En defensa de las acreditaciones

Decía Max Weber que la vida académica es puro azar y que incluso él mismo debía agradecer a “algunas casualidades absolutas” que le nombraran muy joven profesor de una especialidad en la que otros colegas de mayor edad acumulaban más méritos. Obviamente las casualidades de ese tipo no han existido nunca y menos en estructuras organizativa y culturalmente tan cerradas como la universidad. En realidad, su temprana promoción fue una cuestión de poder y no de azar. El poder entendido como la capacidad de hacer lo que uno quiere —en este caso el padrino académico de Weber— en contra de la opinión de los demás.

Transcurrido justo un siglo desde que el sociólogo alemán pronunciara estas palabras, los debates sobre la carrera académica siguen plenamente vigentes. Últimamente se centran en el papel que juega la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) en el sistema universitario español y el poder que ejerce sobre las trayectorias de los profesores/as e investigadores/as que deben someterse a sus evaluaciones para obtener las acreditaciones correspondientes y, así, estar en condiciones de ser incorporados de forma estable a las plantillas de las universidades españolas.

Surgen ahora voces muy críticas que solicitan su reformulación completa e incluso la desaparición de las acreditaciones para que sean las propias universidades las que, en el ejercicio de su tan manida autonomía, decidan a quién se contrata y cómo se contrata. Esta tesis ha sumado nuevos adeptos como consecuencia de las resoluciones negativas que han obtenido algunos solicitantes de contrastada trayectoria investigadora internacional pero insuficientes méritos docentes, según el baremo de evaluación al que obliga el Real Decreto 415/2015.

Supongamos por un momento que el ruego de todos estos críticos surtiera efecto y, ceteris paribus, desaparecieran las acreditaciones. O, mejor, supongamos que desaparece la ANECA. Con ella lo harían todos los programas de evaluación de profesorado, productividad investigadora, titulaciones y docencia como ACADEMIA, PEP, CNEAI, VERIFICA, DOCENTIA, AUDIT… y algunos programas más, lo que constituiría una (aparente) liberación.

En ese escenario tan deseado por muchos, la formulación de la vigente Ley Orgánica de Universidades ya permite que cada universidad disponga de plena independencia para diseñar sus propios concursos de acceso para funcionarios y las convocatorias públicas de personal contratado, teniendo hoy como única restricción la tasa de reposición. Catedráticos y profesores titulares, buena parte de ellos consolidados como tales con currículums muy alejados de los estándares de exigencia hoy vigentes, asumirían todo el poder no solo de selección —capítulo que siempre han conseguido preservar intacto— sino que podrían aplicar criterios de evaluación libre. Sin corte previo de nivel por parte de una agencia externa, serían los y las integrantes de estos cuerpos quienes determinarían, de entre una masa de solicitantes, los que considerasen dignos de incorporar a sus departamentos.

Es obvio que entre dichos solicitantes encontraríamos personas de contrastada trayectoria académica e investigadora, quizás hasta algunos de sus propios doctorandos. También es probable que nos tropezáramos con parientes de difícil colocación en otros ámbitos del mercado de trabajo. Tras un proceso de selección bajo esos parámetros ya no habría “anecados” sino sólo excluidos mediante el sistema de poder endogámico y clientelar que opera en las universidades públicas españolas.

La endogamia es consustancial a todo grupo humano, operando como un principio quasi cromosómico de supervivencia y protección frente al otro. Pero con la ANECA las personas que concursan a las plazas convocadas por las universidades presentan una credencial previa: una acreditación externa basada en parámetros técnicamente objetivos —por supuesto, mejorables— pero que no está sujeta al sociograma de intereses y de poder que, por ejemplo, pervirtió desde su origen el felizmente superado sistema de Habilitación Nacional y que algunos pretenden reivindicar ahora como un procedimiento de oposición limpio y puro.

A mi juicio nada agravaría más la situación actual del sistema universitario español que debilitar la ANECA, eliminar las acreditaciones o promover una reducción de su nivel de exigencia. Su desaparición implicaría retroceder cuarenta años y romper con la tendencia de constante mejora en la calidad y posicionamiento de la producción científica de nuestras universidades.

El camino a seguir resulta justo el contrario. Es imprescindible fortalecer la ANECA frente al mito de las supuestas bondades de la autonomía universitaria pura financiada con dinero público. Conozco muy bien de lo que son capaces numerosos gestores universitarios fuera de control e instalados en la más absoluta impunidad, y no se lo recomiendo ni al más traumatizado de los “anecados”. La supuesta correlación —incluso con pretensiones de causalidad unívoca— entre autonomía universitaria y excelencia no tiene ningún fundamento empírico sólido cuando se trata de organizaciones académicas públicas y funcionarios sujetos a la “cultura de la plaza de por vida”.

Los programas de acreditación deben seguir una senda creciente pero sensata en términos de exigencia, todo ello en el marco del más absoluto garantismo procedimental. La ANECA debe dar un paso de gigante en términos de transparencia, impulsando criterios claros y reordenando los méritos que se someten a evaluación en función del esfuerzo y los años necesarios para su consecución.

Es imprescindible promover un modelo consolidado de acreditación del profesorado integrando los programas ACADEMIA y PEP, segmentando los niveles de exigencia en función de las figuras y activando la autoevaluación previa. Hay que dejar atrás las dilaciones abusivas en la tramitación de los expedientes y los efectos perversos de los silencios administrativos. Se requiere, asimismo, del máximo rigor en el proceso de selección de las comisiones de evaluación, incluso promoviendo un programa específico para acreditar expresamente a sus potenciales miembros, dejando atrás el número de sexenios de investigación como único criterio de corte, puesto que se trata de un parámetro muy pobre y a todas luces insuficiente para asuntos de este calado. Y, por supuesto, es imprescindible dotar a la ANECA de los medios humanos y materiales de los que ahora no dispone para alcanzar con éxito sus objetivos y ganar en legitimidad y credibilidad.

Cuestión distinta pero también necesaria es impulsar un debate sobre cuál debe ser hoy la tarea central del profesorado universitario —la investigación, la docencia o ambas—; analizar en profundidad las consecuencias del creciente fordismo científico y su impacto vía efecto Mateo en la estructura social de la ciencia —que es en realidad la gran cuestión de fondo— tal y como ya explicaba Merton hace medio siglo; o reflexionar sobre el enfoque cuantitativo o cualitativo de los procesos de evaluación cuando el rankingismo condiciona incluso las líneas de investigación. En cualquier caso, debilitar la ANECA sería un error del que el sistema universitario español no se recuperaría en décadas.

Si se llegara a tomar esa grave decisión, la pregunta que Weber planteaba a los jóvenes académicos que le pedían consejo mantendría todo su sentido cien años después: “¿Cree usted que va a soportar que, año tras año, pasen por encima de usted mediocridades y más mediocridades sin amargarse interiormente y sin echarse a perder?”. A lo que él mismo contestaba: “Yo he conocido a muy pocos que aguanten sin hacerse un daño interior en ellos mismos”.

Salvador Perelló Oliver es profesor titular de la Universidad Rey Juan Carlos, acreditado a catedrático tras superar los criterios de evaluación aprobados en noviembre de 2017, y vocal del Comité de Ciencias Sociales y Jurídicas del Programa PEP de la ANECA.

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