En el aula hasta los 18 años

El ministro de Educación, Ángel Gabilondo, un excelente conversador, ha sugerido la posibilidad de que la enseñanza sea obligatoria hasta los 18 años. No es una propuesta firme, sino una reflexión en voz alta al hilo de una informal entrevista radiofónica. Pero es una sugerencia que ha venido a añadir un nuevo factor de preocupación en el seno de una comunidad educativa ya bastante sometida al estrés del día a día. Docentes, sindicatos, familias, empresarios y administraciones están opinando respecto de esa hipotética medida en función de sus expectativas y del lugar que ocupan en el sistema educativo y sus periferias. Como en otras cuestiones, la dimensión cuantitativa –prolongar la obligatoriedad actual–, siendo una cuestión con implicaciones organizativas y económicas notables, no es la única a considerar, ni siquiera, en mi opinión, la más importante. El qué pesa más que el cuánto, como es de sentido común.

Conviene recordar que, en algo más de 100 años, el acceso a la escuela ha pasado de ser un privilegio ligado al origen sociocultural a ser un derecho universal masivamente realizado y recogido en los textos constitucionales. Es oportuno señalar que hoy no son pocos quienes opinan que se ha enfatizado demasiado el término derecho, difuminando que este es siempre el anverso de un deber. En un periodo de tiempo relativamente breve se han transformado y unificado, paulatina y aceleradamente, los relatos y la cronología a través de los que se jalonaban los itinerarios formativos. La infancia como categoría de edad específica y diferenciada es un invento históricamente reciente; como lo es la adolescencia y su ampliación a las diversas expresiones de la posadolescencia o las novísimas preadulteces que en el umbral del siglo XXI jalonan el complejo camino hacia el modelo de adulto socialmente integrado: aquel que ocupa un lugar en el mercado laboral y puede consolidar su proyecto vital.
Por otra parte, la llamada globalización ha supuesto, en lo que atañe a los procesos educativos, una radical transformación de los tres ejes tradicionalmente estables: espacios, tiempos y experiencias vitales. El clásico itinerario Familia-Escuela-Milicia-Trabajo, tosco si se quiere, pero eficaz en la redistribución simbólica y económica del personal a través de la idea de la movilidad social (el famoso ascensor social, que está operando hoy como descensor), ha dejado de ser aquel mecanismo funcional que acomodó bien o mal deseos individuales y necesidades sociales, o, si se prefiere formularlo mas fría y estructuralmente, los opuestos requerimientos del capital y del trabajo. Las sucesivas revoluciones industriales y la mundialización del mercado (en el mundo hay hoy decenas de millones de nuevos estudiantes que acceden al derecho-deber a la escolaridad) están haciendo saltar por los aires los apacibles fundamentos que regulaban la escuela y el trabajo, la formación de «los nuevos», como llama Hanna Arendt a los niños y jóvenes que desembarcan en el mundo, su educación y su encaje en la complejísima trama de logros, ambiciones y sueños que dan sentido por un tiempo breve a todas las sociedades. Y lo que nos está pasando es que esas estructuras que transfieren sentido común y federan conciencias individuales se están colapsando, como ahora se dice de lo que se derrumba, o cuando menos se tambalean. Familias, escuelas y empleos son hoy escenarios altamente volátiles. Somos «sociedades líquidas», en acertada expresión de Zygmunt Bauman.
De modo que bienvenida sea la improvisada idea de las aulas obligadas hasta los 18 años. Puede tener tanto aspectos positivos como efectos contraproducentes. Puede ser positivo añadir dos años más a la formación de los ciudadanos, siempre y cuando el contenido concreto de este tiempo añadido aporte un plus de acomodación a los ritmos de aprendizaje individuales y una mayor flexibilidad en los itinerarios formativos (bachilleratos y formación profesional) de la escolaridad. Y puede también ser contraproducente si se limita la medida a más de lo mismo, cuando está comprobado que ya ahora no son pocos los alumnos que fracasan y desean abandonar la escolarización y asomarse al exterior a pesar de todos los riesgos. Dos años más de simple guardería o de aparcamiento prelaboral no servirían de nada y muy probablemente agravarían las fricciones y disfunciones cualitativas que ya se dan en la actualidad, que son bien conocidas. Pero puede ser también una excelente oportunidad para revisar las viejas inercias de un sistema educativo rígido y anticuado en sus principios y en sus formas organizativas a pesar de sus maquillajes tecnológicos.

Se nos repite hasta la saciedad, y cabe sospechar que interesadamente, que la crisis es una excelente oportunidad de cambiar el modelo productivo, aunque luego no se concrete en nada. Quizá sea también el momento de pensar en otras formas de articulación entre los deseos del ciudadano (mucho más que un consumidor) y las necesidades de la economía (bastante más que un mercado). ¿Dos años más de escolaridad obligatoria? Parlem-ne.

Fabricio Caivano, periodista.