En defensa de las Naciones Unidas

Era el otoño de 2001, en algún momento entre los atentados terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos y la invasión de Afganistán por parte del presidente norteamericano George W. Bush. Yo estaba caminando por Venecia con Richard C. Holbrooke, que había sido embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas en la presidencia de Bill Clinton. El celular de Holbrooke sonó. Del otro lado de la línea estaba el entonces secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan.

Holbrooke esperaba la llamada. Él y Annan hablaron con la confianza cálida nacida de su cooperación durante el segundo mandato de Clinton. Annan, una especie de papa civil, había forjado una alianza con Holbrooke, el diplomático maestro que había sido instrumental en el fin de la guerra de Bosnia. Era una alianza que ambos consideraban esencial para la paz y la estabilidad global.

Esta dinámica de cooperación trascendió a Annan y Holbrooke. Las Naciones Unidas, en su carácter de símbolo por excelencia de la legitimidad internacional y el régimen de derecho, y Estados Unidos, como la representación del poder y la fuerza pragmáticos, tenían una suerte de alianza. Ahora que lamentamos la muerte reciente de Annan, quizá también debamos echar de menos esa alianza –y, más fundamentalmente, lamentar la aniquilación del prestigio global de las Naciones Unidas desde la partida de Annan en 2007.

Annan no era perfecto, y su carrera incluía tragedias y equivocaciones. A mediados de los años 1990, cuando se desempeñaba como subsecretario general de las Naciones Unidas para la Paz, ocurrieron masacres en Ruanda y, posteriormente, en Bosnia, porque las fuerzas de las Naciones Unidas no supieron cumplir con su responsabilidad de protección. Annan no asumió una responsabilidad significativa por ese error.

De todos modos, Annan poseía una combinación de carisma, elegancia, elocuencia y autocontrol que fue decisiva para mantener la visibilidad y legitimidad del primus inter pares de las organizaciones internacionales. Ninguno de sus sucesores ha sido capaz de ofrecer estas cualidades vitales, ni siquiera António Guterres, que asumió el mando el año pasado. Por cierto, a pesar de los muchos atributos positivos de Guterres, la realidad es que las Naciones Unidas prácticamente han desaparecido del radar internacional desde que asumió.

El mundo está al borde del precipicio de una suerte de caos nunca visto desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ataques cada vez más descarados contra el multilateralismo y el régimen de derecho internacional amenazan con destruir el sistema global de posguerra que fue creado –con las Naciones Unidas como su pilar vital- para garantizar que no se repitiera la historia.

Hoy en día, Estados Unidos se ha erigido como el principal detractor de las Naciones Unidas. En la opinión del presidente Donald Trump, las Naciones Unidas son, en el mejor de los casos, inútiles. Después de todo, representan el multilateralismo y el régimen de derecho, mientras que Trump defiende los acuerdos bilaterales y el régimen de la fuerza.

Rusia también está cuestionando el papel de las Naciones Unidas, aunque en menor medida. En marzo pasado, Rusia bloqueó una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para discutir la catástrofe de derechos humanos en Siria. Pero, en un sentido, la medida del Kremlin en verdad refleja la percepción perdurable de que las Naciones Unidas todavía tienen cierta influencia.

Una potencia mundial que ha surgido como un apoyo un tanto sorprendente de las Naciones Unidas es China. A diferencia de los Estados Unidos de Trump, China reconoce que las Naciones Unidas pueden servir como plataforma para reivindicar una influencia global, mientras construye su poder suave. Como resultado de ello, China se ha convertido en el tercer mayor aportante al presupuesto regular de las Naciones Unidas, y en el segundo mayor aportante a su presupuesto para las operaciones de paz. China inclusive ha prometido miles de efectivos para las operaciones de paz de las Naciones Unidas, lo que indica un compromiso con la seguridad global.

Sin embargo, para reposicionar el prestigio y la influencia de las Naciones Unidas en el nivel que se había alcanzado con Annan hará falta un mayor respaldo de Europa –en particular, Francia y Alemania- junto con por lo menos otras dos democracias liberales influyentes, quizá Canadá en representación de Norteamérica y Japón, de Asia.

Por supuesto, los críticos manifestarán sus dudas. Si Francia y Alemania apenas pueden hacerse cargo de algún progreso en el contexto europeo, ¿cómo se puede esperar que conduzcan al mundo nuevamente hacia el multilateralismo y el régimen de derecho? Canadá no puede esperar representar a Norteamérica por encima del poderoso Estados Unidos. Y Japón es una sociedad que envejece, si no decae.

¿Pero cuál es la alternativa? Si estas democracias liberales –que efectivamente ejercen su cuota de poder blando- se mantienen pasivas, el orden internacional seguirá debilitándose, quizás al punto de que esté siendo forjado principalmente por la fuerza bruta, y no la diplomacia, la cooperación o el régimen de derecho.

Juntos, en cambio, estos países pueden intentar frenar la decadencia de las instituciones internacionales e impedir que el mundo vuelva a caer en la violencia sistémica del pasado. Si los votantes norteamericanos, como parece probable, les retiran la mayoría a los republicanos en la Cámara de Representantes en las elecciones de mitad de mandato en noviembre, las posibilidades de salvar el orden internacional serán aún mayores.

Un colapso en el caos hoy es más probable que en cualquier otro momento en los últimos 70 años. Pero no es inevitable. Tal vez no tengamos un secretario general con los dotes de Annan, pero podemos y debemos seguir peleando por el orden mundial que él ayudó a construir.

Dominique Moisi is Senior Counselor at the Institut Montaigne in Paris. He is the author of La Géopolitique des Séries ou le triomphe de la peur.

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