En el Hostal de San Marcos

Habrá ocupado la legislatura de cabo a cabo, como una pesadilla. Y eso que ni siquiera figuraba en el programa electoral del partido. El recuerdo de aquel abuelo y de aquella última voluntad -«que cuando sea oportuno se vindique su nombre y se proclame que no fue traidor a su Patria»- pudieron más que cualquier asomo de raciocinio o sensatez. A comienzos de 2004, en este país casi nadie estaba por la labor de recuperar la mal llamada memoria histórica. Como mucho, un par o tres de asociaciones creadas «ad hoc»; algunos historiadores comprometidos más con la causa que con la historia; determinadas formaciones políticas que tuvieron arte y parte en la guerra, como el Partido Comunista de España o Esquerra Republicana de Catalunya, y algunos ciudadanos de a pie con familiares asesinados y cuyos restos jamás habían sido hallados. Nadie más. No, a comienzos de 2004 casi todos los españoles consideraban cerrado ese trágico periodo de nuestra historia. Cerrado, y para bien. Al fin y al cabo, por entonces la Constitución había cumplido ya el cuarto de siglo, y, con la Constitución, aquella transición benemérita, aquel ejercicio catártico de reconciliación nacional que había traído a España, con el voto de la inmensa mayoría de los ciudadanos y el firme apoyo de la Corona, la democracia y la libertad.

En realidad, de no ser por el empecinamiento del actual presidente del Gobierno, es muy probable que a estas alturas siguiéramos como entonces. Es decir, mirando hacia el futuro. Que las cosas hayan tomado otro rumbo y las miradas se hayan vuelto retroactivas cabe atribuirlo, en gran parte, a su irresponsabilidad -cuando no a su malevolencia-. En cualquier país del mundo civilizado, un asunto de esta naturaleza se habría abordado con suma cautela. Eso es, sólo en el supuesto de que fuera absolutamente imprescindible y tras haberse asegurado el propio presidente el mayor consenso posible. No ha sido éste el caso. Aquí, como en tantos otros temas «de Estado» -la reforma del modelo territorial, la lucha contra el terrorismo-, José Luis Rodríguez Zapatero no ha buscado en ningún momento el mayor consenso posible, en la medida en que siempre ha preferido alcanzar un pacto con la izquierda comunista o independentista antes que con el Partido Popular. Ésta ha sido la prelación durante toda la legislatura y a ella se ha atenido, parece que gustoso, el presidente.

Ahora bien, lo mismo en este asunto que en los demás, el proceso de gestación ha sufrido numerosos vaivenes. Ni la prudencia ni la previsión caracterizan a Rodríguez Zapatero. Lo suyo, más que los pasos contados, son los pasos en falso. Y este proyecto de ley de nombre interminable y que los medios y la clase política han convenido en denominar «de memoria histórica» ya nació, conviene recordarlo, con un sesgo muy marcado, tanto en la forma como en el fondo. En cuanto a lo primero, baste decir que vio la luz el 23 de julio de 2004 en un Consejo de Ministros celebrado excepcionalmente en León, en el Hostal de San Marcos -o sea, en el mismísimo lugar donde el abuelo del presidente del Gobierno, el capitán Juan Rodríguez Lozano, había redactado sus últimas voluntades antes de ser fusilado por negarse a secundar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936-. Y en cuanto a lo segundo, la propia formulación del objetivo de la Comisión creada entonces no dejaba lugar a dudas: «Reparar la dignidad y restituir la memoria de las víctimas y los represaliados que, desde el inicio de la Guerra Civil y hasta la recuperación de las libertades, sufrieron cárcel, represión o muerte por defender esas mismas libertades y asumir esa defensa como objetivo fundamental de su compromiso ciudadano».

En efecto, es esa continuidad entre Guerra Civil y dictadura lo que definía ya en aquel momento, según el Gobierno, la condición de víctima. En otras palabras: quienes defendieron esas libertades y fueron por ello represaliados, ésos cuya dignidad la Comisión se proponía reparar y cuya memoria se proponía restituir, sólo podían pertenecer a uno de los bandos en liza. No es que no hubiera víctimas en el otro, españoles que hubieran sufrido cárcel, represión o muerte; los había, claro. Pero no eran iguales a los demás, puesto que no habían luchado, a juicio de quienes ahora emprendían la urgente tarea de revisar el pasado, por las libertades. La democracia, en suma, no era cosa de todos; sólo de una parte. Y a esa parte, en la que figuraba por derecho propio aquel capitán del Ejército de la República fusilado 68 años antes en las afueras de León, iba destinada la iniciativa gubernamental.

Esa visión maniquea y falsaria de la historia de España, esa división entre víctimas de primera y víctimas de segunda, ha estado presente a lo largo de toda la legislatura cada vez que las vicisitudes ejecutivas o legislativas han devuelto el proyecto de ley a un primer plano. Es verdad que la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, a quien el presidente encargó desde el primer día la gestión del proyecto, ha echado el freno en más de una ocasión, ante la indignación de sus socios parlamentarios. Como también lo es que, de tarde en tarde, ha aludido al carácter inclusivo de la ley que se estaba gestando, a la voluntad de no hacer distingos entre las víctimas. Pero el acuerdo alcanzado en abril por PSOE e Izquierda Unida, por el que se prevé declarar ilegítimos los tribunales constituidos durante la Guerra Civil y las condenas y sentencias dictadas durante el franquismo, ha eliminado de un plumazo cualquier atisbo de rectificación. Sí, decididamente, seguimos en el Hostal de San Marcos.

Y es que una declaración semejante, elevada a rango de ley, lejos de restañar la herida en aquellos casos en que la herida permanecía abierta, no hará sino reabrir lo que el tiempo y la convicción de la inmensa mayoría de los españoles habían ya cerrado para siempre. En la medida en que la justicia deba tratar en adelante cuantas peticiones de revisión le sean planteadas, esto puede convertirse en un no parar. Oiremos hablar de asesinatos y de barbarie. Reviviremos las circunstancias que dieron pie a sentencias que en muchas ocasiones fueron injustas. Crecerá el odio y el rencor. El simplismo ideológico, el encono partidista, se adueñarán del espacio público -mucho más de lo que pueden haberse adueñado ya de él-. Será inevitable ver ennoblecidas figuras que difícilmente pasarían un mínimo examen de probidad. Se desatarán las pasiones más encontradas, hasta el punto de que la guerra de las esquelas a la que asistimos entre julio y diciembre de 2006 dará risa. En una palabra, volveremos, si nada lo remedia, a los años ásperos de la Transición, cuando nadie sabía a ciencia cierta cómo iba a acabar aquello.

Y todo por no querer asumir que los honores y los reconocimientos pasados, pasados son; que esta democracia nuestra es heredera de un bando y de otro, del de los vencedores y del de los vencidos, de lo bueno y de lo malo que sin duda hubo en cada uno; y que, en definitiva, resulta de todo punto inconveniente, por injusto, honrar a un bando en bloque y no hacer lo propio con el otro.

Xavier Pericay, escritor.