En defensa de la calderilla

El dinero en efectivo pasa una mala racha. Al Bizum, al Apple Pay y a la reserva a tocar manos desconocidas –aunque sea vía billetes y monedas– propia de una emergencia sanitaria mundial, se une ahora la voluntad del Gobierno, que ha declarado públicamente su intención de erradicar el pago en moneda.

En previsión a la crisis económica que vendrá de la mano de la nueva normalidad, el Grupo Parlamentario Socialista ha presentado una batería de medidas que buscan combatir el fraude fiscal y la economía sumergida. Entre ellas, se encuentra “la eliminación gradual del pago en efectivo, con el horizonte de su desaparición definitiva”.

La iniciativa del Ejecutivo no es ni anómala en nuestro entorno (algunos países europeos ya han transitado por este camino y tienen límites más severos para el pago en metálico) ni peregrina: no en vano, el uso de efectivo es cada vez menos popular (especialmente entre los jóvenes) y la OMS ha recomendado el pago con tarjeta mientras dure el contexto de pandemia.

Pero, por muy oportuno que sea el debate acerca de los límites que deban imponerse al pago en metálico, su completa supresión no deja de ser, como mantiene el Banco Central Europeo, una pésima idea.

El pago en metálico es un método absolutamente democrático: todos podemos efectuar una compra o una venta por medio de billetes y monedas, sin necesidad de disponer de ninguna tecnología ni de adscribirnos a un banco o proveedor de servicios de pago.

La supresión del pago en efectivo conlleva una dependencia de los prestadores de servicios de pagos electrónicos

De ahí que su supresión tenga dos consecuencias inevitables. La primera: supone la exclusión de muchos operadores; bien porque, por sus circunstancias como pagadores, no tienen acceso a los medios con los que llevar a cabo un pago electrónico (más allá de la miopía metropolitana y generacional, el efectivo sigue siendo absolutamente predominante tanto en zonas rurales como entre la tercera edad), bien por no contar los instrumentos para aceptar un pago que no sea en efectivo (¿qué sería de la música callejera?).

En segundo lugar, la supresión del pago en efectivo conlleva una total dependencia de los prestadores de servicios de pagos electrónicos y de su tecnología. Por una parte, los euros y monedas no necesitan de ningún soporte –susceptible de fallar– para desarrollar su función. Por otra, porque supone delegar la totalidad del tráfico de pago en un grupo reducido de empresas.

Ahora mismo, es imposible establecer un canon a una transacción en efectivo pero, de ser suprimido, nada obsta a que los proveedores del servicio fijen en el futuro una comisión para cada operación.

Y por último, el pago en metálico es discreto y privado. No es necesario tener nada que ocultar para no querer que nuestras compras aparezcan en el zoco de los datos; ni para aborrecer que las empresas nos bombardeen con publicidad personalizada según todos nuestros pagos. En la era de las cookies, pagar en metálico sirve como escapismo.

No es necesario ser naif: los métodos de pago electrónicos están para quedarse y para tomar cada vez un papel más protagonista, en sus formas actuales y en las que estén por desarrollarse. Pero no por ello hemos de renunciar al derecho a la libre y anónima calderilla.

Guillermo Setién es abogado ejerciente, especializado en Derecho Regulatorio y en litigación financiera.

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