En el centenario de la pérdida de la libertad bajo la opresión borbónica

Fue, en efecto, un año aciago, uno de los más nefastos de aquel siglo. Todos los demócratas debemos recordarlo con espanto y es obligación de las autoridades contribuir con el mayor vigor a que jamás se nos olvide. Pocos resumieron tan bien lo sucedido como alguien con las credenciales del poeta Adolf Blanch i Cortada, coautor con Bofarull de la Gramàtica Catalana, secretario de la Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona e ilustre colaborador de La Renaixença: «Todas las instituciones que con tanta gloria habían contribuido al sostenimiento de la guerra nacional fueron derribadas de un solo golpe, presos los varones eminentes que más se habían señalado por su saber y patriotismo, y conculcado cuanto revelaba popular origen».

La cuenta atrás hacia la ignominia comenzó el 24 de marzo cuando aquel Borbón cruzó la orilla del río Fluviá, junto a la localidad de Báscara, para dirigirse a la «inmortal Gerona» acompañado de un fuerte contingente militar. La ciudad le acogió, engalanada, con gritos fervorosos de «¡Viva la Nación!».

Al proseguir el viaje el Rey quiso detenerse en Mataró, la localidad en la fachada de cuyo ayuntamiento había aparecido clavada seis años antes -como llamamiento a la rebelión- una escarapela con la bandera española y el lema «¿Quién me tomará?». Llovía intensamente, pero el monarca fue conducido bajo palio a la iglesia parroquial «entre el entusiasmo del pueblo y el incesante repique de campanas que expresaba el gozo que a todos embargaba».

Blanch i Cortada relata también el emotivo encuentro en Molins de Rei entre el monarca y el molinero Josep Manso i Solá, que tanto había hecho por la defensa de las libertades patrias con las armas en la mano: «Manso hincó la rodilla para besar la real mano y quitándose la espada la presentó por la empuñadura a Su Majestad». El Rey le abrazó «devolviéndole la espada» y le dijo: «Dios te guarde, buen español. ¡Cuánto te debo!». Luego le sentó a su mesa, «sirviéndole tres platos por su propia mano».

La comitiva se trasladó después a Reus, donde el monarca recibió a una autodenominada «comisión de expatriados barceloneses» compuesta por los próceres y representantes que habían preferido salir de la capital del Principado antes que soportar el yugo del ejército invasor. El doctor Abadal tomó emocionado la palabra: «Señor: los expatriados de Barcelona, representados en esta diputación, vienen a besar la augusta mano de Vuestra Majestad, a felicitarle su venturoso arribo a las Españas... y solicitarle se digne emplear sus paternales desvelos para el rescate de Barcelona, aquella ciudad tan desgraciada como leal que...». En ese momento se quebró la voz del doctor Abadal, «a lo que, tomándole el Rey la mano y estrechándola contra su pecho, contestó: 'Sí, sí, muy leal, muy leal', enterneciéndose también vivamente».

Según el erudito local Gras i Ballvé, Reus era entonces «una de las poblaciones más liberales de España». De hecho, apenas tres meses antes se había publicado en el Periódico Político y Mercantil de la Villa de Reus, dirigido por Jaume Ardèvol i Cabrer, un indignado artículo contra las resistencias reaccionarias a la observancia de la Constitución: «Cuando se nos llama ciudadanos libres es cuando estamos más lejos de la libertad. ¿Acaso los catalanes no somos españoles?». Pero en la villa no faltaba El Centinela de la patria en Reus, editado por el dominico Tomàs Gatell y el franciscano Josep Rius, destinado a combatir a quienes difundían los «errores y blasfemias de Rossó y Voltér (sic)», utilizando para ello «tinta venida del infierno».

La llegada triunfal del Rey sirvió para mostrar esas dos sensibilidades. Cuando el órgano liberal enfatizó que se habían pronunciado gritos de «¡Viva la Constitución!», El Centinela le corrigió: «Sólo una vez se dio el viva a la Constitución y no tuvo séquito; no por odio a este famoso código sino por inoportuno, cuando se celebraba la fiesta del Rey y no la de las nuevas tablas».

