En desorden

La implantación de una fórmula de copago farmacéutico en Catalunya ha suscitado de nuevo la diatriba pública –que no debate– sobre la financiación parcial de los servicios públicos mediante la aportación económica de sus usuarios reales. La solución del Gobierno de la Generalitat debería ser entendida como puntual y provisional, toda vez que no resuelve el problema de la sostenibilidad del sistema, ni las posibilidades del copago tendrían que reducirse a una medida tan lineal. Sin embargo, el objetivo de que las instituciones –los partidos– afronten una reflexión a fondo sobre todos estos temas para idear un modelo alternativo, solidario y eficiente, parece muy lejos de lo posible. Los acontecimientos avanzan de manera imparable sin que ofrezcan un instante para la revisión sosegada, racional y consensuada del Estado de bienestar. Ejercicio tras ejercicio se van adoptando decisiones mediante la acumulación de ajustes parciales que buscan, antes que nada, efectos inmediatos en el control del déficit. Las circunstancias resultan idóneas para el oportunismo. Ya nadie se atreve a cuestionar una decisión u otra calificándola de improvisada, si acaso son otros los epítetos que se emplean. Esta reforma parcelada y caótica del Estado de bienestar impide imaginar siquiera el resultado final, de modo que frente al oportunismo se alza la voz tremendista de quienes auguran el triunfo de la ley de la selva. La socialdemocracia se ve arrastrada por una dialéctica maniquea sobre la justicia social, mientras que los liberal-conservadores van deconstruyendo el Estado heredado guiados por la intuición que inspiran los mercados.

Esta manera de reformar el Estado de bienestar, condicionada por la precipitación y el desorden, representa un problema mayor que la orientación que adopta cada medida. Los riesgos que comportaría la ralentización política de los procesos de cambio no constituyen sólo un argumento de oportunidad; forman parte de una realidad cuyas amenazas no pueden ser ignoradas. Pero la carencia de contrapesos sociales e institucionales que, manteniendo un ritmo vivo en las reformas, fuesen capaces de equilibrarlas acaba dando lugar a una nueva forma de razón despótica en la gobernación del país. Según esa razón, se trata de recuperar la confianza externa e interna mediante un activismo reformador. Establecido el marco general de lo que hay que cambiar –sistema financiero, mercado de trabajo, servicios sociales– y fijada la regla básica de la consolidación fiscal, sólo cabe esperar que las medidas adoptadas surtan efecto. Pero curiosamente nadie se hace cargo de las consecuencias directas del impulso reformador, mucho menos de las colaterales. Mientras, al otro lado de la barricada, los tremendistas parecen esperar a que su profecía se cumpla y los hechos les den la razón.

Por precipitadas y desordenadas que sean las medidas de ajuste y reforma, todas portan el sello de su irreversibilidad. La socialdemocracia gobernante hasta hace poco se enfrentó a la crisis como si únicamente exigiera apreturas pasajeras, ahorros con retorno y un poco más de cuidado con la tesorería pública. La privatización de determinados servicios, de las relaciones laborales e incluso de algunas estructuras de la administración constituye una tendencia tan oportunista como inevitable. Pero desde el momento en que la socialdemocracia se retira del debate y pasa a ejercer de oposición deja la vía libre a la inercia reformadora. Lo más preocupante no es la privatización, sino la precarización que conlleve y los ámbitos que deje desatendidos. Las necesidades sociosanitarias que seguirá incrementando el envejecimiento de la población parecían atractivas en términos de rentabilidad empresarial, pero hoy ya no lo son. La creación y producción artística ocupaba un espacio amplio y diverso que se estrecha rápidamente e induce un cierto estado de opinión que convierte lo cultural en sinónimo de superfluo. El juicio al que está sometido el sistema educativo va demasiado cargado de desdén, y los defensores de la escuela pública no aciertan a contrarrestarlo.

El horizonte intuido es el de un sistema capaz de cubrir necesidades sociales básicas –decrecientes– que derive hacia cada usuario una parte –creciente– del coste de sus necesidades particulares en proporción a su también particular renta. El esquema podría dar lugar tanto a un modelo más justo que el que tenemos como a otro profundamente insolidario. Pero la primera condición de la justicia social en la globalización es que el Estado de bienestar se haga sostenible. En otras palabras, que el crecimiento económico permita una distribución de la riqueza capaz de cubrir un amplio catálogo de necesidades sociales. La socialdemocracia no debería ausentarse de la modulación del esquema referido oponiéndose a las reformas con trazo grueso.

Por Kepa Aulestia.

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