En el camino a Santiago

En los últimos treinta años, desde mi casa de Asturias —enclavada en el litoral cantábrico rayando con Galicia, a un paso del llamado camino francés— he podido comprobar el espectacular aumento de peregrinos que transitan el Camino de Santiago, lo que a menudo me llevó a evocar estampas y recuerdos de quienes, en distintas épocas, emprendieron un viaje que, a la aventura física sumaba una experiencia espiritual.

En el camino a SantiagoDesde que Teodomiro, obispo de Iria Flavia, descubrió en el 813 los restos del apóstol y luego el rey Alfonso II el Casto mandó construir un templo donde acogerlos y venerarlos, la peregrinación a Santiago suscitó tal fervor en toda Europa que llegó a movilizar a verdaderas masas: santos como Francisco de Asís, reyes como Luis VII de Francia o Alfonso XI de Castilla, mecenas como Cosme de Médicis, la flor de la caballería —don Gaiferos de Mormaltán, el protagonista de los romances carolinos—, ricos burgueses de Flandes y de la Isla de Francia, monjes y mendigos, ilustres viudas de Maguncia, Lyon o Bath, “y mucha gente humilde de las Europas, artesana y campesina, con sus pecados y sus esperanzas”, según recuerda Álvaro Cunqueiro (Por el camino de las peregrinaciones). A tal punto fue así, que en cartas alemanas de la época a España se la llamó Jakobsland. En el marco de las guerras de cristiandad contra el islam, viajaban no tanto a venerar la figura del peregrino de su propia tumba sino al Jacobo guerrero —Santiago Matamoros—, que montado en caballo blanco y empuñando espada flamígera caía como un rayo sobre sus enemigos.

Factores histórico-políticos, económicos, religiosos y culturales explican un fenómeno que el escritor holandés Cees Nooteboom —en su incesante y extraordinario peregrinaje, hecho de serpenteos, fugas, cavilaciones y retornos casi laberínticos, El desvío a Santiago (1980-1990)— definió como “una de las arias de locura de la ópera europea, una gigantesca migración de ida y vuelta, un movimiento de millones de peatones, una corriente interminable de peregrinos de todas las tierras de la cristiandad”, semejante a un ejército “de paso durante siglos, constantemente…”.

El Camino a Santiago se convirtió en uno de los vehículos de la cultura europea de entonces, dejando honda huella en nuestra lengua, según puede apreciarse en la toponimia de los enclaves y espacios que sembraban el camino (santuarios, iglesias, ermitas, conventos, hospederías, posadas…), o en los letreros de otros establecimientos. Nuestro arte románico —sobriedad, desnudez, luz— no se explicaría sin este fenómeno, como tampoco la primera lírica refinada y culta en lengua romance de la Península, la poesía trovadoresca galaico-portuguesa, que “prendió al contacto de chispas traídas de Provenza por los devotos romeros de Santiago”, como escribió Unamuno en 1912.

Siguiendo las huellas de una leyenda, los piadosos peregrinos traían también consigo noticias, relatos y leyendas, que recorrían a pie y de boca en boca la Europa entera. Aún perduraba entonces el recuerdo de héroes míticos que, como Ulises-Eneas, Orfeo o Gigalmés, emprendieron viajes a Otros Mundos —periplos misteriosos, complejos e intrincados, para las cuales habían sido elegidos por el destino o por la divinidad—, y esta pasión por un más allá sería también la aventura por excelencia del periodo clásico. Cuando los Santos Lugares fueron ocupados por el islam, el extremo occidental del continente europeo, el Finis Terrae, se convirtió en otra meca a la vez religiosa y aventurera, pues el paisaje —la grandeza arisca y recóndita de algunos parajes—, como escribió George Borrow en su imborrable libro La Biblia en España (1840), era “exactamente igual a como en mi infancia había yo imaginado la conclusión del mundo más allá de la que solo había un mar borrascoso o el abismo o el caos”.

