En defensa del Rey

Lo que está sucediendo con la persona del Rey padre, S.M. D. Juan Carlos I, merece algunas reflexiones jurídicas y hasta otras de distinta índole. En primer lugar, proliferan noticias sobre la conducta del que ha sido Rey de España, cuyo fundamento u origen esencial está en una grabación producida sobre la conversación entre un comisario de Policía en prisión provisional y formalmente acusado de graves delitos de corrupción y una titulada «princesa europea», cuyas andanzas sociales nadie podría calificar de virtuosas. Los jueces en general y más los de lo penal han de valorar la credibilidad de los testigos y tampoco parece que haya dudas respecto a que la de los dos personajes apuntados está bajo mínimos.

En estas condiciones, resulta más lacerante la vulneración de la presunción de inocencia que, siendo la gran conquista del Estado de Derecho, está sufriendo en España un visible deterioro y que, respecto a D. Juan Carlos, ha desaparecido de manera absoluta, y es de destacar que hasta altos cargos del Ejecutivo, que por la propia naturaleza del Poder que ostentan han de ser más prudentes cuando se trata de cuestiones sometidas a los Tribunales o que acabarán siéndolo, hablan de «noticias inquietantes y perturbadoras».

En segundo lugar, parece pretender ignorarse o incluso discutirse el carácter absoluto y radical del precepto establecido en el número 3 del artículo 56 de la Constitución española cuando declara que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», lo que es una consecuencia de la ausencia de funciones ejecutivas y de cualquier otra clase, que convierten al Rey en una figura representativa. Y de paso, ya no se recuerda que, siendo ya Rey de España entre los años 1975 y 1978, D. Juan Carlos I tenía la totalidad del Poder Ejecutivo y compartía con las Cortes el Legislativo, a los que renunció entregándoselos al pueblo español, propulsando el establecimiento de una democracia plena y convirtiéndose en el Rey constitucional más severamente desprovisto de facultades. Le hubiera bastado conservar una mínima parte de aquel poder colosal para que los que ahora le insultan y hasta se burlan de su figura, no pudieran atreverse a hacerlo.

Por las fechas que se apuntan, parece indudable que los hechos por los que se pretende exigir responsabilidades al Rey Juan Carlos, de producirse, lo fueron antes de su abdicación y, por lo tanto, imposibles de perseguir por aquella indiscutible inviolabilidad del Monarca, y si algún hecho supuestamente delictivo se hubiera producido después de aquella abdicación, estaría sometido por Ley a la exclusiva competencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que es a la que, en su caso, habría de dirigirse el juez de instrucción que conoce del asunto donde ha surgido la grabación de la conversación originaria, mediante la prevista «exposición razonada» para que fuera la Sala Segunda y solo dicha Sala del Tribunal Supremo la que investigara a la persona aforada, con lo que resulta, por lo menos extraña, la intervención investigadora de la Fiscalía del Alto Tribunal.

Precisamente por ese carácter racionalmente indiscutible de la inviolabilidad, se apunta la conveniencia de una reforma constitucional para reducir o suprimir aquélla, en un «brindis al sol», puesto que al estar el precepto incluido en el Título Segundo de la Constitución y conforme a su artículo 168, exigiría una mayoría de dos tercios de las Cámaras, la disolución de las Cortes, la celebración de nuevas elecciones, la posterior ratificación por el nuevo Parlamento con la misma mayoría de dos tercios y finalmente la ratificación en referéndum por los españoles, titulares de la soberanía nacional; proceso que se presenta como imposible en este momento.

No sé si por estas dificultades constitucionales y procesales para llegar a un juicio, se están produciendo declaraciones políticas y mediáticas tendentes a tratar de echar a D. Juan Carlos de su casa, el Palacio de la Zarzuela, y hasta de su patria, queriéndose aplicar y de manera anticipada la desaparecida pena de destierro que vendría a recordar, escenificándola, la dramática salida de España, en 1931, del Rey Alfonso XIII. No sé si todo esto será más bien, en realidad, fruto del irrefrenable deseo de acabar con la Monarquía Parlamentaria, que es uno de los pilares de nuestra democracia.

Con esta reflexión llegamos al que creo que es el meollo de la cuestión, y no solo porque resulta grotesco, que muchos de los que vituperan al Rey Juan Carlos invocan unos principios morales en los que no creen, ni practican y de los que hasta se burlan públicamente cuando el caso llega, sino también porque no ocultan el odio a la institución monárquica, que saben es un eficaz freno a sus disolventes pretensiones. Aunque, justo es también reconocerlo, estas actitudes contrastan con las declaraciones y apoyo de políticos y escritores legítimamente inscritos desde siempre en la izquierda, que reconocen que D. Juan Carlos, que por su edad y por su abdicación ha entrado en la historia, tiene un balance positivo de brillantes luces frente a las posibles sombras de todo ser humano.

Al final será esa historia la que dejará a D. Juan Carlos en el lugar que le corresponde como artífice, «motor del cambio» se le llamó entonces, de una transición a la democracia que se presenta como modelo para la evolución hacia la libertad desde poderes autoritarios, incluso en el momento presente, y que interesadamente olvidan los que, queriendo acabar con el que llaman «régimen del 78», disparan en realidad contra el actual Rey D. Felipe VI, atacando a su padre, porque les resulta imposible hacerlo directamente frente a un Monarca ejemplar en todos los aspectos, y especialmente en el de su exquisita imparcialidad política.

Las maniobras contra el llamado Rey emérito no son más que una parte del postulado derribo de nuestro vigente Estado de Derecho para alcanzar una España totalitaria y hecha trozos, es decir, desaparecida.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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