Se cumplen cien años del nacimiento de Juan Vallet de Goytisolo, que nos dejó hace apenas cinco. Esa longevidad, acompañada de la gracia de la lucidez que gozó hasta el final, hace que lo sintamos todavía próximo. Y, sin embargo, el conjunto de sus cualidades refleja una talla cada vez más insólita en nuestro tiempo, de manera que su figura adquiere simultáneamente desde el presente contornos lejanos y heroicos. Es uno de los signos de nuestro tiempo la progresiva desaparición de las personalidades extraordinarias, a las que con frecuencia han sucedido profesionales competentes y bien preparados, pero carentes del genio de sus predecesores.
Vallet fue primeramente un jurista práctico. Un notario excepcional en el seno de una corporación ya extraordinaria. Doblemente excepcional pues. Vivió el notariado como un sacerdocio, al ver en el mismo mucho más que una profesión jurídica, cabalmente la encarnación del ars iuris por el que se discierne la cosa justa en el seno de la experiencia jurídica. Notario, además, es lo mismo que decir hombre de buena fe, ya que –en sus palabras– «la buena fe ha de sentirse, pues la imposición no creída se derrumba rápidamente». Luego, tras su jubilación a los setenta años, por casi veinte más, se convirtió en abogado, informando con jovialidad de espíritu ante la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo y resolviendo en equidad o según ley, pero siempre en derecho, arbitrajes delicados.
Pero fue, sin menoscabo de esa consagración al oficio notarial, un jurista savant y un verdadero jurisprudente. Los conocimientos que atesoraba, en efecto, relativos sobre todo al Derecho Civil, y en particular al de sucesiones, ahondados en sus raíces filosóficas, contemplados panorámicamente en su despliegue histórico y aprehendidos en su ordenamiento positivo, lo sitúan en la cima de la jurisprudencia hispánica de la segunda mitad del siglo XX. Su obra de metodología jurídica, a la que dedicó incansable los últimos veinte años de actividad intelectual, y que se objetivó en varios miles de páginas, constituye un monumento de arte, ciencia y filosofía del derecho, alcanzado no tanto dogmática como problemáticamente, según conviene –en la cita inevitable de Ulpiano– a la filosofía verdadera y no a la aparente.
El encuentro con Eugenio Vegas Latapie, diez años mayor que él, personalidad magnética y apóstol constante de la causa de la monarquía tradicional, a la que había consagrado su vida, abrió a Vallet en su madurez el mundo de la Justicia general y su pauta el bien común. De la política, si se quiere, en puridad (en los términos de una conocida frase de Pío XI) la caridad política. De esa amistad de empresa surgieron la Ciudad Católica y la revista «Verbo», en 1961, a las que Vallet prodigó toda suerte de cuidados: no dudó, al igual que Vegas, en aprontar tiempo y recursos, así como en sacrificar a las mismas cuando hizo falta su enorme prestigio profesional. Con más de medio siglo a sus espaldas en la promoción de la doctrina social y política de la Iglesia, siempre con docilidad a su magisterio perenne, «Verbo» y la Ciudad Católica, son, en este sentido, una de las principales obras del pensamiento tradicional español. Otra de cuyas corporeizaciones es el Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, fundado en los años setenta del siglo pasado por el profesor Francisco Elías de Tejada, del que Vallet fue precisamente albacea y sucesor. Que hoy igual que ayer considera –según dejó escrito un notable historiador y filósofo social en los años cuarenta– cómo la estabilidad de las existencias crea el arraigo, origen de dulces sentimientos y sanas costumbres que cristalizan en saludables instituciones, las cuales, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. Arraigo existencial, buenas costumbres, instituciones edificantes... Quizá parezcan un pensamiento y un lenguaje periclitados. Pero, si se piensa serenamente un instante, es posible que haya de concluirse que son el único lenguaje y pensamiento posibles.
No es menor la producción de Vallet en este campo. Sus estudios sobre la masificación, la tecnocracia o el principio de subsidiariedad y los cuerpos sociales básicos tuvieron un signo auroral en los primeros casos o recapitulatorio en el último, pero rayan todos a la máxima altura. Como acredita la hemeroteca de ABC, desde finales de los años sesenta a mediados de los noventa, durante un cuarto de siglo en que su pluma compareció en su tercera o en diversas tribunas.
Un ámbito privilegiado de su quehacer fue finalmente el académico. Así, numerario de la Real de Jurisprudencia y Legislación desde bien temprano, en 1963, fue Vallet durante más de treinta años secretario general, vicepresidente y presidente. Puede decirse sin miedo a errar, por lo tanto, que su presencia marcó un dilatado período de la vida de la Corporación. Más tardío fue el ingreso en la Real de Ciencias Morales y Políticas, precisamente para suceder a Eugenio Vegas a la muerte de este en 1985. A ambas academias acudió puntualmente todas las semanas y en ambas se mostró siempre –como en las demás facetas de su vida– más atento al cumplimiento del deber que a la extensión del poder, según el dictum ciceroniano: antiquior ei fuit laus quam regnum.
Miguel Ayuso, profesor de la Universidad de Comillas y director de la revista «Verbo»