Ambos periódicos coincidieron sin embargo en el atuendo de algunos de los que homenajearon al monarca en Reus. El órgano liberal lo dijo en verso: «Al lado del Rey jóvenes brillantes / ostentaron sin extranjero aliño / a la antigua Española tu cariño». El Centinela fue más explícito: «La noble compañía de algunos amables jóvenes... nos presentó el carácter del catalán sincero y español verdadero; aquel antiguo carácter que se descubría en el vestido a la Española tan majestuoso como despejado».

En Reus se presentía la tormenta. Pero como ha escrito María Dolores Gimeno Puyol, profesora de la universidad Rovira i Virgili y autora de una monografía sobre este debate periodístico-constitucional, «al iniciarse el siglo los dos bandos sólo compartían la voluntad de una Cataluña leal a España».

El 26 de abril se firmó el armisticio que implicaba la salida del ejército ocupante de la Ciudad Condal. Blanch i Cortada explica como «los habitantes de Barcelona se abrazaron unos a otros dando gritos de ¡Viva España! y ¡Viva la paz!». Era la culminación de la resistencia iniciada seis años antes cuando, según el propio autor, «Cataluña rivalizó con el resto de España para sostener la integridad del territorio español y la dinastía de sus reyes».

El 30 de abril, festividad de San Fernando y aniversario de la acción del Bruch, se produjo la entrada solemne del Rey en Barcelona, aunque sólo en efigie. Su retrato presidía una «soberbia carroza» con su correspondiente escolta militar. «A sus pies y en el testero del coche se veía arrodillada una noble matrona, figurando a Barcelona en actitud de presentar su corazón al más amado de los Reyes. Tendido a sus plantas un perro significaba la lealtad catalana».

El monarca había llegado entre tanto a Valencia, haciendo oídos sordos de las instrucciones escritas de la Regencia para que se dirigiera a Madrid a jurar la Constitución. Cuando el presidente de esa Jefatura del Estado colectiva, su propio tío el cardenal de Borbón, se desplazó a cumplimentarle en los llanos de Puzol, el Rey le tendió su anillo y le conminó a someterse a su autoridad: «¡Besa!». Tras «seis o siete segundos» de vacilación, el máximo representante del poder constituido dobló la cerviz ante el único soberano que la España servil estaba dispuesta a reconocer.

El monarca tenía ya en su poder el llamado Manifiesto de los Persas, en el que 69 diputados le instaban a derogar la Constitución y cuantas disposiciones habían emanado de ella. Lo hizo con su tristemente célebre decreto del 4 de mayo, en el que se borraba de un plumazo la legislación liberal «como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo».

Seis días después, la noche del 10 al 11 de mayo, tenía lugar en Madrid la primera gran redada política de la Historia de España contra representantes electos. Veintitantos diputados, la flor y nata de las Cortes, y otros tantos prohombres liberales, o como diría Joaquín Costa «todo lo que había de ilustre y europeo en nuestra patria», fueron detenidos en sus domicilios y encarcelados en lóbregas mazmorras bajo la supervisión del general Eguía, alias Coletilla, recién llegado de la capital valenciana.

Fue el caso de los Argüelles, Calatrava, Martínez de la Rosa, Muñoz Torreros, Istúriz, Lorenzo Villanueva, García Herreros, Alvárez Guerra, Fernández Golfín... También el del eximio poeta y dramaturgo Manuel José Quintana, quien dejó testimonio de la experiencia: «Suena la hora, dase la señal y el tropel de esbirros y soldados inunda las calles y empieza a golpear las casas: '¡Ábrase a la justicia!', '¡preso por el Rey!'... eran los ecos tristes que en medio del silencio pasmaban a las familias despavoridas que por primera vez los escuchaban... Esta recompensa reciben, este descanso encuentran después de seis años de sacrificios, de fatigas y de combates».

