En defensa del Tribunal Supremo

Ordena la tradición militar que para que la defensa sea tal, y no ataque enmascarado y deshonesto, debe mediar con carácter previo siempre una agresión injusta. No concurre —debemos decirlo— esa "agresión injusta" en lo que a nuestro Tribunal Supremo atañe; no todavía. Pues si bien es cierto que el presente año no ha sido sereno y que diversas malas tintas y voces se han inclinado hacía el objeto de desprestigiar a nuestro más alto tribunal, ni los ataques han sido todo lo furibundos que ahora se esperan, ni la reacción de los poderes públicos ha resultado la más contundentemente valorable. Hoy todas las instituciones han perdido defensa pública; también el Tribunal Supremo.

No obstante lo anterior, urge no ser incautos ni confiados. Menos todavía en épocas calurosas en las que el carácter mediterráneo se atempera y la razón se doblega ante la fuerza de la pereza irreflexiva. No se llama a filas, pero sí a la sensatez y a la precaución.

El próximo año judicial que en breve se abrirá paso, llevará con él los mayores retos a los que nunca se haya enfrentado la sociedad española; retos todos derivados de las tres crisis que nadie quiere pronunciar pero cuya presencia convergente es irremediable: la política, la territorial y… también, la económica. España se asoma al abismo; otra vez.

En esta situación de inestabilidad, la altura que la sociedad debe exigir de sus poderes e instituciones es la máxima. Gobierno, parlamento, juzgados y tribunales, deben responder con juicio pero también con firmeza a los interrogantes que, en meses, habrán de plantearse. ¿Cuál será el papel de nuestro país en una Europa debilitada por el brexit y la guerra comercial entre China y Estados Unidos? ¿Cómo han de articularse los acuerdos parlamentarios para viabilizar una legislatura coherente con los objetivos políticos inaplazables? ¿Qué respuesta deben dar los tribunales a los problemas jurídicos que procedan de una realidad económica que ya presenta síntomas de recesión?

El desafío es tan crucial que, muy probablemente, nuestra condición de sociedad moderna se encuentre supeditada a las respuestas certeras que demos. Y en ese ejercicio de tino y acierto se prestará inexcusable no sólo ganar terreno a los problemas, sino sobre todo, no perderlo ante ellos; no retroceder ni un paso; no hincar la rodilla. Nuestro sistema institucional es el producto de una larga evolución. Un sistema con errores, pero sobre todo con fortalezas que han permitido un desarrollo social y democrático sin precedentes para un país que hace no demasiadas décadas todavía rumiaba aspiraciones de progreso en lo más hondo de la caverna. No olvidemos el pasado del que venimos.

De todas las instituciones cuya importancia diestramente habrá de defenderse, una de ellas lo demandará con mayor grado: el Tribunal Supremo. Nuestro más importante tribunal, vértice de nuestro sistema judicial, está llamado a pronunciarse sobre el conocido como juicio del procés, y la sentencia que recaiga, sea en uno u otro sentido, convertirá al órgano en blanco de críticas feroces cuyo fin no será otro que derribar la legitimidad, no ya del propio tribunal, sino por extensión del mismo, de todo un modelo: nuestro sistema de convivencia, el Estado de Derecho.

El silencio que la Ley —y la prudencia— ordena a los jueces los convierte, siempre, en víctimas idóneas: su obligación es callar, incluso ante la más insidiosa verborrea. Por ello, en esa consciencia colectiva que implica la defensa de los valores más básicos, su defensa institucional por el resto de poderes, y también por la sociedad en su conjunto, convertirá la reivindicación del Tribunal Supremo en un cometido de amplios horizontes.

Las águilas sobrevuelan el ágora, y los presagios alcanzan la víspera, duerme en Madrid la plaza de la villa París, y con ella toda una sociedad que, mañana, habrá de defender a aquel que silente ampara el significado último de la justicia: el Tribunal Supremo.

Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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