de integración, de paz civil y de libertad.

En 1875, había que acabar con la exclusión política y con el protagonismo del ejército en la política española. Es falso que Cánovas (como sostiene el diputado Iglesias) no tuviera una visión de futuro de España. Es un latiguillo izquierdista sin ningún soporte empírico. Al revés. Su visión de futuro fue su mérito principal por el que fue respetado por sus adversarios, pero no por sus enemigos que lo asesinaron.

En relación a la condición de hombre de empresa de Cánovas hay que recordar a Iglesias Turrión, por si no lo sabe, que en casi cincuenta años de Restauración, con una amplísima libertad y competencia de prensa, no estalló ni un solo escándalo de corrupción. En aquellos años de iniciativa privada, con un Estado español de muy limitados recursos, los empresarios nacionales y extranjeros construyeron las infraestructuras necesarias que posibilitaron el posterior desarrollo y modernización de nuestra patria. Modernización, industrialización y urbanización que fueron muy evidentes y considerables durante el reinado de Alfonso XIII.

Esa cultura de probidad pública, de honradez, se prolongó incluso a los años de la II República, que sólo tuvo un caso de corrupción, en 1935, por el regalo de un reloj al sobrino del ministro Alejandro Lerroux. Otra cosa es el saqueo producido por la desaparición efectiva del gobierno republicano desde julio de 1936 por el estallido de la guerra civil.

De nuevo, la guerra civil, que no podía faltar, con una versión parcial, sesgada y, por tanto, falsa. Según el diputado Iglesias Turrión: “Acabó la República con una guerra que enfrentó a la democracia con el fascismo.”

No, Sr. Iglesias. Los hechos fueron diferentes: la República acabó por un golpe de Estado de parte del ejército, al estilo de los pronunciamientos militares del siglo XIX, que al fracasar en Madrid, desencadenó una guerra civil. La guerra civil no enfrentó a la democracia con el fascismo. El partido falangista apenas contaba con unos pocos miles de afiliados y la República dejó de existir como régimen democrático en julio de 1936.

El poder republicano se dispersó en los frentes de la guerra y en las calles con una turba armada de sindicalistas, anarquistas y comunistas dedicada al saqueo y a los paseos de ciudadanos por el hecho de ser católicos o trabajadores y profesionales no adeptos a la izquierda. Por eso, lo que quedaba de la República no obtuvo el apoyo de las democracias occidentales.

Puestos a comparar, la figura de Azaña es la opuesta a la de Cánovas. Donde Cánovas intentó incluir, Azaña consiguió excluir; donde Cánovas intentó y logró un régimen de libertad e integración para todos los españoles, Azaña diseñó una constitución sectaria, hostil para media España, que a su juicio no admitía reformas, ni siquiera por la vía de los votos. De ahí que sea “realmente importante” responder a las invenciones historiográficas de la izquierda. Porque, el que calla, otorga.

Guillermo Gortázar, es abogado e historiador. Autor del libro 'Alfonso XIII, hombre de negocios'. Su último libro es 'Bajo el dios Augusto. El oficio de historiador ante los guardianes parciales de la historia'. (Madrid, Unión Editorial, 2017).

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