En el infierno no hay más cera que la que arde

Si a alguien temía Montesquieu era a los políticos como Pedro Sánchez, aquellos que se acomodan en el poder y terminan poniendo las piernas sobre la mesa ardiendo en su propia hoguera de las vanidades. No en vano, el jurista francés entendía como nadie el empirismo de Locke y era consciente, por experiencia, de que todo individuo con poder entraba en una espiral cesarista difícilmente refrenable. En términos domésticos, lo que llamábamos, allá por la Transición, «el síndrome de la Moncloa», según el cual, y recurriendo a Arquímedes, «todo político sumergido en el poder experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de la realidad desalojada».

Con todo, los «cesarismos» de Suárez, González, Aznar o Rajoy provocaban en quienes los padecían una extraña mutación hacia lo anónimo, como si inopinadamente les asustara lo de «ahí fuera». Dejo aparcados a Zapatero y Sánchez, el primero precursor e inspirador del segundo, resultando éste un alumno aventajado. Los dos se creyeron los protagonistas estelares de una España en la que son imprescindibles, reescribiendo su pasado, disfrazando su presente y condicionando su futuro. No es de extrañar que, recientemente, alguien del equipo del presidente del Gobierno manifestara sin ningún rubor que la democracia comenzó en 1982 tras la victoria de Felipe González, como si la piedra base y mejor tallada del nuevo edificio no hubiera existido. De no haber existido aquella Transición, ese edificio se hubiera desmoronado.

Podemos concluir que no es casual que las democracias más avanzadas limiten los mandatos de sus jefes del Ejecutivo, ahora que hablamos de separación de poderes. Dichos «cesarismos» se volatilizan para evitar efluvios iluminados. Sánchez, hay que reconocerlo, ha corrido mucho y con algo más de cuatro años como presidente del Gobierno ha manifestado serias patologías más propias de los que llevan el doble de tiempo en el poder. No hay que olvidar que fue su propio partido el que le obligó a dimitir como secretario general por no aceptar un Gobierno presidido por Rajoy frente a alternativas como las actuales y, posteriormente, renunciar a su escaño. La soberbia de Sánchez (su comportamiento ante el Rey en la inauguración del AVE a Murcia fue ciertamente bochornoso) le encumbró de nuevo a liderar el PSOE, gracias a sus bases pero en contra de sus dirigentes, para entrar definitivamente en una alocada carrera sin retorno.

Decía antes que Montesquieu se inspiró más en el filósofo británico Locke, ambos coetáneos, que en el florentino Maquiavelo, que aunque se cuestiona su sentencia de que «el fin justifica los medios», es universalmente aceptado su sello en personajes como Sánchez. El famoso por su discutible tesis doctoral, vive encerrado en un averno del que sólo escapará si alcanza su propio fin, qué paradoja. Pensó que su fin, alcanzar el poder, le permitía cualquier medio. Sus pactos con los independentistas, filoetarras, populistas y antisistema, como a Fausto, le saldrán muy caros. No es de extrañar que para su imposible salvación haya comenzado con los que le tienen que juzgar, pues se sabe condenado. Pero es consciente de que no hay más cera que la que arde. En su averno. O en la hoguera de sus vanidades.

Emilio Fernández-Galiano es pintor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *