En defensa del Parlamento

En los años 20 del siglo pasado Kelsen, en su obra Esencia y valor de la democracia, hacía una encendida defensa de los procedimientos y la institución parlamentaria para la pervivencia del régimen democrático. Decía el ilustre jurista austríaco que, puesto que es científicamente imposible fijar valores absolutos y la sociedad moderna se ha asentado sobre el principio de la tolerancia, la democracia encuentra su sustento más firme en el respeto a las formas, a los procedimientos y en la consideración a las instituciones del Estado.

Aunque la situación de nuestro tiempo está lejos de las circunstancias que dieron lugar al alegato en defensa de la democracia parlamentaria de Kelsen, lo cierto es que no viene mal recordar sus argumentos para reprender la desatención de las formas, los procedimientos y las instituciones que se produce en nuestra democracia parlamentaria.

Todos somos conscientes de que los partidos son los sujetos políticos más importantes de nuestro tiempo. Algunos, incluso, hemos llegado a la conclusión de que esa preeminencia de los partidos no tiene porqué ser mala siempre que se ejerza con equilibrio y moderación. Ahora bien, es totalmente inaceptable y produce un enorme daño al sistema político que instituciones como son el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo -que nada tendrían que ver con los órganos representativos de no ser porque éstos participan en la elección de sus miembros- estén atascadas y viendo cómo se erosiona su imagen por el manoseo que los partidos hacen de los tiempos para elegir a sus componentes.

No es menor el daño que se hace a la democracia parlamentaria con el descuido y falta de atención que se tiene con el Parlamento, sus potestades y reglas de funcionamiento. Es una pena que haya tan poca voluntad por parte de los grupos parlamentarios para reformar el Reglamento del Congreso y la Cámara tenga que aceptar resignadamente ataques a su autonomía, dejación de sus funciones y deba desarrollar el día a día a golpe de prácticas, usos y costumbres cuando lo razonable sería que hubiera una norma clara de organización.

El último caso, del que tengo constancia, ha sido la creación de una Oficina Presupuestaria mediante Ley. Dicha Oficina, en cuanto que órgano del Parlamento para el seguimiento y control de la ejecución de los Presupuestos Generales del Estado, es una reclamación y una necesidad desde hace muchos años en el funcionamiento de nuestras Cortes Generales. Desde luego que constituida y organizada en las condiciones correctas debería convertirse en un instrumento de primer nivel para la información y control que los parlamentarios hacen de una materia tan importante y tan compleja como son los Presupuestos. Sin embargo, en las condiciones en que se ha creado no sólo no adquiere la relevancia que debería, sino que se constituye sin el más mínimo respeto al principio de autonomía normativa de las Cámaras que establece el artículo 72 de la CE. Como se introduce en la vida parlamentaria por la puerta pequeña no queda más remedio que diferir su organización y funcionamiento a una Resolución de la Presidencia de las Cámaras, que supone un nuevo varapalo al Parlamento y sus reglas de funcionamiento.

Tampoco se hace ningún favor a la institución parlamentaria cuando se crean comisiones de funcionamiento interno mediante ley, se organizan procedimientos de control político de la acción gubernamental en la Unión Europea donde decisiones fundamentales son evacuadas por el Gobierno que se ha de controlar, o se subvierten los procedimientos legislativos y mediante enmiendas se introducen reformas de leyes que nada tienen que ver con el objeto de la iniciativa legislativa en trámite (verbigracia la última reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional o la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial).

Todos sabemos que vivimos en una forma de gobierno de parlamentarismo racionalizado, donde por razones de necesidad para la gestión de la complejidad social y eficacia en el funcionamiento de las instituciones, el Ejecutivo ha adquirido una posición especialmente preeminente. Ahora bien, que el Parlamento abandone de forma tan exagerada las competencias, las formas y las funciones que le corresponden, supone una jibarización de la democracia que se traduce en descrédito para la política e irrelevancia de las instituciones. Pero -no lo olvidemos- el Poder nunca es una res nullius, y cuando se hace dejación de potestades aparecen los poderes informales que ocupan la posición y van transformando el sistema hasta que, un día, nuestra democracia se convierta en mera pantomima en manos de poderes ocultos que no responden ante nadie.

Elviro Aranda, profesor de Derecho Constitucional y diputado nacional del Grupo Socialista.