Pocas horas después, el día 11 por la mañana, la lápida en honor de la Constitución fue arrancada de la municipal Casa de la Panadería, partida en mil pedazos y arrastrada en un serón por las calles de Madrid por una turba absolutista. Los más osados, «reclutados -según Mesonero Romanos- en las tabernas y mataderos», emprendieron la caza del flamasón y se encaramaron a los balcones de la Cárcel de Corte, en la trasera del Palacio de Santa Cruz, exhibiendo los cascotes y vociferando: «¡Lo que se hace con la lápida debe hacerse con los autores de la Constitución!». Aquel día 11 triunfaron las cadenas. Todos los días 11 de este año, desde enero hasta diciembre, deberíamos estremecernos recordándolo.

El diario Atalaya, redactado por el padre Agustín de Castro con licencia especial del general Eguía, resumía en su siguiente número lo ocurrido: «¡Noche del 10 de mayo! ¡Ah, tú serás cantada entre los días más solemnes que vio el mundo! ¡Noche del 10 de mayo! Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor... Nos trae a nuestro idolatrado Soberano que, con la sabiduría del ángel, acaba de encadenar a los mismos que nos tenían ya amarrados al cepo del infierno».

Entre quienes celebraron de forma similar lo ocurrido estuvo el diputado Llazer i Codina, último Inquisidor de Barcelona, que pronto vio con agrado el restablecimiento del Santo Oficio. Sin embargo la suya fue una posición muy minoritaria en la ciudad, quizá porque, como ha escrito Ramón Arnabat, «Catalunya havia experimentat al llarg del segle XVIII un prolongat creixement econòmic fonamentat en l'especialització productiva, la integració del mercat català i l'intercanvi comercial amb les colònies americanes».

De ahí que durante los meses posteriores a los sucesos de mayo el cónsul francés informara a su ministerio en París de que los barceloneses seguían seducidos por «las quimeras de su Constitución». E incluso de que, si se exceptuaba a la plebe más baja e inculta dominada por el clero, «el resto de la gente sólo piensa en la Constitución». Así dejó constancia de ello Josep Fontana en su obra La quiebra de la Monarquía absoluta. Nunca como entonces fue tan cierto su reciente aserto de que «la independencia se logra con una guerra de independencia».

Así lo entendieron los habitantes del Principado, movilizados por proclamas como la que difundió dos años antes desde Moià el general Luis Lacy: «Catalanes. Echaos a desear y ya lo tenéis todo. Constitución: monumento eterno de la sabiduría de las Cortes... Un formidable Ejército aliado que está desembarcando en estas costas para confusión y exterminio de los vándalos. Perdón general concedido por las Cortes para que el débil, el descarriado pueda aliviar sus remordimientos... El que no llene los deberes de ciudadano, el que no acuda con fervor a acogerse a las banderas de la gloria y del honor, huya de los buenos, confúndase entre los execrables, y olvide que ha sido Español».

Hasta tal punto había calado esta sensibilidad y este mensaje que cuando el general Lacy fue uno de los primeros en sublevarse contra la tiranía borbónica implantada por el decreto de Valencia, tuvo el respaldo de «una insurrección civil, urbana y popular» porque «buena parte de la población y especialmente el proletariado industrial estaban de acuerdo con un movimiento de este signo». Fue un intento fallido que acabó con el inicuo fusilamiento de su protagonista, pero lo esencial es que, como subraya Fontana -y cuando digo «subraya» quiero decir subraya, (Ariel 1978, p. 248)- «una gran parte del vecindario de Barcelona estaba dispuesto en aquella noche para romper las cadenas de la patria».

Por eso, siguiendo el ejemplo de los catalanes de entonces, y al margen de que a casi todos los ministros y dirigentes de la oposición les suene a chino, ningún buen español de hoy debería dejar de recordar lo que nos hizo Fernando VII aquel aciago día 11 de aquel funesto año 14.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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