En el centenario de José María de Areilza

¿Alguien fue más refinado? Lo conocí personalmente, pero mi memoria ha conservado una fotografía como imagen definitiva de José María de Areilza, conde de Motrico: un señor elegante y pulcro, de ademanes aristocráticos y mirada inteligente, hablando por teléfono mientras sostiene con exquisita seriedad un libro, quizá unas Memorias.

¿Alguien fue más refinado? En la derecha española de su tiempo -que se extiende de la desventurada monarquía de Alfonso XIII a la equilibrada de Juan Carlos I-, tal vez nadie. Tenía todas las cualidades del conservador que aprende todo y no olvida nada: era culto, brillante, mundano, sutil, preciso, nostálgico de un futuro más elegante y noble, desdeñoso de un presente tosco y zafio. Un hombre de su época, sí; pero también un hombre de otra época pensada, imaginada y soñada. Su paisaje interior era intemporal, lejano, mucho más lejano que el mundo de la belle époque bilbaína donde descubrió el inagotable El Dorado de la cultura. Él era un contemporáneo del señorial y descreído príncipe de Ligne, siempre; de Chateaubriand, en los momentos de decir las verdades a don Juan de Borbón; de Proust, cuando se ponía a recordar, un Proust contenido adrede, en tono menor, sin salir de los límites estrictos de una prosa sosegada, clásica.

Hoy, que la política española se ha vuelto prosaica y apenas ofrece un simulacro bochornoso de aquella moral de la responsabilidad de la que habló Weber, resulta casi imposible encontrar una figura como Areilza: un político dotado de medios de fortuna, capaz de pensar en grande y, al mismo tiempo, con inquietudes intelectuales y literarias.

Las revoluciones, como los volcanes, tienen sus días de llamas y sus años de humo. Areilza llegó a la política española en días de llamas, en los años treinta del siglo pasado. Desde muy pronto en las filas de la derecha monárquica, fue un partidario entusiasta de la sublevación de 1936 y pronunció discursos y arengas de tono rotundo y beligerante. Él, a diferencia de los que más tarde recurrieron a la justificación tortuosa de su pasado o al examen de conciencia penitente, nunca trató de disculparse. «Todo lo que se escribe o se dice durante las guerras tiene, por lo común, escaso o ningún valor», solía decir con tranquila elegancia.

Al igual que su amigo Agustín de Foxá, dandy irónico y exquisito, Areilza nunca tomó muy en serio el régimen franquista, ni siquiera en los años cuarenta, pero sirvió en él porque no veía otra posibilidad de actuación. Lo hizo como embajador en Argentina, Estados Unidos y Francia. Las dos últimas, misiones diplomáticas que le pusieron en contacto directo con los grandes desafíos de la posguerra mundial: el Mercado Común, la OTAN, los riegos de la Guerra Fría, la carrera nuclear, el gigantesco deshielo del colonialismo, el protagonismo del Tercer Mundo.

Su discrepancia con la orientación rígidamente opuesta a cualquier intento de evolución democrática por parte de Franco le empujó a abandonar el régimen a mediados de los años sesenta. Realista siempre, Areilza era consciente de que la sociedad española ya había empezado su transición de mentalidades, e incluso de costumbres, y era de la opinión de que no necesitaba ningún salvador para pensar por sí misma.

«Decidí -recuerda en sus Memorias- que en conciencia no debía seguir ejerciendo mi cargo en la embajada de París, pues ello era un fraude hacia mi íntima convicción de que no había otro futuro para España sino el de establecer un régimen político con libertades democráticas, capaz de homologarse con el resto de los que imperaban en la Europa occidental».

Esta postura le valió persecuciones ridículas y maniáticas por parte de los empecinados defensores del régimen. Invectivas e insultos a los que contestó con serenidad y elegancia, respondiendo que el patriotismo no consiste en decir amén a los actos de cualquier gobierno -eso es adulación y conveniencia-, aclarando que el patriotismo es en gran parte una actitud crítica responsable y constructiva.

A partir de entonces, Areilza pudo equivocarse en muchas ocasiones, pero no en lo esencial. Su momento estelar no fue cuando asumió el secretariado político de don Juan de Borbón, presentando la institución secular de la Monarquía como el gran instrumento conciliador de los bandos enfrentados en la terrible Guerra Civil. Ni tampoco en la Transición, cuando ejerció de ministro de Exteriores de Juan Carlos I, escribió artículos que allanaron el camino hacia la democracia, o se lanzó a la aventura de lograr una derecha moderna, europea y democrática que aceptara la tolerancia y el diálogo y enterrase para siempre los recuerdos mortuorios de los años fratricidas. Su momento estelar se produjo en los primeros setenta, en aquel tiempo tembloroso y conspiratorio en que la gente comerciaba con la nada, en que todos se preguntaban qué ocurriría sin el general, después del general, en aquel tiempo en que era imprescindible convencer a las clases medias ilustradas de que era posible y deseable una transición democrática sin traumas.

La cuestión, según Areilza, no era cambiar España de cualquier forma, sino elegir la mejor forma de cambiarla; y para él ésta era la Monarquía, «la única forma de transición política y social que nos lleva a una institucionalización democrática de la vida pública en el más breve plazo, con el más corto riesgo, con el mínimo de violencia».
Ése es el Areilza político. Pero había también otro, escritor, miembro de la Real Academia Española: un brillante ensayista que escribe, no para probar o demostrar, sino con el objetivo de explicar y exponer, un elegante narrador de la estirpe del duque de Saint -Simon, que recuerda para servir a la verdad, y no a la pasión.

Lector asiduo de Marcel Proust, Areilza nunca se sintió inclinado a buscar el tiempo perdido; prefería imaginar el futuro que añorar el pasado. «No me gusta, todavía, rememorar. Quiero ilusionarme pensando más en el mañana que en el ayer», confesaba en 1974, en el prólogo de uno de sus ensayos. Sin embargo... pasó el tiempo y rememoró, y escribió sus Memorias y retratos literarios de gentes que había conocido a lo largo de su vida.

Lo mejor de su prosa literaria está ahí, sobre todo en los recuerdos del Bilbao de la preguerra. Aquel Bilbao del Lyon D'Or y la Sociedad liberal El Sitio, aquel Bilbao que Ramón de Basterra y Sánchez Mazas imaginaban como una mezcla de Atenas y Manchester, y donde armonizaban los chalés con aire de caserío de Neguri y la ambiciosa arquitectura de Manuel María Smith. Aquel Bilbao desde donde se asomó al mundo de la cultura y de la política. Una ciudad que ingresó, hace tiempo, en la cartografía mágica de los lugares imaginarios de Italo Calvino; una ciudad que sobrevive al ácido disolvente del tiempo gracias a las amables páginas de José María de Areilza.

Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea, Universidad de Deusto.