En defensa de la Ley

Quien avisa no es traidor: este es un artículo aburrido. Trata de sostener la tesis de que el Derecho --es decir, el sistema normativo al que llamamos habitualmente ordenamiento jurídico-- es la base de nuestra convivencia y uno de los pilares esenciales de nuestra cultura. Pero pasa con el Derecho como con el aire que respiramos: que solo somos conscientes de lo imprescindible que resulta cuando comienza a faltarnos. En esta línea, Ralf Dahrendorf ha escrito unas páginas inolvidables sobre la disolución del orden jurídico en la Alemania de 1945, hasta que "de repente se hizo claro que no quedaba autoridad, ninguna en absoluto", añadiendo que un fenómeno parecido se ha vivido más recientemente en Belfast y en Beirut.

El Derecho es un tejido complejo, fuerte y delicado a un tiempo, que se ha ido urdiendo a lo largo de los siglos y que, bajo su aparente modestia, constituye una creación del espíritu humano que no cede en sofisticación ante otras manifestaciones sublimes del mismo, sean un soneto de Shakespeare, una sonata de Mozart, un cuarteto de Beethoven o un lienzo de Velázquez.

Todo comenzó cuando el primero de nuestros antepasados atravesó la barrera del discernimiento y pasó, por tanto, a ser libre y consecuentemente responsable de sus actos. No hay duda de que en aquel remoto mundo de las cavernas, primaba la voluntad del más fuerte que tomaría lo que más le apetecía de cuanto estaba a su alcance, fuese comida o una mujer. Los conflictos que entonces como ahora se desataban se resolvían exclusivamente por la fuerza, por lo que no es de extrañar que la primera regla jurídica conocida sea aquella que establece un límite a toda violencia al establecer que "ojo por ojo y diente por diente", en una primera manifestación de lo que hoy llamaríamos principio de proporcionalidad.

Pero fue el pueblo romano --no especialmente dado a la filosofía, como corresponde a una sociedad de soldados y administradores-- el que sentó las bases de la tradición jurídica europea, que pueden concretarse así: 1. Todos los conflictos de intereses particulares han de resolverse en función de cual sea el interés general, por lo que --dejando al margen los derechos humanos que son anteriores a cualquier reconocimiento normativo-- sólo es justo aquello que cada sociedad considera, en cada momento histórico, adecuado a lo conveniente. 2. Toda resolución judicial conforme a Derecho ha de cumplirse, aunque se deba usar la fuerza para imponer su observancia, de lo que resulta que toda norma ha de estar respaldada, para ser jurídica, por una potencial violencia legítima que la ampare; violencia legítima que constituye un monopolio del Estado. 3. En un Estado democrático de Derecho, lo que la sociedad considera justo --adecuado al interés general-- en cada momento histórico, se expresa y manifiesta a través de la ley, disposición de carácter general que a todos nos hace libres y a todos nos iguala.

Resulta, por consiguiente, que en un Estado democrático, el Derecho ha de recoger la voluntad social dominante, ha de expresarse en leyes que sean iguales para todos, y ha de estar sancionado por una violencia legítima --monopolio del Estado-- que imponga su vigencia. De lo que resulta que no puede pretenderse que --más allá del respeto a los derechos humanos-- haya materias excluidas, por su naturaleza, de la capacidad normativa de una sociedad concreta; ni puede eludirse la utilización de la violencia legítima cuando resulta necesaria, con el pretexto de que toda violencia es perversa; ni pueden, por último, buscarse subterfugios para burlar la aplicación igualitaria de la ley a todas las personas, con independencia de cual sea el color de su piel, su credo si lo tienen, su procedencia, y, por encima de todo, haciendo abstracción de lo que --desde que el mundo es mundo-- constituye el más grave impedimento para la igualación de las personas ante la norma jurídica: el poder económico propio o de sus protectores.

En los tiempos que corren, en los que --a resultas de la globalización-- los Estados están siendo superados como sistemas jurídicos y hemos entrado en una época de vacío normativo que tiene puntos de contacto con lo que fue, en el siglo XIX americano, el Far West, la igualdad de los ciudadanos ante la ley se ve erosionada más de lo que a primera vista parece. Piénsese que se está consolidando una nueva oligarquía global que de hecho ya no tiene patria; que acumula ganancias enormes con actividades muchas veces no generadoras de riqueza; que vive al margen del común de los mortales; que dispone de vigilancia privada, parecida casi a una policía particular; que viaja en aviones propios, por lo que no ha de quitarse el cinturón en los aeropuertos, y que, cuando tiene algún encontronazo con la ley, goza de posibilidades múltiples para ejercer presiones de todo tipo, que llegan incluso a la descalificación de quien --solo y dando la cara-- ha de aplicar la ley.

Quizá algún lector se pregunte a qué viene esta lata. Pues bien, he escrito este artículo por dos razones. Primera, para llevar al convencimiento del ciudadano de recta intención que no debe dejarse desorientar por apelaciones de carácter populista, que pretenden enervar la igualitaria aplicación de la ley en aras de una demanda de seguridad que sólo puede verse satisfecha, a largo plazo, por la observancia estricta de la norma jurídica. Segunda, para reconocer la labor de tantos jueces que, sin ser estrellas, contribuyen día a día a la realización de la justicia, al subsumir los hechos en las categorías legales sin dejarse condicionar por las circunstancias y liberándose de presiones.

Juan-José López Burniol, notario.