En El Cairo y en Túnez, quien vuelve es Rifa

Durante la revolución de julio de 1830, el joven Rifa, de la ciudad de Tahta en el Alto Egipto (Al Tatawi), se encontraba en París: imán titulado de la mezquita de Al Azhar en El Cairo, acompañaba a una delegación de príncipes egipcios a los que su pachá, Mehemet Ali, había encargado estudiar en Francia las ciencias contemporáneas para que su país sacara provecho de ello a su regreso. Los príncipes se distrajeron, pero Rifa aprendió rápido el francés y se convirtió en el niño bonito de los salones de la época. A lo largo de los siete años que duró su estancia, reunió una gigantesca biblioteca que más tarde ordenó traducir al árabe. Una vez acabada su misión, se convirtió en el principal consejero del pachá, creó escuelas para niñas, publicó los primeros periódicos en lengua árabe e introdujo las ciencias en la enseñanza: Rifa fue el fundador del Egipto moderno, en unos tiempos en los que su país resplandecía sobre el conjunto del mundo musulmán. Pero hubo una reforma, solo una, que Rifa no logró que el pachá consintiera: la adopción de una Constitución política. A Rifa le había impresionado especialmente la Revolución de 1830: el rey Carlos X era impopular, los parisinos se rebelaron, unos cañonazos causaron algunas víctimas, pero tres días más tarde, Luis Felipe ascendía al trono con el beneplácito general y sus poderes delimitados por una nueva Constitución. Rifa contó todo eso y otros recuerdos en un pequeño libro titulado L'Or de Paris (El oro de París), donde también habla de las parisinas: son, escribía, tan infieles como las cairotas, pero ¡en Francia a sus maridos les da igual!

Nada le parecía más útil a Rifa que ese concepto de Constitución: permitía cambiar de régimen sin guerra civil, minimizando la violencia. Pero el pachá de Egipto, dispuesto a aceptar todo de la ciencia francesa y partidario de Rifa en sus controversias teológicas con los clérigos integristas de Al Ahzar (Rifa consideraba concretamente que el Corán no imponía el velo a las mujeres y tampoco privarlas de educación ya que mediante la educación podían acceder al Corán), se negó a que su poder absoluto fuese limitado por una Constitución. ¡Qué pena! La faz del mundo árabe podría haber cambiado. En nuestros tiempos, los egipcios más ilustrados son conscientes de ello ya que es un retrato (presumiblemente) de Rifa el que adorna la entrada de la nueva biblioteca de Alejandría. Ello no impidió que, tras las reformas de Rifa, Egipto se convirtiera en un país lo suficientemente moderno para que hasta la década de 1950, su futuro y su prosperidad parecieran asegurados; lo mismo que en Irak, Siria o Líbano. La verdadera tragedia del mundo árabe no se debe en absoluto al islam o a no se sabe qué fatalidad cultural, sino a la influencia nefasta de las ideologías contemporáneas. Nasser es el culpable, a partir de 1956, de haber roto la economía egipcia desde el momento en que sustituyó la burguesía cosmopolita y emprendedora de El Cairo y Alejandría por el modelo soviético: el resto del mundo árabe le siguió, con expulsiones y nacionalizaciones, y los desastrosos resultados económicos y éticos que conocemos.

Cuando los Hermanos Musulmanes, una hermandad inicialmente más orientada hacia la ayuda mutua que hacia la violencia, trataron de oponerse a él, Nasser los exterminó, ordenó ejecutar a sus jefes y los condenó a la ilegalidad. El mismo esquema se reprodujo en Argelia, donde el ejército impuso el socialismo (moderado por la corrupción) y demonizó a los partidos musulmanes después de que estos tuvieran el mal gusto de ganar las elecciones municipales en 1991. Fue tras la anulación de esas elecciones por parte de la dictadura militar (una prevaricación vivamente aprobada en aquella época por François Mitterrand) y no antes, cuando los islamistas iniciaron en Argelia una guerra civil inacabada.

Esta historia del mundo árabe, reducida a lo básico, conviene tenerla en mente para entender los levantamientos de Túnez o de El Cairo. La alianza contra natura entre las democracias occidentales y los déspotas árabes frente al supuesto peligro islamista es una invención conjunta de esos déspotas y de nuestros demócratas. Nicolas Sarkozy, que retoma para sí la tesis sin palabras refinadas de Jacques Chirac, declaraba muy recientemente que había que «elegir entre Ben Ali y los barbudos». Pero entre los manifestantes de Túnez o de El Cairo distinguimos pocos barbudos: consideraremos que los «Hijos de Rifa» (una expresión utilizada con frecuencia por los demócratas egipcios para reconciliarse con su propia historia) son mayoritarios, en cualquier caso entre la clase culta, que es la que dirige la revuelta. Por tanto, Rifa tenía razón: los árabes son perfectamente capaces de adoptar una Constitución sin que esta sea ni islamista, ni tiránica. Añadamos a beneficio de aquellos a los que atraigan las comparaciones que la revolución iraní de 1979 fue dirigida por una clericatura chií, una tecnocracia religiosa propia del Irán feudal y totalmente desconocida en las sociedades suníes del Magreb. A los Hijos de Rifa, por tanto, les falta constituirse en un partido o movimiento social, algo que, lo reconocemos, no ha sido, hasta ahora, su punto fuerte.

Por Guy Sorman, ensayista.

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