En defensa del Supremo

Alexander Hamilton (1757-1805) afirmaba en El Federalista que el Judicial es el «más débil de los tres departamentos del poder»; «no posee fuerza ni voluntad, sino únicamente discernimiento, y que ha de apoyarse en definitiva en la ayuda del brazo ejecutivo hasta para que tengan eficacia sus fallos». Este founding father norteamericano concluía que, «por la natural debilidad del poder judicial, se encuentra en peligro constante de ser dominado, atemorizado o influido por los demás poderes».

Hamilton destacaba que su defensa era imprescindible. No puede haber un Estado de derecho sin un poder judicial independiente. Y no puede serlo si está dominado, atemorizado o influido por los demás. Defender al Poder judicial lo es, aún más, al Estado de derecho. Acabar con la independencia judicial, uno de los caminos más cortos para imponer la tiranía.

No nos puede causar extrañeza el encono con el que los independentistas están atacando a la independencia judicial. Han construido un relato al efecto. Desde el ámbito del marketing, se ha incorporado a la política el denominado storytelling. El de los secesionistas se va desplegando con éxito. Se va desdibujando que en octubre de 2017 el Estado democrático de derecho se enfrentó a un golpe de Estado, larvado durante varios años, desde las instituciones de la Generalitat de Cataluña, por los partidos nacionalistas, reconvertidos al secesionismo bajo el impulso de la corrupción.

Las sucesivas resoluciones aprobadas por el Parlamento de Cataluña han puesto voz al relato heroico de «un poble» que tiene «derecho a decidir» (Resolución 5/X de 23 de enero de 2013); que por «mandato democrático» inicia «un proceso constituyente» (Resolución 1/XI de 27 de septiembre de 2015); y que, por «la justicia y los derechos humanos», se constituye en república (resolución de independencia de 27 de octubre). Libertad frente a opresión y su lógica consecuencia: los golpistas se convierten en presos políticos y los jueces, en ¡golpistas!

El storytelling necesita de un héroe; en el de los golpistas es Puigdemont. Tan importante es el papel del malvado, que justifica y engrandece lo que aquél hace. Un héroe grande necesita a un malvado aún más grande. Éste es el papel reservado al magistrado Llarena. Se le señala, persigue, acosa, amedrenta y amenaza, tanto a él como a su familia. ¡Los golpistas lo victimizan, para luego acusarle de parcialidad!

En el campo constitucionalista, está haciendo mella el relato golpista. No por la endeblez de sus argumentos, sino porque comienzan a aparecer ciertas urgencias políticas que no casan ni con las decisiones ni con los tiempos judiciales. La política española está llena de metáforas y de paradojas. Frente al golpe de Estado se aplicó, como es sabido, el mecanismo previsto en el artículo 155 . Por acuerdo del Consejo de Ministros de 21 de octubre de 2017, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado (27 de octubre), se tomó el control de la Administración de la Generalitat. Ha sido y está siendo una toma de control muy limitada; extraordinariamente contenida.

Se mantienen altos cargos en la Administración pública catalana de confesada fe independentista y firmes partidarios del golpe de Estado; se nombra a independentistas irredentos a ocupar cargos; la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals (TV3 y Catalunya Radio) sigue desplegándose como el medio al servicio del golpismo; e, incluso, en lo simbólico, las autoridades estatales no han removido, ni en ejercicio del poder jerárquico mínimo del que están investidos, los distintivos golpistas en el exterior e interior de los departamentos de la Administración catalana. Cuando la reacción frente al golpe por parte del Ejecutivo es tan limitada, contenida y débil, sólo queda el Poder Judicial. Es más, aquella reacción es la que empuja a que sean los tribunales los que pasen a ocupar el centro del escenario.

La paradoja radica en que, aquellos que han obligado al Poder Judicial a asumir un extraordinario protagonismo frente al golpe, son los que comienzan a impacientarse, dicho suavemente, porque los tribunales actúan como actúan.

La función judicial es, esencialmente, binaria: hay delito o no; hay responsables o no; No entiende de componendas, de negociaciones, de enjuagues. Un juez aplica el Derecho; sólo aplica el Derecho; debe obediencia exclusivamente a la Ley. Así lo deberá hacer, siguiendo un procedimiento con plenas garantías. Las decisiones judiciales son hechos, responsables, garantías y tiempo; sin chanchullos políticos.

El remate son las palabras del ministro Montoro que asegura que no se ha destinado dinero público a las actividades golpistas. La investigación de la policía judicial (Guardia Civil) apunta en otra dirección, como se recoge en la instrucción (Auto de procesamiento de 21 de marzo de 2018). ¿Por qué no se ha puesto en manos del instructor la información que avala tal afirmación? ¿Ha tenido que esperar hasta el requerimiento judicial de estos últimos días? O hay desidia irresponsable o una locuacidad insensata; y no es descartable ambas. Si hubo o no malversación le corresponde al tribunal establecerlo. Otra cosa es que el Gobierno afirme que implementó todas las medidas para impedirlo, pero no puede asegurar que el delito no se haya cometido. Es evidente que hay vías para sortear los controles; el que existan no evita que puedan ser soslayados. No puede elevar a certeza el que la ilegalidad no se haya producido. Es insensato e irresponsable.

Las señales que reciben los golpistas los animan a perseverar en su estrategia. Están creando división en el campo enemigo y, a su vez, están ampliando las adhesiones al amigo.

El Gobierno está entregando el campo de juego al secesionismo. Y estas oportunidades las está aprovechando. Internamente, el peso de la reacción queda en manos de «la natural debilidad del poder judicial» como lo calificara Hamilton; e internacionalmente, está permitiendo que el mensaje de la persecución a presos políticos esté llegando a la opinión pública sin otro que lo contrarreste.

Cuando se va perdiendo, algunos pueden estar tentados de que la mejor opción es que el partido termine lo antes posible y de cualquier manera. No puede haber un Estado democrático de Derecho sin un poder judicial independiente; y aún menos, sin exigir responsabilidades penales a aquellos que protagonizaron un intento violento de ruptura del orden constitucional; y, menos aún, si las urgencias políticas imponen el sacrificio de uno y de otra. El Tribunal Supremo es el último valladar que nos separa de la barbarie. Su defensa es imprescindible.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.

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