En defensa del ocio y del descanso

Hace poco encontré en casa de mis padres una invitación, escrita por mi mano de casi siete años, para una pieza teatral que había “montado” con unos amigos en el pueblo. En ella convocábamos a los vecinos cierto sábado de julio a ver Ruperta en “la puerta de Desideria” —imposible que todos cupieran en su escañil—. Esa tarde recuerdo que la obra no se representó, porque los padres de dos de mis compañeros decidieron que era día de baño familiar en el embalse. Yo lloré desconsolada por nuestro estreno fracasado, pero al día siguiente ya estábamos imaginando nuevas diversiones.

En algún momento los veranos fueron diferentes, eran verdadera lentitud y eran pausa, un tiempo en el que se hacía de todo porque, salvo alguna página del cuadernillo, no había nada que hacer. En la ausencia de obligaciones surgían los juegos inventados y las distracciones más disparatadas. La tranquilidad forzosa, la quietud, eran la posibilidad —germen— de todo lo que nacía inesperado, antes de que asomara —o justo para que no asomara— el aburrimiento. Entonces, con tantas horas por delante, éramos dueños del tiempo que teníamos, como solo se es en ciertos instantes de la infancia, como solo lo son también los que más tienen, libres de la necesidad de trabajar.

Con la vieja invitación en las manos, pensaba el otro día que si bien ya había llegado el verano, no se sentía más que en el calor: cuando los últimos alumnos recogen sus cosas en la facultad, las puertas de los edificios académicos se cierran con los profesores dentro. Las labores no se ralentizan, porque al docente le queda entregar, aún más, la vida a los trámites, siervos del papeleo en julio y no de la educación.

Agosto y su libertad se emplearán en aumentar el currículum porque hay que rendir según los medidores y producir: ponencias, artículos, libros que quedaron pendientes durante los meses lectivos. Mientras los proyectos se superponen, no hay tiempo para digerir, no hay distancia necesaria para la idea, el pensamiento necesita reposo para asentarse y decantarse.

En la inexistente rebeldía contra la burocracia absurda, nadie se atreve a decir, o más bien nadie puede decir, “preferiría no hacerlo”, como Bartleby. Esto no es algo que ocurra solo a los profesores, de hecho no son ellos la cuestión, miro alrededor y nadie parece parar nunca tampoco.

Hace casi dos años acudí a una reunión donde uno de los asistentes se definió a sí mismo orgullosamente como workaholic o adicto al trabajo —nunca está de más recordar que el trabajo en latín era tripalium, un instrumento de tortura—. Mucho ha sido el interés por parte de otros, no sin cierta perversidad, de cargar negativamente la noción del descanso, del verdadero detenimiento con su tranquilidad y su placer. El ocio, ámbito imprescindible de la vida, motor de tantas cosas, ha sido denigrado, pese a que nuestras actividades elegidas, sean de carácter físico, social, artístico, intelectual o espiritual, regresan a nosotros en forma de aprendizaje, de satisfacción y de bienestar, entre otras cosas.

Al lado del que presume de su workaholismo asistimos a las quiebras de unos y otros: el notable aumento del síndrome del trabajador quemado, el agotamiento físico y mental de la sobresaturación. Hay una insatisfacción y un malestar inequívocos en estos mecanismos de la velocidad y de la errónea idea de productividad —por más que se empeñen, “rendir como máquinas” siempre fue solo una metáfora—.

Es necesario pensar los límites que se nos imponen y las formas de entendernos que subyacen a ellos, porque la cuestión importante siempre es cómo vivir y las respuestas, que deben estar en perpetuo cambio, no las puede proporcionar una fábrica en términos de rentabilidad. De hecho, mientras no se cuestione un sistema perfecto, los que desentonan seguiremos siendo nosotros, robots fallidos, y nuestra debilidad. La sociedad fracasa si se señala su humanidad para despreciarla.

Y es esencial, pero muy difícil parar cuando nos quieren convencer del beneficio de las trabacaciones, y se insiste desde los medios en que la desconexión absoluta ya es “cosa del pasado”. Es muy difícil parar si la necesidad de hacerlo es motivo de mofa. Es muy difícil —imposible—parar si nos atenaza el miedo al despido, además de unas turbias nociones de la obligación, la responsabilidad y la culpabilidad. Es muy difícil parar porque no concebimos el mundo de otro modo que rodando torpemente y a la deriva.

Y aquí estamos; frente a los veranos de la infancia, estos son los de los adultos, un continuum de productividad sin límites. Llegan nuestros escasos días luminosos y está la otra urgencia: el ocio acumulado nos mira desde el rincón. Viajaremos deprisa, quedaremos deprisa, hablaremos deprisa —es mucha gente a la que ver—; que no pase este escaso tiempo sin hacer lo que debemos hacer. Qué carrera sin fin, qué cansancio. Quién pudiera estar soñando esta tarde con representar Ruperta.

Ha llegado agosto y seguimos siendo tan pobres que, incluso ahora, no tenemos tiempo que perder.

Maribel Andrés Llamero es profesora de la Universidad de Salamanca y poeta.

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