En defensa del tribunal supremo

Hoy, en el Salón del Plenos del Tribunal Supremo tendrá lugar una vez más el solemne acto de apertura del Año Judicial, que se celebrará bajo la presidencia de Su Majestad el Rey, manteniendo así una tradición más que centenaria de comenzar de esta manera simbólica el curso judicial y precisamente en la sede de un tribunal que dentro de dos años cumplirá sus dos siglos de existencia.

Fue en la Villa de la Real Isla de León (hoy San Fernando) y bajo la amenaza del ejército napoleónico, donde tuvo lugar un hecho enormemente trascendente para la historia de nuestra Nación: la constitución de las Cortes Generales y Extraordinarias, que dos años más tarde, ya en la ciudad de Cádiz, alumbraron la primera Constitución española, la de 19 de marzo de 1812, primer espejo en el que se reflejó la voluntad española de vivir en libertad frente al absolutismo del Antiguo Régimen y en la que, rompiendo con nuestra tradición histórica de Administración de Justicia basada en los antiguos Consejos territoriales, se declaró que habría en la Corte un tribunal que se llamaría «Supremo Tribunal de Justicia», proclamando así enfáticamente en su propia denominación la supremacía que este Tribunal estaba llamado a tener en nuestro país y que la Constitución española de 1978, heredera de esta tradición, también ha querido mantener en su artículo 123 al señalar que el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales. Mandato constitucional y tradición histórica de los que se desprende que la principal misión a la que está llamado el Alto Tribunal no es otra que la de mantener la unidad del Poder Judicial y del sistema jurídico al que sirve, evitando los particularismos, las desigualdades en la interpretación y aplicación de la ley y en definitiva la arbitrariedad.

Sin embargo, desde el propio nacimiento de la Constitución española de 1978 se han ido produciendo acontecimientos que emborronan ese diseño constitucional y la tradicional posición del Tribunal Supremo en la Justicia española.

De todos es conocido el larvado enfrentamiento entre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo por el reconocimiento de una posición de preeminencia jurisdiccional, enfrentamiento que se ha gestado en decisiones invasoras de la jurisdicción constitucional en ámbitos reservados a la jurisdicción ordinaria y que llevó a decir en artículo periodístico a quien había sido durante largos años magistrado del Tribunal Constitucional que «en España solo hay un Tribunal Supremo y no se llama así».

También la incorporación de España a las Comunidades Europeas ha contribuido en cierto modo a desdibujar el papel estelar reservado al Tribunal Supremo. El derecho comunitario se integra en el ordenamiento jurídico interno de cada Estado miembro y los tribunales nacionales deben aplicarlo con respeto a su posición de supremacía en relación con el derecho del Estado, pero no es al Tribunal Supremo al que le corresponde la última palabra cuando se trata de su interpretación sino que esa ingente tarea está reservada al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, cuya jurisprudencia debe ser respetada por todos, incluidas las Cortes Supremas de los Estados miembros, imponiéndose así un nuevo límite a la posición de supremacía de nuestro Tribunal Supremo.

No son, sin embargo, estas anotaciones las que alumbran el título de este artículo ni las que justifican que salga a la palestra pública a romper mi modesta lanza en su defensa, ni siquiera las recientes y soeces descalificaciones de las que ha sido objeto desde ámbitos periodísticos y políticos a cuenta de los procesos seguidos contra un significado juez, sino la reciente manifestación, por boca del ministro de Justicia, de la voluntad del Ejecutivo de modificar las competencias del Tribunal Supremo en materia de recurso de casación.

Esta reforma, aparentemente inocente, no pretende otra cosa que dar satisfacción a determinadas pretensiones nacionalistas, frustradas recientemente por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. No es este, desde luego, el primer intento en esa dirección. En la anterior legislatura ya se presentó un anteproyecto con esa finalidad y hace apenas unos meses el Ministerio de Justicia presentó un informe denominado de «Demarcación y Planta» en el que, en el último de sus apartados y pasando en cierto modo desapercibido, se hablaba ya de la necesidad imperiosa de reformar el ámbito de la función jurisdiccional del Tribunal Supremo para que la concentración y agotamiento de los asuntos en los Tribunales Superiores de Justicia pudiera ser completo. No hace falta añadir más para poner de manifiesto que la voluntad de desapoderamiento del Tribunal Supremo por parte de este Gobierno es evidente.

Como suele ocurrir en estos casos, el designio político viene adornado de razones técnicas y organizativas. Las técnicas consisten en una supuesta mejora del diseño legal del recurso de casación, que, como es sabido, constituye la competencia central de cualquiera de los Tribunales Supremos de nuestra tradición jurídica. Las organizativas, cómo no, consisten en reducir la carga de trabajo del Alto Tribunal, simpático señuelo que hace atractiva cualquier reforma en materia de Administración de Justicia.

Ninguna de estas razones se sostiene. La finalidad del recurso de casación no sólo se explica en la necesidad de proclamar formalmente la doctrina correcta en la aplicación de la ley en todo el ámbito estatal, sino también en garantizar de forma efectiva la doctrina legal en los casos concretos de mayor relevancia. Si no fuera así el Tribunal Supremo ni sería un tribunal ni tendría más supremacía que la de su propio nombre. Por su parte, las razones organizativas invocadas no se ajustan a la realidad de hoy de nuestro Alto Tribunal. La extraordinaria labor realizada por su Gabinete Técnico durante los últimos años bajo la dirección de los presidentes de Sala y la laboriosidad de sus Magistrados ha permitido reducir la pendencia de asuntos a menos de la mitad de los existentes en el año 2000 y hoy, con alguna excepción, puede afirmarse que constituye un ejemplo de celeridad comparado con las Cortes Supremas de otros países.

La Constitución de 1978 fue consciente del papel capital que correspondía al Tribunal Supremo en el nuevo sistema judicial, como paradigma de la Administración de Justicia en su conjunto, por lo que su desapoderamiento solo puede conducir a la pérdida de la garantía de unidad de acción de un Poder Judicial que se ha convertido en los últimos años en uno de los escasos elementos de vertebración nacional que nos quedan.

Si las Cortes de Cádiz alumbraron una España de libertad y con ella el Tribunal Supremo, que no sean las Cortes de hoy las que minen la preeminencia de un Tribunal que resulta imprescindible para el mantenimiento del Estado de Derecho y de los valores de justicia e igualdad en que se asienta.

Antonio Dorado Picón, vocal del Consejo General del Poder Judicial.