Muchos habían emprendido el Camino movidos por su fe o cumpliendo una penitencia. La doctrina cristiana distinguía entre dos categorías de peregrinaje: el ambulare pro Deo, peregrinar por Dios, imitando a Cristo o al padre Abraham que abandonó la ciudad de Ur para irse a vivir en una tienda; y la peregrinación emprendida por los culpables de peccata enormia, crímenes enormes, con obligación de convertirse, de acuerdo con una tabla estipulada de tarifas, en mendigos ambulantes (con sombrero, morral, bastón e insignia), para ganarse la salvación en el camino.

La fama de aquellos peregrinos que llegaron a arriesgar su vida y en ocasiones renunciar a todo para llegar a Santiago, ver las reliquias del santo, rezar ante su tumba y obtener la indulgencia plenaria, empezó a deteriorarse ya en el ocaso de la Edad Media, y con el transcurso del tiempo su reputación cambió notablemente, no bastando ya invocar el nombre del santo a modo de milagroso talismán, entre otras cosas por los motivos escasamente piadosos que guiaban a algunos, según atestiguan viajeros como Giuseppe Baretti en su Viaje de Londres a Génova a través de Inglaterra, Portugal, España y Francia (1770), J. W. Goethe en su Viaje a Italia (1817), o George Borrow al trazar las desventuras del peregrino suizo Benedicto Mol en su busca de un tesoro. Hacía tiempo que los pícaros y vagabundos de variado pelaje transitaban los caminos, según ha reconstruido recientemente Luis García Jambrina en su muy amena novela El manuscrito de barro (2021), que arranca el 29 de mayo de 1525, cuando cerca de Burgos es asesinado un peregrino que recorre el camino francés. La muerte se suma a otras acontecidas en anteriores etapas, ejecutadas todas ellas según un ritual tan meticuloso como simbólico, caso que se encarga resolver a Fernando de Rojas, el autor de La Celestina. De los ropajes peregrinos y de las maneras picarescas se vale también Camilo José Cela al construir la figura del viajero que protagoniza Del Miño al Bidasoa (1952). Para el escritor de Iria Flavia, Nuestro Señor Sant Yago es también el patrón de los vagabundos: hombres que, “un pie tras otro y la imaginación delante”, recorren obcecada y hasta despiadadamente los caminos.

Hoy siguen emprendiendo la peregrinación miembros de la realeza, mandatarios, celebridades y gentes de toda edad y condición llegadas desde muy diversos confines. Perduran muchos factores primigenios, como el económico, apreciable en todos los sectores turísticos, desde la promoción institucional de la Xunta de Galicia, especialmente desde el Jubileo del año 2000, y cuyo logotipo —”un pequeño monigote a medio camino entre la estética de Disneylandia y los nazarenos de Semana Santa”—, más bien desagrada a Manuel de Lope, según narra en Iberia. La puerta iluminada (2003). También se aprecia el auge en los albergues y hoteles y restaurantes que se han multiplicado en los últimos años, o en la mercadería pintoresca: los múltiples souvenirs que se venden en el “inmenso Babel que es la plaza del Obradoiro”, al decir de Julio Llamazares (Las rosas de piedra, 2008): “Crucifijos, conchas, postales, grabaciones con canciones de la tuna, botafumeiros de alpaca…”. Permanece el móvil cultural y en algunos sin duda la fe y la devoción religiosa, aunque la mayoría peregrina según la moderna fórmula turístico-deportiva. Ya no visten capa o esclavina, ni empuñan “el bordón en el que el viento del oeste mece la calabaza del agua compañera” (Cunqueiro), el amplio sombrero caminero se trueca en gorra y el morral, en mochila. No importa. Lo esencial en cualquier viaje es su recuerdo, las mil imágenes y anécdotas con las que al regresar los peregrinos harán su relato.

Ana Rodríguez Fischer es catedrática de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.

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