En democracia

En democracia, un demócrata se expresa con la alegría que su libertad le garantiza y puede pensar más o menos cualquier cosa con tal de que sólo haga una. Empezar cualquier exposición, por arbitraria que sea, con un «en democracia» bien tirado protege a cualquier formulación de sí misma, y sólo un «Estado de Derecho» a tiempo compite con «en democracia» como legitimador de la nada. Un verdadero demócrata, de los que en democracia piensan lo que en democracia corresponde, lo comprende y, si es listo, contraataca o se refuerza acudiendo a los «países de nuestro entorno», a «las reglas que nos hemos dado» o, si las cosas se ponen de verdad difíciles, al «sentido común», que sustituye con eficacia al apetito y se esgrime a la menor contrariedad con los resultados más variables. La democracia es, pues (o al menos los fonemas que la constituyen), el envoltorio perfecto para la desidia argumental.

En democraciaTendemos a creer, a menudo en defensa propia, que «democracia» es un término neutro que sólo atiende y respeta la voluntad de la mayoría: cualquier cosa es posible, sin cotos ni apriorismos, con tal de que bastantes la sustenten. En democracia se vota para decidir qué hacemos. Y para hacerlo luego, dice el maestro de escuela. No dice, porque es sabio y paciente y posibilista y bueno, que en realidad la democracia encierra sus propios valores, su carga ideológica preexistente, su paquete asociado de ideas admisibles. El adjetivo «democrático» no es neutro, y el subtexto que ahoga el texto reza: «adecuado», «tolerable», «conveniente», «recto». «Lo que hay que pensar», sanciona, sin necesidad de votaciones o antes de ellas: en democracia, las votaciones pueden llegar a ser un engorro. Llamamos democracia avanzada a la que incorpora a sus normas las nuestras; no lo es de verdad si sus resultados ofenden el sentido común, que es, ¿lo adivinan?, el mío. Una tribu de antropófagos estudia a un explorador y medita por dónde empezar; un gobierno recién estrenado resuelve frente al micrófono que va a bajar los impuestos; nueve de cada diez mujeres apuestan por el burka en su tierra de sol y adobe. El comité de empresa trata de acordar con el patrón un horario racional; el 91% de los países del mundo rechazan vehementemente el matrimonio homosexual; una caterva de niños está a punto de decidir si el abrigo de otro niño está mejor en el barro... ¿Cuál de estos casos es democrático y cuál no?, ¿cuál cabe en una democracia moderna, cuál en una morosa y cuál fuera de ella? Alcanzado el veredicto, convendría recordar que nadie ha votado aún. Nadie ha levantado la mano ni ha introducido un sobre en una urna. Nadie ha apretado un botón. No es necesario votar, según se ve, para determinar qué es democrático y qué no, aunque un voto anime más que el sol una mañana de domingo.

No somos demócratas porque votemos, lo somos porque el paquete ideológico que la democracia contiene (que delimita nuestros contornos –culturales y de pensamiento– con su ideario preciso) incluye y da forma a nuestro mundo. ¿Es democrática la pena de muerte? La respuesta sería, acaso, distinta para un tejano y para un leonés, aunque sus diccionarios recojan términos parecidos cuando se rasgan por la D. «Democrático» es, al fin y al cabo, nuestro más socorrido eufemismo para «bueno», siendo «bueno» el mito florido que impone nuestro particular callejero aclarando lo que somos si lo somos donde debemos. Exportar la democracia a un lugar levantado sobre valores que nos son ajenos, de origen tan arbitrario y acumulativo como cualquiera, ¿consiste en dejarles votar, consiste en hacerles votar o consiste en graduarles las gafas de cerca? Llevar la democracia al Próximo Oriente, por ejemplo, ¿es llevar el voto a Oriente o llevarles Occidente? ¿Es la democracia un método o es directamente un molde? El sentido común al ataque aclara que no todo es votable y son los resultados –que conviene asegurar desde el principio– los que están en juego. Democracia es, pues, un valor eufónico y a su pesar totalitario; el legitimador que queda cuando hacemos lo que podemos.

Más importante que la semántica es la fonética. Peleamos por las palabras y eludimos los significados, o los viramos un grado, o cambiamos de palabra cuando la palabra desluce y el significado, que no se gasta, de repente parece hacerlo. Las palabras acaban designando lo que esconden: si «imputar» se contamina e «investigar» aparece, virginal, al rescate, ganamos unas yardas mientras el subtexto impregna implacable su nuevo huésped y lo echa a perder al tercer titular o a la segunda portada. Las palabras declamadas son fonemas resonantes, recordatorios asociados, alianzas pavlovianas que sólo en ocasiones desafían la revisión por ser su sonoridad tan poderosa que sólo ella importa. «Paz», «verdad», «conciencia», «democracia». «Libertad»...

No propongo, claro, un cambio de estrategia. No propongo, de hecho, nada. Salivo como el que más cuando suena la campana, cuando la información autónoma que hospedo se hace cargo de las riendas y manda mi responsabilidad a boxes, lo que sucede a menudo. Hacemos lo que podemos. Me quedo con esto, por descontado; no añoro las montañas. Trato de ordenar el ruido de mi cabeza y renuncio, sólo eso, a estar seguro de nada. Respondemos como sabemos a los estímulos del establo, a nuestros mandatos reflejos, tratando en las ocasiones más lucidas de domarlos y hacernos cargo de ellos. Racionalizamos lo que somos y lo hacemos, de este modo, tolerable. Está bien así. Cuando una palabra se vacía, queda al menos su hueco. No está tan mal. Hacemos lo que podemos. Con ahorrarnos las lecciones, podría ser suficiente.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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