El día 19 de octubre de 1989, a las ocho y media de la mañana, me encontraba, como cada jueves, a las puertas del aula 11 del edificio Ramon Llull en el campus de la Universidad de las Islas Baleares, la institución que tuvo a bien contratarme como profesor hace ya demasiado tiempo. La razón de tan kantiana regularidad tiene que ver con las clases de antropología que he impartido en ella durante los últimos 35 años.
En octubre, el verano mallorquín es un mero recuerdo; los almendros tardarán todavía un par de meses, si no tres, en comenzar a florecer y el aire del otoño trae consigo las nostalgias de un curso en sus comienzos. Un curso siempre parecido al último y semejante al que vendrá después.
Ninguna semana del mes de octubre supone una amenaza seria al orden en que se fundamentan el trivium y el quadrivium. Pero, en ocasiones, el destino juega con las cartas marcadas. Ese día, a punto de entrar en clase, recibí una llamada de Juan Cruz anunciándome que la Academia Sueca iba a hacer público el nombre del galardonado con el Premio Nobel de Literatura, y que las quinielas apostaban por Camilo José Cela; CJC, como gustaba en llamarse él mismo en sus páginas.
Aunque era la primera vez que me encontraba con la posibilidad de que se le diese un premio así a alguien de mi familia, tampoco puede decirse que me extrañara demasiado. En cualquier caso, me olvidé del asunto casi de inmediato. Es lo que tiene la necesidad de explicar a los alumnos de letras las funciones de los ácidos nucleicos y su relación con la filogénesis humana: deja poco sitio para asuntos particulares.
La advertencia de Juan me fue, no obstante, muy útil. Una hora más tarde, el entonces director del Departamento, Alberto Saoner, irrumpió en el aula diciéndome, a grandes voces y con notorios gestos de alegría, que a mi padre le habían dado el Premio Nobel. El sospecharlo de antemano me permitió marcarme un gesto de esos tan queridos por mi abuela Camila, cuya parsimonia anglosajona, unida a una miaja de irónica distancia, no la abandonó jamás. Le pedí a Alberto que dejara las cuestiones personales para cuando terminase la lección y seguí con las mutaciones en la cadena beta de la hemoglobina, es decir, con la influencia de los polimorfismos en la prevención de la malaria.
Al salir de la clase, fue el delirio: televisiones, radios, corresponsales, llamadas al teléfono... No recuerdo ni a ojo de buen cubero cuántas entrevistas me hicieron a falta de quien, ausente ya en Mallorca, debía haber sido abordado: el propio CJC.
El día 17 de enero de 2002, jueves también, me encontraba en la misma aula 11 en que me habían dado la noticia del premio 13 años antes. Explicaba de nuevo las particularidades de la evolución humana, aunque con el temario algo más avanzado. En enero, el sol mallorquín templa la escarcha y la convierte en el estallido magnífico de las flores de los almendros. La isla se tiñe de blanco en una ceremonia que no cambia nunca, ahuyentando las tristezas del invierno. Salvo que...
Fue la secretaria del Departamento, Gloria Salom, la que llamó de forma mucho menos ostentosa ese día a la puerta del aula 11 y, con un atisbo de lágrimas en los ojos, me dijo que mi padre había muerto. El golpe fue brusco y cruel, del todo inesperado pese a que mi tío Jorge, la noche anterior, me había advertido de que la salud de CJC era preocupante. No pude acabar la clase.
Entre una y otra noticia se coló la vida como Premio Nobel de CJC; a mi entender, una pura paradoja. Se diría que recibir el galardón más alto que hay para un escritor conlleva una especie de conjuro, un mal de ojo como el que los Azande de África Central atribuyen a quienes diseminan desgracias. Si el reconocimiento del Nobel otorga excelencia oficial a una carrera literaria, también obra en contra de aquel talante, de aquellas angustias que llevan a todo autor a enfrentarse con el reto de sus cuartillas en blanco.
Pero en realidad, ¿qué más da? ¿No basta con haber escrito La familia de Pascual Duarte, La colmena y San Camilo, 1936? Abundan los novelistas que darían el brazo derecho por una sola de esas tres obras. El regusto amargo, la insatisfacción, la necesidad de morir en la carretera, ¿no serán signos de inmadurez?
Tal vez no. Conservo muchas fotografías de CJC. La que más me gusta muestra un hombre aún joven, de barba oscura y poblada y con la mirada perdida a lo lejos. Lleva boina y está sentado en la escalinata que queda al pie del pórtico de una iglesia románica del Pallars Sobirà. Junto el mentón se yergue un cayado para atestiguar que el camino por los senderos de la montaña no es fácil, que es menester a menudo algún que otro sostén. Se trata del CJC vagabundo y la foto ilustró su Viaje al pirineo de Lérida.
El viajero se pateó, en tiempos, una España que ya no existe. Es probable que en el futuro, cuando hayan pasado, qué sé yo, uno o dos siglos, ese testimonio del mundo desaparecido figure entre los textos más valiosos de Camilo José Cela, por encima incluso de las novelas mencionadas hoy en los libros de texto. La discusión acerca de si será así resultaría académica porque el CJC vagabundo es la clave misma, sea cual sea el registro que queramos invocar, del CJC escritor. La moraleja resulta diáfana: no funciona el recurso de narrar aquello que no se ha vivido en primera persona. No cabe el escritor-florero vestido con unos ropajes en préstamo. No se puede sustituir el talento por el disfraz.
En diciembre de 1989 salió publicada en los diarios otra imagen muy distinta. En ella se ve a mi padre subido a un escenario que supone el altar más oportuno de la gloria. El escritor viste de frac, aunque con el detalle de coquetería de la corbata negra que le autorizaba a lucir el protocolo de la Real Academia Española. CJC inclina la testuz ante un monarca que le entrega los distintivos del Premio Nobel. Al agachar la cabeza, no se alcanza a ver su mirada.
Tampoco hace falta: sería la del triunfador encumbrado; el envés del vagabundo aquel que recorrió, cantando por lo bajo, la calle de Alcalá camino de los campos de la Alcarria.
Yo prefiero, vaya por dios, la primera fotografía. Ojalá que irrumpa alguien en la clase del aula 11 alguna mañana a explicarme por qué.
Camilo José Cela Conde, miembro de EvoCog, unidad asociada al Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos, CSIC-Universidad de las Islas Baleares.